Ilustración: Mariano Lucano

Odiseo – Episodio I

Marcelo Zabaloy vuelve a traducir el Ulises de Joyce, esta vez, ahondando en las restricciones de la lengua. Hoy compartimos el primer episodio de Odiseo ilustrado por Mariano Lucano.

 

 

 

 

Imponente, el rechoncho Buck Mulligen cruzó el dintel, sosteniendo un cuenco espumoso sobre el que dispuso en cruz un espejo y un bisturí. Un kimono ocre, desprendido, flotó dulcemente en el éter diurno cubriéndole los hombros.  Elevó el cuenco y entonó:

Esse in templo Dei.[1]

Se detuvo, miró por el oscuro hueco de los pétreos estribos dispuestos en hélice y profirió grosero:

–Sube, Kinch. Ven, jesuítico miedoso.

Solemne, siguió subiendo y entró en el círculo de tiro. Miró en derredor y bendijo tres veces con gesto serio, el torreón, los territorios linderos y los montes recién despiertos. Luego, percibiendo el ingreso de Stephen Dedelus, se inclinó reverente e hizo breves cruces en el éter, con un gorgoteo condescendiente. Stephen Dedelus, molesto y somnoliento, puso los codos sobre el muro y miró con gesto frío el fofo rostro bendiciéndolo con sus gorgoteos, equino en su extensión, y los finos pelos revueltos, resecos y con el tenue tinte del roble. Buck Mulligen espió un segundo por el borde inferior del espejo y luego cubrió el cuenco con decoro.

–Dispérsense– dijo en tono severo[2].

Prosiguió con tono ceremonioso:

–Porque este, oh queridos míos, es el genuino Cristine[3]: cuerpo y espíritu y humor y tumor. Himno lento, se los ruego. Cierren los ojos, señores. Un momento. Un pequeño inconveniente con esos corpúsculos níveos. Silencio, todos.

Miró el cielo, guiñó un ojo y profirió un silbido sostenido, imperioso y lúgubre, después hizo un segundo de silencio con un profundo gesto de reflexión, los dientes níveos e indistintos, reluciendo por doquier con puntos de oro. Crisóstomo. Dos silbidos extensos y filosos respondieron en medio del sosiego.

Merci bien, viejo compinche –gritó con voz feliz–. Todo en orden. Oprime el interruptor de corriente, ¿quieres?

De un brinco dejó el círculo de tiro y miró con gesto severo el rostro del individuo que siguió en silencio sus movimientos, recogiendo de entre sus muslos los pliegues sueltos de su kimono. El sombrío rostro rechoncho y el henchido globo oblongo del mentón reprodujeron un obispo, un protector de pintores del Medioevo. Un benévolo gesto jocoso fue surgiendo en sus morros.

–Lo irónico del mundo –dijo de buen humor–. Tu nombre ridículo, un griego prehistórico.

Lo conminó con el dedo en un gesto de compinche burlón recorriendo el borde del muro, risueño. Stephen Dedelus subió, lo siguió indiferente unos metros y se sentó en el borde del muro, con los ojos fijos en él y lo observó poner el espejo sobre el soporte de los morteros, embeber el gordo pincel en el cuenco y extenderse unos copos espumosos por los mofletes y el cuello.

Buck Mulligen continuó con verboso tono divertido.

–Mi propio nombre es ridículo: Melechi Mulligen, dos pies que sirven de soporte poético. Pero con un dejo helénico, ¿no es cierto? Lleno de sol y juguetón como un chivito. Tenemos que conocer el Templo de los griegos. ¿Quieres venir conmigo si logro que mi tío[4] suelte veinte escudos[5]?

Dejó el pincel y riendo gritó:

–¿Es concebible que el insulso jesuítico ose venir?

Deteniéndose, empezó con mucho esmero el recorte de los pelos de sus mofletes.

–Dime, Mulligen –dijo Stephen sereno.

–¿Qué, mi querido?

–Heines ¿pretende vivir mucho tiempo en este fuerte?

Buck Mulligen mostró un moflete liso por sobre su hombro derecho.

–Dios, ¿no es cierto que es siniestro? –dijo en tono sincero–. Un nórdico denso. Cree que no eres un señor. Dios, estos ingleses odiosos. Repletos de dinero e indigestión. Porque viene de Oxford. Entiende, Dedelus, tú sí que tienes los genuinos modos de Oxford. No te entiende. Oh, el sobrenombre que te puse es el mejor: Kinch, el del corte filoso.

Se depiló meticuloso el moflete.

–No pude dormir ni un minuto con sus delirios sobre un felino –dijo Stephen– ¿Dónde puso el estuche con el rifle?

–Un neurótico insufrible –dijo Mulligen–. ¿Tuviste mucho miedo?

–Desde luego –dijo Stephen enérgico y con creciente temor–. Todo oscuro y yo con un tipo que desconozco, que gime y en sus delirios pide que tiren sobre un tigre ilusorio. Socorriste gente en peligro de hundirse. Pero yo no soy un héroe. Si sigue viviendo con nosotros, yo me voy.

Buck Mulligen frunció el ceño y miró el copo espumoso sobre el filo del bisturí. De un brinco descendió de su puesto y se exploró inquieto los bolsillos.

–Despejemos –gritó con voz potente.

De nuevo en el soporte de tiro y luego de un veloz registro en el bolsillo superior del terno de Stephen dijo:

–Te ruego que me prestes tu moquero con el fin de que limpie mi estilete.

Stephen toleró que el otro le robe y que muestre, sosteniéndolo por los extremos, un moquero sucio y fruncido. Buck Mulligen limpió con esmero el filo de su bisturí. Luego, con los ojos fijos en el moquero, dijo:

–El moquero del escritor. Un nuevo grupo de colores en beneficio de nuestros poéticos escritores del Eire: verdemoco. Se presiente el gusto, ¿no crees?

Montó de nuevo sobre el soporte de tiro y contempló el golfo de Dublín, sus rubios pelos robledos[6] meciéndose en el viento.

–Dios –dijo sereno–. ¿No es el ponto como lo define Swinburne: un vientre dulce y enorme?  El ponto verdemoco. El ponto fruncescrotos. Epi oinope ponton.  Oh, Dedelus, los griegos. Debo instruirte. Tienes que leerlos en su léxico de origen. τη θάλασσα! τη θάλασσα[7]! El dulce y enorme vientre que nos engendró. Puedes verlo tú mismo.

Stephen se puso de pie y montó sobre el círculo de tiro. Se inclinó y contempló el golfo y vio el buque del correo yéndose del puerto de Kingstown.

–El poderoso vientre que nos engendró–dijo Buck Mulligen.

De repente volvió sus enormes ojos inquisidores desde el ponto y los fijó en el rostro de Stephen.

–Mi tío cree que fuiste el fin del ser que te engendró –dijo–. Por eso no quiere que me junte contigo.

–Murió por otros motivos –dijo Stephen con un dejo lúgubre.

–Eres odioso, Kinch, pudiste ponerte de hinojos en frente de un ser moribundo que te lo pide con ruegos –dijo Buck Mulligen–. Yo soy hiperbóreo como tú. Pero pienso en el ser que te engendró, pobre mujer, pidiéndote con su último suspiro que te hinques y reces por su espíritu. Y no lo hiciste. Tienes un no sé qué muy siniestro…

Se interrumpió y continuó con el recorte meticuloso de los pelos del otro moflete. Un sonriente rictus comprensivo curvó sus morros.

–Pero un cómico delicioso –se dijo en un murmullo–. Kinch, un cómico delicioso como pocos.

Se depiló con esmero y detenimiento, en silencio, con gesto severo.

Stephen, con un codo sobre el pétreo soporte rugoso, puso los dedos sobre su frente y miró el borde deslucido del puño de su terno negro y lustroso. El dolor, si bien distinto del dolor propio del querer, le inquietó el pecho. En silencio, en un sueño, el ser que lo engendró se le presentó después de su muerte, un cuerpo deshecho en un flojo envoltorio bruno con un perfume de cerote y tilo. Su soplo, que silencioso y pleno de reproche se inclinó sobre él, un débil olor húmedo y ceniciento. Por el desteñido género del puño vio el ponto referido por su vecino con voz de bien comido como el enorme vientre dulce. El círculo del golfo y el horizonte exhibieron un bloque líquido de un verde tenue. Un cuenco de níveo vidrio estuvo todo el tiempo en un extremo del lecho de muerte conteniendo el viscoso esputo de bilis verde proveniente de sus intestinos corruptos en golpes de sonoros vómitos quejumbrosos.

Buck Mulligen limpió de nuevo el filo de su utensilio.

–Oh, pobre cuerpo de perro –dijo en un tono gentil–, permíteme que te preste un blusón y por lo menos dos moqueros. ¿Cómo sientes esos gregüescos[8] de segundo dueño?

–Los siento muy bien –respondió Stephen.

Buck Mulligen se centró en el hoyuelo del mentón.

–Qué ridículo –dijo conforme–. Debí decir de segundo muslo. Solo Dios conoce qué tipo de bruto sifilítico los desechó. Tengo un conjunto muy lindo con ribetes en gris. Debes verte espléndido con ellos. No bromeo, Kinch. Te ves muy bien siempre que te vistes decentemente.

–Eres muy gentil –dijo Stephen–. No puedo ponérmelos si son grises.

–No puede ponérselos –dijo Buck Mulligen como si su propio rostro en el espejo fuese de otro–. El protocolo es el protocolo. El ser que lo engendró muere sin su socorro, pero él no puede ponerse unos gregüescos grises.

Plegó meticuloso el bisturí y con los extremos sedosos de sus dedos sintió el cutis terso.

Stephen desvió los ojos desde el ponto y los fijó en el rostro rechoncho de los inquietos ojos celeste humo.

–El tipo con quien estuve en The Ship el miércoles de noche –dijo Buck Mulligen– dice que sufres r.i.d.  Vive en Dottyville[9] con Conolly Normen. Rigidez Irreversible del Demente.

Describió con el espejo un semicírculo en el éter difundiendo su reporte por el horizonte con el brillo del sol que iluminó el ponto por unos segundos. Curvó sus morros lisos riendo con dientes impolutos. Su reír convulsionó su tronco musculoso.

–Te sugiero que te mires un poco –dijo–, horroroso trovero.

Stephen se inclinó y miró el espejo ofrecido, hendido por un surco oblicuo, pelos enhiestos. Como él y los otros me ven. ¿Quién me eligió este rostro?  Este cuerpo de perro con lombrices. Incluso ese otro me interrogó.

–Lo robé del dormitorio de servicio –dijo Buck Mulligen–. Es de mujer. El tío siempre elige mujeres simples en el servicio de Melechi. Que no lo tienten. Y su nombre es Ursule[10].

Riendo de nuevo, quitó el espejo de los curiosos ojos de Stephen.

–El furor de Celibén[11] por no ver su rostro en un espejo –dijo–. Si Wilde estuviese vivo y te viese.

Retrocediendo y esgrimiendo un dedo índice, Stephen dijo con disgusto:

–Es un símbolo del genio erinés[12]. El espejo hendido de un sirviente.

Buck Mulligen pegó su codo con el de Stephen y recorrió con él el círculo del torreón, con el entrechoque del bisturí y el espejo en el bolsillo donde se los metió.

–No es justo que te molesten de ese modo, Kinch, ¿no es cierto? –dijo en tono confidente–. Dios conoce que eres mucho mejor que ellos.

Se defiende. Teme el estoque de mi ingenio como yo temo el del suyo. El bronce frío del plumín.

–El espejo hendido de un sirviente. El nórdico lee en el comedor; dile eso y pídele unos chelines. Podrido en dinero y cree que no eres un señor. Su viejo se hizo rico vendiendo revulsivos entre los zulúes o con embustes por el estilo. Dios, Kinch, si tú y yo fuésemos socios podemos contribuir con nuestro terruño. Imponiendo los modos de los griegos.

El codo de Crenly[13]. Su codo.

–Y tienes que depender como un mendigo de estos cerdos. Soy el único que conoce lo que eres. ¿Por qué no me tienes un poco de fe? ¿Por qué eres hostil conmigo? ¿Es por Heines? Si sigue produciendo ruido en este sitio vendré con Seymour y lo someteremos con golpes no menos duros que los que recibió Clive Kempthorpe.

Vocerío de jóvenes ricos en los dormitorios de Clive Kempthorpe. Rostros descoloridos: ríen como locos, embistiéndose unos con otros. ¡Uy, que me muero! Cuéntenselo con respeto. ¡Eubrey! ¡Moriré! Con los vestidos en jirones removiendo el éter, y los gregüescos por los tobillos, brincos de rengo en torno del escritorio perseguido por los Edes[14] de Megdelen College con los tijerones del modisto. Un rostro de ternero muerto lleno de dulce viscoso. ¡No me quiten los gregüescos! ¡No quiero ser el pollito ciego!

Gritos desde unos postigos que el viento entornó estremecen el crepúsculo creciendo sobre el impluvio de honor. Un floricultor sordo, con peto de herrero y con el rostro ficticio de Metthew Ernold[15], impele un implemento de corte por el césped sombrío con los ojos puestos en el minué del heno verde que el hierro filoso de los cuchillos cercenó.

Por nosotros… nuevo movimiento en oposición del monoteísmo… omphelos[16].

–Que se quede –dijo Stephen–. No es un perverso; excepto de noche.

–¿Entonces qué es? –preguntó curioso Buck Mulligen–. Escúpelo. Soy bien sincero contigo. ¿Qué reproche te merezco?

Se detuvieron, con los ojos puestos sobre el extremo mocho de Bhré inerte sobre le ponto como el morro de un Minke[17] dormido. Stephen sereno se despegó del codo.

–¿Quieres que te lo cuente? –preguntó.

–Sí, ¿qué es? –respondió Mulligen–. No recuerdo tener contigo cuestiones pendientes.

Miró el rostro de Stephen diciendo esto. Un viento leve recorrió su frente, meciendo con lentitud sus rubios pelos desprolijos y reviviendo en sus ojos unos destellos de nerviosismo.

Stephen, deprimido por su propio tono de voz, dijo:

–¿Tienes presente el primer lunes que estuve en tu domicilio luego de que murió el ser que me engendró?

Buck Mulligen frunció brevemente el ceño y dijo:

–¿Qué? ¿Dónde? No recuerdo ningún episodio. Sólo experimento reflexiones y sentimientos. ¿Por qué? Por Dios, ¿qué sucedió?

–Fue en el momento de servir el té –dijo Stephen– y yo crucé el vestíbulo porque me pediste el recipiente que pusiste en el fuego. Vi dos mujeres en el vestíbulo. Se te preguntó quién entró en tu dormitorio.

–¿Sí? –dijo Buck Mulligen–. ¿Qué dije? Me olvidé.

–Dijiste –respondió Stephen–: Oh, es sólo Dedelus; el ser que le dio luz viene de morir como un perro.

Un rubor que lo hizo lucir como un jovenzuelo incluso delicioso encendió los mofletes de Buck Mulligen.

–¿Yo dije eso? –preguntó–. ¿Y? ¿Qué tiene de perverso?

Nervioso, recobró el decoro.

–¿Y qué es morirse –preguntó–, el ser que te dio luz, el tuyo, o el mío propio?  Sólo viste morir el ser que te engendró. Yo los veo morir todo el tiempo en el Mercy y Richmond, y les corto los intestinos en el recinto de disecciones. Es un hecho duro y listo. Sólo que no tiene otro interés. No te pusiste de hinojos en frente del ser que te dio luz quien te pidió que le reces en su lecho de muerte. ¿Por qué? Porque tienes en ti el odioso tipo jesuítico, pero se te inoculó en el sitio erróneo. En lo que me concierne es todo un chiste cruel. Los lóbulos del cerebro no cumplen su función. Pide por el doctor Sir Peter Tizle y desprende botones de oro del cobertor. Démosle lo que pide y esperemos que todo termine. Cómo es posible que siendo el ser que te engendró le niegues el último deseo del moribundo y por si fuese poco tienes el tupé de ofenderte porque no estoy compungido como un llorón ficticio de Lelouette[18]. ¡Es ridículo! Supongo que lo dije. No quise ofender tu recuerdo de un ser querido.

Lo dijo como un modo de infundirse bríos. Stephen, sin exhibir los cortes expuestos que esos dichos infligieron en su pecho, dijo con tono gélido:

–No pienso en que ofendiste su querido recuerdo.

–¿En qué entonces? –preguntó Buck Mulligen.

–Pienso que me ofendiste –respondió Stephen.

Buck Mulligen se volvió.

–¡Oh, qué tipo imposible! –profirió.

Recorrió veloz el tope del torreón. Stephen se quedó en su puesto, con los ojos en el ponto y fijos en el promontorio. Ponto y promontorio se volvieron entonces borrosos. Percibió el flujo venoso que le infló los ojos, obstruyendo su visión, y sintió un golpe de rubor en los mofletes.

Desde el interior del torreón emergió un grito potente:

–¿Sigues en el techo, Mulligen?

–Voy –contestó Buck Mulligen.

Se volvió en dirección de Stephen y dijo:

–Puedes ver el ponto. ¿Crees que se ofende? Despréndete de todo lo jesuítico, Kinch, y desciende conmigo. El vikingo quiere que le demos su pienso.

Su rostro se detuvo de nuevo por un momento en el tope de los estribos, en el nivel del techo:

–No te quedes sumido en ese tipo de reflexiones. Soy inconsecuente. No quiero verte triste.

Su rostro se esfumó, pero el bordoneo de su voz descendente retumbó subiendo por el hueco de los estribos:

 

Y no te encierres en tu discurrir

sobre el triste misterio del querer,

porque Fergus conduce los broncíneos coches.

 

Los contornos difusos de los bosques se extendieron silenciosos en el sosiego del nuevo sol desde los estribos en dirección del ponto que contempló.

En el borde y los rincones vecinos, el espejo líquido se volvió níveo, removido por unos pies sencillos y presurosos. Pecho níveo del ponto nebuloso. Los ímpetus entretejidos de dos en dos. Unos dedos oprimiendo los tientos de un cordófono isósceles[19], uniendo el entrevero de sus tonos melodiosos. Niveondeo de verbos conexos reluciendo en lo turbio del reflujo.

Un cúmulo cubrió el sol con ritmo lento, ensombreciendo el golfo con un verde intenso. Extendido en un punto inferior, un cuenco de hiel. Los versos de Fergus: que interpreté solo en mi dormitorio, deteniéndome en los extensos melódicos sombríos. No cerré bien; quiso oír lo que entoné. Silencioso, con temor y dolorido, me senté en un extremo del colchón. Gimiendo en su mísero lecho. Por eso que dijiste, Stephen: el triste misterio del querer.

¿Dónde en este momento?

Sus secretos: viejos pericones[20] plumosos, registros de pretendientes en los concursos de minué, con dejos de perfume, un dije de succino en su cofre con cerrojo. Un jilguero en su prisión, pendiendo de un ventiluz lleno de sol en el dormitorio de su niñez. Escuchó los trinos del viejo Royce en su rol de Turco el Terrible y rio con el público en el momento que él pronunció:

 

Yo soy el niño

que se divierte

volviéndose invisible.

 

Regocijo de espectro, removido: perfumescente.

 

Y no te encierres en tu discurrir.

 

Removido por los recuerdos del universo junto con sus juguetes. Los recuerdos tendieron un cerco en su cerebro triste. Su cuenco que le llené del robinete después de recibir su comunión. Un fruto en confite, cociéndose en el horno un oscuro crepúsculo de otoño. Los prolijos extremos de sus dedos enrojecidos por los piojos oprimidos en los vestidos nocturnos de los niños.

En un sueño, sigiloso, lo visitó su cuerpo deshecho en su flojo envoltorio bruno con un perfume de cerote y tilo, su soplo se inclinó sobre él con mudos términos secretos, un dejo de rescoldos húmedos.

Sus ojos vidriosos, fijos desde su muerte queriendo estremecer y destruir mi espíritu. Sólo en mí. El cirio de un espectro iluminó su estertor. Luz de espectro en el rostro deshecho por el tormento. Su ronco estertor tembló de horror, y todos de hinojos con sus rezos. Sus ojos sobre mí queriendo rendirme. Yo, penitente me confieso con Dios Nuestro Señor por lo mucho que pequé, por lo no dicho, por mis hechos y omisiones…

¡Oh, gul! ¡Engullidor de podredumbre!

No, origen de mi ser, permíteme vivir.

–¡Oye, Kinch!

El grito de Buck Mulligen resonó desde el torreón. Fue subiendo por los pétreos estribos en hélice, profiriendo su nombre de nuevo. Stephen, tembloroso por el grito de su espíritu, oyó el tibio brillo del sol extendiéndose y en el éter sobre sus hombros, términos benévolos.

–Dedelus, desciende como buen pichón de roedor. Tenemos listos los primeros comestibles de hoy. Heines se disculpó por sus delirios nocturnos. Sin rencores.

–Voy –dijo Stephen, con un medio giro.

–Ven, por Dios–dijo Buck Mulligen–. Por mi bien y por el bien de todos nosotros.

Su rostro se retiró por medio segundo y regresó.

–Le mencioné tu símbolo del ingenio erinés. Dice que es muy ocurrente. Pídele un poco de dinero, ¿quieres? Veinte chelines quiero decir.

–Recién cobro hoy –dijo Stephen.

–¿Lo de tu puesto en el colegio? –dijo Buck Mulligen–. ¿Qué monto? ¿Cien chelines? Te pido veinte.

–Si es preciso –dijo Stephen.

–Veinte brillosos reyezuelos[21]–gritó Buck Mulligen con deleite–. Tendremos un glorioso festín en horror[22] de los druidosos monjes del Eire. Veinte omnipotentes reyezuelos.

Removió los dedos y descendió los pétreos estribos, y entonó unos versos melodiosos con el típico estilo cockney:

 

¿O no nos divertimos de lo lindo

bebiendo whisky, stout y vino tinto,

el domingo en que el rey se coronó,

el domingo en que el rey se coronó?

¿O no nos divertimos de lo lindo

el domingo en que el rey se coronó?

 

El tibio brillo del sol jugueteó sobre el ponto. El cuenco de níquel brilló, fruto del olvido, sobre el soporte de los morteros. ¿Se lo llevo? ¿O lo dejo donde lo dejó, devoción que descuido?

Se inclinó sobre el cuenco, lo sostuvo un momento con los dedos, sintiendo su frescor, oliendo el viscoso líquido espumoso con un gordo pincel sumergido. De este modo porté el cuenco de incienso en Clongowes.  Hoy soy otro, pero sigo siendo el mismo. Y un sirviente. El siervo de un sirviente.

En el lúgubre domo del torreón el perfil en kimono de Buck Mulligen meciéndose resuelto por el recinto en torno del fogón, dejó ver y ocultó su fulgor ocre. Dos rejones de tenue luz del sol descendieron desde los muros superiores sobre el piso en desnivel, y en el encuentro de sus recorridos flotó, revolviéndose, un cúmulo de humo de coque y tocino frito.

–Humo tóxico –dijo Buck Mulligen–. Heines, el portón, te lo ruego.

Stephen puso el cuenco espumoso sobre el trinchero. Un cuerpo longilíneo dejó un sillón mecedor, cruzó el comedor y empujó el portón interno.

–¿Tienes el cerrojo? –preguntó su voz.

–Dedelus lo tiene –dijo Buck Mulligen–. ¡Diez mío, me sofoco!

Rugió, con los ojos puestos en el fuego:

–¡Kinch!

–Lo puse en el orificio correspondiente –dijo Stephen, previsor.

El cerrojo giró dos veces con un chirrido, y en el momento en que el portón externo se entornó, un reflejo de sol y un leve viento hicieron su muy bienvenido ingreso. Heines se quedó en el porche, con los ojos puestos en el exterior. Stephen puso su bolso deforme sobre un mueble y se sentó sereno. Buck Mulligen tiró los refritos en un recipiente próximo. Luego llevó el recipiente y un enorme pote de té, los depositó con estruendo sobre el mueble cubierto con un trozo de hule y suspiró rendido.

–Me estoy derritiendo –protestó–, como dijo el cirio en el momento de… Pero suficiente. Eso es todo. Kinch, despierto. Miñones, unto, miel. Heines, ven dentro. He dispuesto los nutrientes. Bendícenos, Oh, Señor, lo mismo que estos productos que te ofrecemos. ¿Dónde pusieron el dulce? Qué chiste feo, no tenemos leche.

Stephen distribuyó desde el trinchero los miñones, un pote de miel y el unto. Buck Mulligen se sentó, con un repentino brote de pésimo humor.

–¿Qué tipo de tugurio es este? Le dije que viniese ocho en punto.

–Podemos beberlo negro –dijo Stephen sediento-. Tenemos un limón en el depósito.

–Oh, qué demonios, tú y tus modos de Boul’Mich –dijo Buck Mulligen–. Quiero leche de Monkstown.

Heines regresó desde el porche y dijo en tono sereno:

–Viene un femenino vejestorio vendiendo leche.

–Bendición de Dios –profirió Buck Mulligen, removiéndose en su sitio–. Siéntense. Pueden servirse té. Puse los terrones en el bol. Listo, no puedo seguir revolviendo estos huevos del demonio–. Cortó los refritos en el pote y los tiró en tres fuentes, diciendo:

In nomine Petris et Filii et Spiritus Sencti[23].

Heines se sentó y sirvió el té.

–Dos terrones por recipiente –dijo–. Pero creo, Mulligen, que tu té es muy fuerte, ¿no crees?

Dividiendo los miñones en gruesos trozos, Buck Mulligen, fingiendo un tono de voz de mujer senil, comentó:

–Si me sirvo un tés, me sirvo un tés, como dijo el vejestorio de Mrs. Grogen. Y si lo que sirvo es pis, sirvo pis.

–Por Dios, esto sí que es té –dijo Heines.

Buck Mulligen siguió dividiendo los miñones en trozos y completó el chiste:

–Lo mismo que yo, Mrs. Cohill, le dice. Por Zéus, mujer, dice Mrs. Cohill, Dios no le deje verter los dos tipos de infusión en el mismo pote.

Como un experto en florete dispuso en frente de sus huéspedes un grueso trozo de miñón, en el extremo de su cuchillo.

–Eso es puro folclore que puedes incluir en tu folletín, Heines –dijo muy serio–. Cinco renglones de texto y diez folios de exégesis sobre el folclore y los piscisdioses de Dundrum.  Impreso por tres mujeres dementes en el tiempo del ciclón.

Se volvió en dirección de Stephen y frunciendo el ceño preguntó fingiéndose curioso:

–¿Tienes en mente, querido, si el perol del té y el líquido elemento de Mrs. Grogen se mencionó en el Mebinogion o en los escritos védicos de los Upenisheds?

–Lo dudo –dijo Stephen solemne.

–¿Por qué este titubeo? –dijo Buck Mulligen en el mismo tono–. ¿Tus motivos, si no te incomodo?

–Se me ocurre –dijo Stephen comiendo– que no existieron ni dentro ni en el exterior del Mebinogion. Me figuro que Mother Grogen puede tener conexión con Merion[24].

El rostro de Buck Mulligen sonrió con deleite.

–Delicioso –dijo con un tono melindroso y sereno, exhibiendo sus dientes impolutos y encogiendo los telones de sus ojos con gusto–. ¿Eso crees? Muy bonito.

Luego, con el rostro de pronto ensombrecido, gritó con un ronquido, sin detener el corte vigoroso de los trozos de miñón:

 

Porque Miss Merion

se ríe de los chismes

y los motes

pero quitóse su culote…

 

Se llenó el buche de refrito y rumió y vociferó entre dientes.

El porche se ensombreció por el ingreso de un cuerpo informe.

–¡Su leche, señor!

–Entre, Mrs. –dijo Mulligen–. Kinch, el recipiente.

El cuerpo de mujer senil entró y se detuvo donde rozó el codo de Stephen.

–Tenemos muy buen tiempo, señor –dijo–. Bendición de Dios.

–¿De quién? –dijo Mulligen, dirigiéndole un breve golpe de ojos –. Oh, seguro.

Stephen se reclinó y tomó el recipiente del trinchero.

–Los isleños, Heines –le explicó Mulligen como describiendo un hecho curioso– dicen frecuentemente el nombre del recolector de prepucios.

–¿El señor quiere…? –preguntó el vejestorio.

–Un litro –dijo Stephen.

Observó verter dentro del recipiente medido y de este dentro del cuenco de vidrio un níveo y espeso chorro de leche, no suyo. Seniles ubres con surcos. Siguió vertiendo un litro completo y el premio. El ser vetusto y misterioso llegó desde un mundo diurno, posiblemente como nuncio. Ponderó lo excelso de su leche en el momento de verterlo. El cuerpo de hinojos, el vientre de un bovino sereno y su ternero, en el crepúsculo de un vergel lujurioso, como un hechicero en su hongo, los dedos veloces y rugosos exigiendo el chorro de sus ubres. Reconociendo su perfil, en derredor, el rodeo muge; rociosedosos bovinos. Bovinos sedosos y pobre vejestorio, ese fue su mote en otros tiempos. Un brujo fugitivo, el cuerpo deshecho de un ser eterno, en servicio de quien lo conquistó y su feliz felón, el cornudo en común, el nuncio del crepúsculo secreto. En misión de servicio o de reproche, él no hubiese podido decirlo; pero desestimó pedirle su visto bueno.

–Excelente, Mrs. –dijo Buck Mulligen, vertiendo leche en los potes.

–Pruebe, señor –dijo con su voz de mujer senil.

En virtud de su pedido, bebió.

–Si pudiésemos vivir de un nutriente bueno como este –le dijo subiendo un poco el tono de voz–, nuestro pueblo no se hubiese convertido en un repositorio de dientes corruptos y de intestinos podridos. Viviendo en un chiquero, ingiriendo comestibles pésimos y con todo ese polvo por doquier, el estiércol de los equinos y los esputos de los tuberculosos.

–¿Usted estudió de médico, señor? –preguntó el vejestorio.

–En efecto –respondió Buck Mulligen.

Stephen escuchó silencioso e indiferente. Inclinó su viejo tiesto en frente del vocejón que se le dirigió, su componehuesos, su medicombre; mi rostro, ni lo miró. Enfrente del vocejón del confesor que debe ungir sobre su cuerpo muerto todo lo que le pertenece excepto sus impuros recovecos de mujer, de tejidos del hombre se creó y no como un símil de Dios, seducido por un reptil. Y enfrente del vocejón que le pide enmudecer con inquietos ojos sorprendidos.

–¿Entiende lo que él dice? –le preguntó Stephen.

–¿Es bretón lo que usted dice, señor? –le preguntó el vejestorio poniendo sus ojos sobre Heines.

Heines le respondió, verboso y confidente.

–El léxico de Erín –dijo Buck Mulligen–. ¿Conoce usted un poco de céltico?

–Creí que se expresó en erinés –dijo–, por el sonido. ¿Es usted del oeste, señor?

–Soy inglés –respondió Heines.

–Es inglés –dijo Buck Mulligen–, y prefiere que en Erín nos comuniquemos en nuestro propio léxico.

–Desde luego que sí –dijo el vejestorio–, y me ruborizo por no comprenderlo. Es un léxico muy poderoso, según quienes lo comprenden.

–Poderoso no es el término –dijo Buck Mulligen–. Enormemente bello. Sírvenos un poco de té, Kinch. ¿Quiere usted un pote, Mrs.?

–No, señor, muy gentil –dijo el vejestorio, sosteniendo en su puño el recipiente de leche y en tren de irse.

Heines dijo:

–¿Tiene el importe? Es mejor que se lo oblemos, Mulligen, ¿no crees?

Stephen colmó de nuevo los tres potes.

–¿El importe, señor? –dijo, deteniéndose–. Bueno, son siete suministros de medio litro por dos peniques, siete veces dos son un chelín y dos peniques, y estos tres últimos suministros de un litro por tres peniques y medio son tres litros por un chelín y otro chelín y dos peniques son dos y dos, señor.

Buck Mulligen suspiró y, luego de meterse en el buche un trozo de miñón que untó del derecho y del revés, estiró los miembros inferiores y se hurgó los bolsillos de los gregüescos.

–Oble y no se queje – le dijo Heines, sonriendo.

Stephen se sirvió un tercer pote, un montoncito de té coloreó sutilmente el bol con su níveo contenido espeso y rico. Buck Mulligen exhibió un florín, lo giró entre sus dedos y gritó:

–¡Prodigio!

Lo deslizó por el cobertor de hule en dirección del vejestorio, diciendo:

–Si me pidieses otro de estos, mi cielo, por mucho que quisiese, ofrecerte otro de estos, no creo que pudiese.

Stephen depositó el florín sobre los dedos flojos.

–Le debemos dos peniques –dijo.

–No se preocupe, señor –dijo el vejestorio sosteniendo el florín–. En otro momento. Buen jueves, señor.

Inclinó su torso levemente y se fue, precediendo los melodiosos versos de Buck Mulligen:

 

Querer de mi querer, si hubiese sido rico

  hubiesen sido tuyos mis reinos y borricos.

 

Se volvió en dirección de Stephen y dijo:

–En serio, Dedelus, estoy en déficit. Ve y cumple con tu deber en ese colegio y vuelve con un poco de dinero. Hoy los copleros tienen que beber e irse de jolgorio. Erín exige de todo hombre el cumplimiento de su deber de hoy.

–Eso me recordó –dijo Heines, irguiéndose– que hoy debo recorrer vuestro Reservorio de los Libros del Pueblo.

–Primero un poco de crol, pecho y dorso –dijo Buck Mulligen.

Miró el rostro de Stephen y le preguntó gentilmente:

–¿Es hoy tu inmersión del mes, Kinch?

Luego se volvió en dirección de Heines y dijo:

–Este coplero mugriento tiene como cuestión de honor sumergirse sólo un jueves por mes.

–Todo Erín vive en remojo por sus corrientes del golfo –sostuvo Stephen extendiendo miel sobre un trozo de miñón.

Heines se expresó desde el rincón ciñéndose el nudo de un moquero flojo en torno del cuello desprendido de su chemise de tenis:

–Pienso reunir un lote de sus dichos, si me lo permite.

Me proponen. Que se limpien y se mojen y se froten. Viejo mordisco culposo. Conocimiento de sí mismo. En este sitio quedó un punto[25].

–Lo del espejo hendido de un sirviente como símbolo del ingenio de Erín es terriblemente bueno.

Buck Mulligen tocó con un botín los pies de Stephen enfrente de él y dijo en tono benévolo:

–Y eso que no oíste lo que dice sobre el príncipe noruego, Heines.

–Bueno, lo digo en serio –dijo Heines, siempre con los ojos sobre Stephen–. Estuve por decírselo justo en el momento que entró ese pobre vejestorio.

–¿Y con eso obtendré un poco de dinero? –preguntó Stephen.

Heines se rio y, recogiendo su sombrero gris del borde del sillón mecedor, dijo:

–No lo sé, estoy seguro.

Con lentitud se movió en dirección del porche. Buck Mulligen se inclinó sobre Stephen y dijo con un vigor grosero:

–Metiste el pie en el sitio indebido. ¿Por qué le dijiste eso?

–¿Y qué tiene? –dijo Stephen–. El punto es obtener dinero. ¿De quién? Del vejestorio que nos provee leche o de él. Sólo tenemos dos opciones, si no me equivoco.

–Yo te recomiendo –dijo Buck Mulligen–, y me vienes con tu piojoso desdén y tus sórdidos chistes jesuíticos.

–Veo muy pocos recursos –dijo Stephen–, provenientes del vejestorio o de él.

Buck Mulligen suspiró lúgubremente y sujetó el codo de Stephen.

–De mí, Kinch –dijo.

De repente, en un tono muy distinto se sinceró:

–Siendo sincero en el nombre de Dios, creo que lo que dices es cierto. Son unos completos inútiles. ¿Por qué no te diviertes con ellos como yo? Que el demonio se los lleve. Dejemos este tugurio.

Se puso de pie, deshizo el nudo del cinturón, se quitó el kimono y dijo sumiso:

–Mulligen es desvestido[26].

Puso el contenido de sus bolsillos sobre el escritorio.

–Te devuelvo tu moquero.

Y poniéndose el cuello rígido y el rebelde moñito los conminó, y lo mismo hizo con el cordel pendiente de su reloj. Sus dedos revolvieron el cofre en pos de un moquero limpio. Mordiscón culposo. Dios mío, el intérprete simplemente tiene que vestirse. Quiero mitones grises y botines verdes. Incoherente. ¿Me desdigo? Muy bien, entonces me desdigo. Veleidoso Melechi. Un flojo misil negro voló de sus dedos verbosos.

–Y este es tu sombrero del distrito bohemio –dijo.

Stephen lo recogió y se lo puso. Heines los requirió desde el ingreso:

–¿Vienen, señores?

–Yo estoy listo –respondió Buck Mulligen, yendo–. Tenemos que irnos, Kinch. Te comiste todo lo que quedó, supongo.

Sumiso se fue yendo con gesto y términos solemnes, diciendo en cierto modo entristecido:

–Y yéndose lloró cinco en suelo[27].

Recogiendo su bordón del sitio donde lo dejó, Stephen los siguió y, descendiendo, empujó el pomo del lento portón de hierro y lo cerró con dos giros. Se puso el enorme cerrojo en el bolsillo interior.

En el vestíbulo de ingreso Buck Mulligen preguntó:

–¿Tienes el cerrojo?

–Lo tengo –respondió Stephen, precediéndolos.

Siguió el sendero. Por sobre su hombro escuchó los golpeteos de Buck Mulligen en los brotes de los helechos o los cipreses con su rústico lienzo.

–Entréguese, señor. Cómo puede ser, señor.

Heines preguntó:

–¿El derecho de uso de este torreón tiene costo?

–Doce florines –dijo Buck Mulligen.

–El Ministerio Bélico nos lo cedió –dijo Stephen por sobre el hombro.

Deteniéndose los tres, Heines estudió el edificio y por fin comentó:

–Supongo que debe ser bien lúgubre en invierno. ¿Le dicen Mortello[28]?

–Billy Pitt ordenó su construcción –dijo Buck Mulligen–, en el tiempo de los merodeos por el ponto de nuestros vecinos sureños. Pero nuestro es el omphelos.

–¿Cómo es su tesis sobre el príncipe del Ser o no Ser? –preguntó Heines volviéndose en dirección de Stephen.

–No, no –gritó Buck Mulligen compungido–. No tengo el genio del Divino Doctor y los cincuenticinco[29] discernimientos que inventó como sustento. Espere, se lo pido, que me tome por lo menos tres chops.

Se volvió en dirección de Stephen extendiéndose con esmero los extremos de su jubón ocre tenue y diciendo:

–No puedes exponer con menos de tres chops, ¿no es cierto?

–Si esperó un tiempo –dijo Stephen indiferente–, que espere otro poco.

–No quiero ser curioso –dijo Heines gentilmente–. ¿Es un sinsentido?

–¡Uf! –dijo Buck Mulligen–. Nos reímos de Wilde y sus sinsentidos. Es muy simple. Él probó por silogismos que el nieto del príncipe es el progenitor del progenitor Shekspierre[30] y que él mismo es el espectro de su propio viejo.

–¿Qué? –dijo Heines queriendo, con el índice, decir Stephen–. ¿Él mismo?

Buck Mulligen se rodeó el cuello con su lienzo de lino, y riendo sin convicción susurró en el oído de Stephen:

–¡Oh, espectro del viejo Kinch! ¡Yefet en persecución de un progenitor!

–Como todos sufro de sopor diurno –dijo Stephen respondiendo el pedido de Heines–. Y el cuento es un poco extenso.

De nuevo en movimiento Buck Mulligen removió los puños por el éter.

–Sólo el divino efecto de un chop de stout puede reponer en Dedelus el don del verbo.

–Quiero decir –explicó Heines volviéndose en dirección de Stephen sin detenerse– que este torreón y estos precipicios son un poco como Elsinore. Cuyos cimientos se extienden en temible proyección sobre el ponto, ¿no es cierto?

Buck Mulligen se volvió de repente en dirección de Stephen, pero no emitió sonido. En el quieto segundo luminoso Stephen se representó su propio cuerpo vestido de luto común y polvoriento en medio de los vestidos coloridos de los otros dos.

–Es un cuento excelente –dijo Heines y dicho esto, se detuvieron de nuevo.

Ojos, sin brillo como el ponto que el viento de pronto refrescó, con menos brillo incluso, firmes y prudentes. Señor de todos los pontos, dirigió sus ojos sobre el borde sur del golfo, desierto excepto por el plumífero humo del buque del correo, difuso en el horizonte luminoso, y un velero que viró no lejos de los Muglins.

–He leído no recuerdo dónde un conjunto de reflexiones de orden teológico sobre eso –dijo perplejo–. El concepto del Progenitor y del Hijo. El Hijo en su esfuerzo por reconocerse en el Progenitor.

Buck Mulligen mostró de repente un rostro encendido por un gesto risueño. Los miró, frunció sus morros de gozo, los ojos, de pronto libres de su dejo burlón, se movieron con loco regocijo. Giró un tiesto de muñeco, removiendo los bordes de su sombrero, y empezó unos lentos versos melodiosos con un tono entre estúpido y feliz:

 

Un tipo exótico como este  

no existe ni existió.

Un vientre judío me engendró

y un pichón, según dicen, me prohijó.

Con José el mueblero me llevo como el culo.

Por el Monte de Olivos y los doce discipulos.[31]

 

Esgrimiendo un índice los conminó.

 

Quien piense que yo no soy divino

no le serviré sin costo de mi vino

sino un insípido líquido incoloro

que licúe en un fétido inodoro.

 

Tiró velozmente del bordón de Stephen despidiéndose y, corriendo por el borde del precipicio, movió los dedos como si fuesen los plumones de un cóndor o hélices como quien estuviese en el comienzo de un vuelo, y entonó:

 

¡Buenos vientos, entonces! Escribid lo que os digo.

Oh, Tom y Dick y Jerry, he muerto y hoy revivo.

Lo que viene en el hueso no me impide que vuele

y viento de los Olivos… me voy como he venido.

 

Dio unos corcovos en frente de ellos en dirección del piletón de los forty-foot,[32] con el revoloteo de sus revolodedos ejecutó un diestro brinco y su yelmo de Mercurio se estremeció en el viento fresco que les devolvió sus breves trinos de pichón.

Heines, que estuvo riéndose con disimulo, conversó con Stephen diciéndole:

–Supongo que no debemos reírnos. Es un poco irreverente. Yo mismo no soy creyente, debo decirlo. Pero su regocijo en cierto sentido lo vuelve inocente, ¿no cree? ¿Qué nombre dijo que le puso? ¿José el Mueblero?

–El himno del Jesús Jocoso –respondió Stephen.

–Oh –dijo Heines–, ¿lo escuchó recién hoy?

–Es su himno diurno, vespertino y nocturno, tres comprimidos después de comer –respondió Stephen seco.

–¿Usted no es creyente, correcto? –preguntó Heines–. Quiero decir, creyente en el sentido estricto del término. Surgimiento repentino del universo y prodigios y todo individuo con su propio Dios.

–Creo que el término tiene sólo un sentido –dijo Stephen.

Heines se detuvo y se exploró los bolsillos de donde surgió un pequeño cofre de bronce en el que destelló un grueso vidrio verde. Lo entornó de golpe con el dedo gordo y lo ofreció.

–Muy gentil –dijo Stephen y tomó un pucho[33].

Heines se sirvió y cerró el cofre con un clic. Se lo puso de nuevo en el bolsillo y del jubón produjo un encendedor de níquel, del mismo modo lo entornó de golpe, y, luego de encender el suyo, ofreció el encendedor en dirección de Stephen protegiendo el tembloroso fuego entre el copón o cuenco de sus puños.

–Sí, por supuesto –dijo poniéndose de nuevo en movimiento–. Se cree o no se cree, ¿no es cierto? En lo que me concierne, no pude digerir ese concepto de tener un Dios propio. ¿Usted no cree en eso, supongo?

–Usted ve en mí –dijo Stephen, con disgusto– un horroroso ejemplo de libre reflexión.

Continuó yendo por el sendero, previendo el seguimiento del coloquio, sosteniendo su bordón como un remolque. El extremo inferior siguiéndolo ligero por el surco, chirrió no lejos de sus tobillos. El deudo que me sigue, diciéndome Steeeeeeeeeeephen. El culebreo de un surco extendiéndose por el sendero. Puede ser que ellos lo pisen hoy, volviendo de noche y sin luces. Él quiere que le dé el cerrojo. Es mío. Puse el dinero como buen inquilino. Hoy como su bollo con disgusto[34] . Por si fuese poco debo cederle el cerrojo. Todo. Seguro que me lo pide. Le leí los ojos.

–Después de todo… –comenzó Heines.

Stephen se volvió y notó que los fríos ojos que lo estuvieron midiendo no fueron del todo crueles.

–Después de todo, creo que es posible que usted mismo se libere. Lo considero dueño de sí mismo, por lo que veo.

–Soy el siervo de dos señores –dijo Stephen–, un inglés y un florentino.

–¿Florentino? –dijo Heines.

Un regente femenino, vejestorio celoso. Ponte de hinojos en frente de mí.

–Y un tercero –dijo Stephen–, que me pide ser su encomendero.

–¿Florentino? –repitió Heines–. ¿Qué quiere usted decir?

–El gobierno del imperio inglés –respondió Stephen, teñido por un incipiente rubor– y el Divino Templo de Jesús y sus Doce Discípulos.

Heines se desprendió de entre los dientes unos hilos del pucho y después se expresó:

–Puedo comprender muy bien eso –dijo muy sereno–. Un oriundo de este suelo debe tener esos sentimientos, si se me permite decirlo. Nosotros los ingleses sentimos que los hemos sometido de un modo muy injusto. Por lo visto todo es producto de los hechos históricos.

Los ostentosos y potentes títulos hicieron que sus broncíneos bordones repiquen en triunfo en el recuerdo de Stephen: et unem senctum qetholicum et epostolicum ecclesium[35]; el lento crecimiento, el giro en el rito y en los conceptos teológicos como los de sus propios y preciosos silogismos, un proceso químico en medio del universo. Símbolo de los discípulos en el divino servicio del pontífice Mercellus[36], confusión de voces, fuerte solo melódico; y en el fondo del coro el espíritu celeste del custodio del templo belicoso los despojó de sus picos y hostigó sus ejércitos de infieles.  Un tropel de conceptos herejes huyendo con los bonetes de obispo torcidos: Focio y su tribu de bufones entre los que Mulligen militó; y Errio[37], que vivió su eterno conflicto con lo del Hijo que es Uno con el Progenitor; y Velentín[38], que negó el cuerpo terreno de Cristo; y el sutil hereje Sebellius[39] el Libio, que sostuvo que el Progenitor fue él mismo su propio Hijo. Términos que Mulligen pronunció en los minutos previos en tono burlón riéndose del intruso. Chiste inútil. Un foso es el horizonte seguro de todos quienes tejen el viento; los persiguen, los someten y los extinguen, esos querubes belicosos del templo de Dios, los ejércitos de Miguel, que lo defienden por siempre en los tiempos de desunión con sus escudos y sus cuchillos.

Oye. Oye. Vítores sostenidos. Zut! Nom de Dieu!

–Desde luego soy inglés –explicó Heines –y pienso como uno de los nuestros. Yo como todos no quiero que mi pueblo termine en los puños de los judíos berlineses. Me temo que ese es el peligro inminente de nuestro imperio en este preciso momento.

Dos hombres de pie en el borde del precipicio, con los ojos en el horizonte; hombre de negocios, piloto.

–Veo que se mueve en dirección del muelle de Bullock.

El piloto indicó, irguiendo el mentón con gesto despectivo, el norte del golfo.

–Ese sitio tiene diez metros de hondo –dijo–. Es posible que el flujo del cénit lo deposite en ese sector. No fue este último miércoles sino el otro.

El hombre que se hundió. Un foque recorriendo el golfo desierto con el propósito de descubrir un bulto henchido que emerge en superficie, volviendo en dirección del sol un rostro globoso, níveo de incrustes de sodio. Donde me encuentro.

Descendieron en dirección del golfo siguiendo los serpenteos del sendero. Buck Mulligen de pie sobre un promontorio, en blusón, el moñito suelto revolviéndose sobre el hombro. Un joven se sujetó con sus dedos de un promontorio no lejos de él, y removió como un escuerzo sus verdes miembros inferiores en el profundo líquido viscoso.

–¿Viniste con el mellizo, Melechi?

–En Westmeeth[40]. Con los Bennon.

–¿Sigue insistiendo? Recibí un correo de Bennon. Dice que encontró un bomboncito joven y dulce. Le dice su bombón fotogénico.

–Se echó un veloz, ¿eh? Exposición breve.

Buck Mulligen se sentó y deshizo los nudos de los cordones. Un viejo de rostro rojizo surgió de repente en un recoveco del promontorio, profiriendo bufidos. Trepó por el muro rocoso, el líquido le brilló en el tiesto y en el festón de sus pelos grises, con el líquido corriendo como ríos por su pecho y el vientre y fluyendo de su fofo culote negro.

Buck Mulligen se movió permitiéndole subir y, dirigiendo sus ojos sobre Heines y Stephen, se persignó humildemente con el extremo del dedo gordo sobre su frente, morros y esternón.

–Seymour volvió –dijo el joven, poniendo de nuevo sus dedos sobre el promontorio rocoso–. Dejó sus estudios de médico, se enroló en el ejército.

–Oh, por Dios –dijo Buck Mulligen.

–El jueves que viene es el comienzo de sus sufrimientos. ¿Supiste del encuentro con Lily, su tesoro pelirrojo de Scotby?

–Sí.

–Un torbellino de mimos nocturnos en el muelle. El viejo sufre indigestiones de dinero.

–¿Hubo preñez?

–Seymour te puede responder mejor que yo.

–Seymour es un milico roñoso–dijo Buck Mulligen.

Coincidió en silencio desprendiéndose de sus gregüescos y poniéndose de pie, soltó un dicho repetido:

–Mujeres de pelo rojo embisten como chivo cojo.

Sorprendido, se tocó el torso en el hueco que le dejó el blusón suelto en el viento.

–Mi décimo segundo hueso se me esfumó –gritó–. Soy el Übermensch. El Kinch sin dientes y yo, los superhombres.

Se quitó el jubón y lo revoleó con el resto de sus vestidos.

–¿Te sumerges en este piletón, Melechi?

–Sí, pero necesito un poco de sitio en el lecho.

El joven se impulsó con vigor retrocediendo en el líquido verdoso, y en dos golpes de pie estuvo en el centro del piletón. Heines se sentó en un promontorio con un pucho entre los dientes.

–¿No vienes? –preguntó Buck Mulligen.

–Luego –dijo Heines–. No después de comer.

Stephen se volvió.

–Devuélveme el cerrojo, Kinch –dijo Buck Mulligen–, no quiero que se deforme mi chemise que estiré con el hierro del horno.

Stephen le tendió el cerrojo. Buck Mulligen lo puso sobre el pilón de sus vestidos.

–Y dos peniques –dijo–, el precio de un chop. Pon todo sobre mis indumentos.

Stephen tiró dos peniques sobre el tembleque pilón. Vestirse, desvestirse.

Erecto, con los dedos sobre el pecho, Buck Mulligen dijo solemne:

–Robo el dinero del pobre en beneficio del Señor. Como dijo Zeretustre[41].

Su cuerpo rechoncho se sumergió.

–Nos vemos luego–dijo Heines, volviéndose en dirección de Stephen subiendo por el sendero, y sonriendo por el ímpetu de Erín en los isleños.

Cuernos de toro, hierros de corcel, sonrientes morros de inglés[42].

–The Ship –gritó Buck Mulligen–. Doce y veintinueve.

–Muy bien –dijo Stephen.

Subió por el sendero oblicuo y sinuoso.

 

Lilium lucet

Turme circumdet.

Iubilentium te virginum.[43]

 

El velo gris del presbítero en un recinto donde se viste con discreción. No seguiré viviendo en este tugurio.  Ni puedo volver con los míos.

Un tono dulce y sostenido lo requirió desde el ponto. Luego del recodo respondió moviendo los dedos. El tono lo requirió de nuevo. Un tiesto liso y bruno, lobodón[44], en el ponto, redondo.

Intruso.

[1] Permiso que me concedo de leve distorsión del léxico posetrusco (es decir el léxico que evolucionó del estrusco).

[2] Según Gifford ( el libro que resuelve los misterios del Ulises y que todos los eruditos leen) en 1.19, esto es lo que dice un jefe de sección en el ejército después del desfile e inspección luego del despunte del sol.

[3] El mismo Gifford, en 1.21, nos dice que este Cristine, femenino de Cristo, es un indicio de que Buck Mulligen tiene en mente un servicio religioso negro, herético, del demonio, etc.

[4] Sustitución de género.

[5] El escudo=veintiún chelines= 1 £

[6] Usted puede decirse ¿qué es un pelo robledo? Pero no son los pelos robledos que se mecen sino que los pelos se mueven como un robledo -un grupo de robles– en el viento. No se ofusque, iré poniendo pies de texto que detesto con el fin de que este libro, que en su origen fue uno, termine convirtiéndose en dos libros o en dos tomos, puesto que ciertos vendedores de libros creen que un enorme número de pies de texto es sinónimo de erudición.

[7] Griego puro: ¡El ponto, el ponto!

[8] Gregüescos, Un ejemplo: los Levi’s, los Lee, ese tipo de indumentos unisex.

[9] Nombre burlón de un refugio de viejos dementes en Dublín.

[10] Recordemos, sobre todo porque lo dice Gifford en 1.140, lo del terrible crimen sufrido por Sor Ursule y sus once mil vírgenes en su tour europeo resistiendo el himeneo como institución. Esto sucedió en el siglo III o en el siglo V; los pormenores son un poco imprecisos.

[11] ¿Por qué Celiben? Porque no tengo opción, disculpe. De todos modos, despeje los dos signos E de Celibén teniendo presente que E no es E ni I, ni O, ni U.

[12] Esto es obvio: oriundo de Erín (o del Eire).

[13] Crenly es un compinche en el novelón previo de JJ, su condiscípulo en Clongowes Woods College.

[14] El mismo Gifford dice que estos “Edes” son desconocidos. Puede ser que un congreso en Zúrich o en Londres lo revele el siglo que viene. Los eruditos viven de congreso en congreso, como los congrios.

[15] Despeje los signos E correspondientes.

[16] Término griego que quiere decir ombligo.

[17] Si usted leyó Moby Dick, conoce lo que es un Minke. Moby Dick fue un mítico Minke perseguidor feroz y él mismo perseguido por un demente por todos los pontos del mundo.

[18] Funebreros de Dublín.

[19] Este cordófono es el típico instrumento de Erín. Y el símbolo de Guinness.

[20] El pericón no es lo que usted supone. Busque. Su movimiento repetitivo produce viento fresco sobre el rostro.

[21] Veinte reyezuelos= un rey guineo= un escudo= pound sterling.

[22] Don’t touch. Not in honour but to shock them, bloody Druids.

[23] Recordemos que Buck Mulligen es un infiel que se permite todo tipo de chistes y distorsiones con lo religioso.

[24] Unos versos risueños, donde Merion, un nombre y un cuerpo femenino cuyo progenitor es Mick McGilligen, exhibe en un momento sus dotes de meón. Meón, Merion, ¿se ve el chiste?

[25] Here’s this spot viene de un embrollo que escribió Will Shekspierre donde un rey escocés es muerto en el lecho por un cuchillo; es fruto del remordimiento culposo después del regicidio, del bosque que se mueve en pos de un fuerte. Ese que un director de cine nipón tituló Trono de coso.

[26] Como Jesús fue desvestido por sus verdugos.

[27] Yéndose lloró sin consuelo, muy obvio; lo que Pedro hizo luego de que escuchó el tercer cocoricó de los tres que predijo Jesús.

[28] Permiso pedido y concedido.

[29] Discúlpese el exprofeso desliz; pude poner (SIC) pero quiero ser honesto, si se puede. .

[30] Recurso fonético, usted me entiende.

[31] Sin tilde de modo que no rime como el culo.

[32] Hito, sitio, piletón vecino del torreón. En google puede verlo. Yo lo vi.

[33] Lo que se dice pitillo entre los ibéricos se dice pucho entre los porteños.

[34] Los bollos, los miñones, los felipes y los bizcochos son distintos de los que comemos en el pueblo. Tienen un exceso de cloruro de sodio, no sé si me explico.

[35] Licencium Poeticum.

[36] Sustitución inocente y comprensible.

[37] Otro sustituto insustituible.

[38] Ídem precedente.

[39] Otro hereje con el nombre sustituido.

[40] Geogr. Incorrecto.

[41] O Zoroestre, Zorotustre, Zurutustru, etc.

[42] Signos U, como cuernos de toro, hierros de equino, y sonrientes morros de inglés. Todo peligroso.

[43] Modificum imprescindibilis

[44] Un fócido cuyo nombre coincide con el nombre ficticio (Lobodón Pesuños) de un escritor criollo de nombre Liborio, muy poco conocido, hijo del injusto presidente Justo que lideró un golpe el seis de septiembre de 1930, escritor que escribió un libro excelente sobre el extremo sur de nuestro territorio, los buques perseguidores de Mikels y lobodones y ese tipo de tópicos en otros tiempos violentos.

Escribe Marcelo Zabaloy

Traductor aficionado y libros traducidos publicados por El cuenco de plata: Ulises y Finnegans Wake de James Joyce y El atentado de Sarajevo de Georges Perec

Para continuar...

El Saxofonista y Lucifer

Sebastián Trujillo (¿Quizás más narrativo que nunca?) comparte esta historia sobre recelos, talentos e imposibilidades de la noche. Ilustra José Bejarano.

5 Comentarios

  1. Qué privilegio reencontrarnos con este Ulyses Odiseo que seguiré palabra por palabra hasta el mismísimo monólogo de Molly Bloom!

    • Gracias Anahí. Las sugerencias serán muy bienvenidas. Es la ocasión para hacer un texto dinámico en permanente evolución. Había por allí una idea de que el verdadero Ulises iba a ser una edición panhispánica con un director de orquesta y músicos de los cinco continentes. Mientras la orquesta afina yo voy haciendo algo pantretenerme.

  2. No desculé sorprendentemente pronto el modus operandi, pero ni bien lo entendí, disfruté y me divertí con los juegos y modificos. Y perdón, pero el «still, here’s this spot» ¿no viene de otro embrollo, ese de un rey escocés muerto en el lecho por un cuchillo, del remordimiento culposo después del regicidio, del bosque que se mueve en pos de un fuerte? Ese que un director de cine nipón tituló Trono de coso.

    • ¡Qué sorprendente comment, che! Nico, sos un genio. Por supuesto que es como vos decís. Este pie detesto es un error impúdico que corregiremos ipso pucho. Esto que yo escribí es un error, lo repito:
      [25] El spot de still, here’s this spot en el embrollo ese del espectro de un rey y su hijo el príncipe noruego, cuyo tío se enrolló con Ofelie, etc etc etc, que escribió Will Shekspierre.

      Nico sugiere lo siguiente:
      Lo de still here’s this spot viene del ese de un rey escocés muerto en el lecho por un cuchillo, del remordimiento culposo después del regicidio, del bosque que se mueve en pos de un fuerte. Ese que un director de cine nipón tituló Trono de coso.
      Queden pues expuestos, pedido de perdón y corrección del horroroso y terrible error de torducción. Y, querido lector insomne, enmiende sin miedo que el texto siempre se enriquece.
      Con un ligero golpe de codo, me despido y reitero mi sincero y completo reconocimiento. Etc., etc.

  3. ¡Qué placer esta lectura en clave! Marcelo siempre sorprende con sus trucos y retrucos. Al mismo tiempo muestra la chapa de experto en el Ulises, bien ganada por cierto. Felicito.

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