Ilustración Mariano Lucano

Parador Visión Futuro

Un cuento de Orlando Espósito sobre las diferentes sequías de la vida emocional de las personas. Dibujo de Mariano Lucano.

El auto derrapó al pasar sobre uno de los manchones de arena que invadían el asfalto. En una de tantas coleadas, rateó, dio un par de corcovos y murió. Quedé a la deriva en aquel mar negro. Me aparté sobre la banquina con el envión que llevaba, mientras la aguja del velocímetro caía implacable hacia el cero. Probé a dar arranque. Nada. El ventarrón castigó sacudiéndome como si estuviera dentro de una caja de cartón.

Encendí las balizas. Bajé.  El viento de la Patagonia pulsaba sin cesar la misma cuerda. Nota lúgubre de la llanura, canción del desamparo. Masticaba tierra, la misma tierra que había nutrido las plantaciones de trigo antes de que la sequía se lo llevara todo, venida en este polvo mísero que crujía entre mis dientes. Traté de juntar saliva y escupir para limpiar la boca. Entonces fue cuando vi la luz.

Insignificante. Amarilla. Casi invisible en la polvareda.  Sentí prisa; urgencia por estar protegido. Cerré la puerta de un golpe y marché hacia la lámpara, atraído como un cascarudo.

Imposible calcular la distancia en semejante oscuridad. Anduve un buen trecho. El polvillo  se metía bajo la ropa, crujía entre los dientes, entraba por las orejas y la nariz, mientras caminaba luchando contra la furia del temporal cautivado por aquella luz lejana que engendraba en mí una esperanza.

PARADOR, decía un letrero.  Letra chica, borroneada por un millón de días al costado de la ruta.  Más abajo, en caracteres pequeños: VISIÓN FUTURO. La lamparita colgaba debajo del alero bien lejos del cartel.  Ninguna de las dos cosas invitaba a entrar.

Entré. No había alternativa. Entré con toda la rabia, con toda la mala leche con que uno puede entrar en un boliche perdido en un arenal, posta para viajeros ahuyentados por la seca y la desgracia, maldiciendo mi propia miseria que me hacía buscar refugio en un lugar como ese.

Sabía con qué me iba a encontrar antes de empujar la puerta: café instantáneo, baños sucios sin mingitorios, con una pared de cemento alisado, una canaleta por donde corren el agua y las meadas de años, una campana de vidrio con un par de huevos duros; en el estaño, una canilla con un cuello alto de cisne, junto a unos pingüinos de losa blanca de cuarto, medio y un litro. Pan viejo, jamón rancio, maníes húmedos, vino del peor y, como mucho, una costeleta que iba a terminar cocida sobre una sartén en su propia grasa y luego servida en un plato sobre un jugo blancuzco.

El salón estaba vacío. Los objetos parecían flotar en el amplio local. Los mostradores, mostrando nada, estaban dispuestos a lo largo, en el fondo. Vitrinas  sin mercadería. La iluminación provenía de unos tubos fluorescentes. Varios se debatían en un parpadeo que era como un preanuncio de la agonía del lugar.  Dos artefactos para electrocutar moscas, colocados a los costados de la máquina de cortar fiambre irradiaban una luz azul como de neón, brillante. La primera impresión que tuve fue que el aire estaba cargado de humo, pero pronto comprendí que era polvo en suspensión.

Tomé asiento ante la mesa ubicada más cerca de lo que –supuse- era la entrada de la cocina, tapada por una cortina de tiras de plástico de colores. Escuché el runrún de los motores de las heladeras y otro, rítmico, como el roce de dos piezas que giraran concéntricas.

Ésos ruidos componían el rumor de fondo del lugar. Cada tanto se agregaba el crepitar de un insecto contra la parrilla eléctrica. Creía estar solo. No era así. También estaba la mujer.

No la había visto al entrar y si la vi, no la registré.  Advertí su presencia cuando ya estaba sentado. Me dio apuro levantarme para ocupar una más alejada, cercana a la puerta. Aunque lo habría hecho de buen grado, no me moví. Había ido allí en busca de un poco de cobijo, no para hablar o escuchar a nadie. Debí haberme cambiado y punto,  no mirar, no curiosear, no ser fisgón.

Allí estaba. La mujer, con un ojo magullado, hipando y sollozando mientras pelaba papas. Pero la vi tarde, recién después de haber hecho el pedido al mozo.

Tuve que aguardar unos minutos hasta que se dignó atenderme. Vino desde la cocina, mostrando un gesto de disgusto que, con certeza, era la única expresión que podía esperarse en aquella cara. Vestía un saco de brin con botones plateados.

Se detuvo un paso antes de lo debido, reticente a toda proximidad, estiró el brazo y pasó la rejilla con desgano. La grasa trazó unos arcoíris entre la capa de polvo que cubría la fórmica. Luego preguntó:

—¿Señor?

—Una cerveza.

Volvió con una de litro. Destapó la botella y se retiró. Fue en ese momento cuando vi a la mujer. Justo en el momento en que me inclinaba para escanciar, apoyando el pico en la pared del vaso para que no hiciera espuma.

—Guacho —escuché que decía cuando el hombre pasaba a su lado.

—Callate,  puta.

Allí estaba, desgreñada, cubierta apenas con un batón de una tela tan liviana que daba frío sólo de verla. Al costado, sobre el piso, había una media bolsa de papas. Sacaba una, la pelaba haciéndola girar un par de veces entre los dedos y la arrojaba en un fuentón de plástico verde. Las cáscaras se iban acumulando en un papel de diario. No quería mirarla, temía que me hablara, temía verme involucrado en algo desagradable; hay lugares, momentos y circunstancias que, uno presiente, deben evitarse.

No quería mirarla. Pero algo hacía que volviera la vista hacia ella a cada instante. No era bonita; imposible en ese ambiente. Tendría unos cuarenta y cinco o cincuenta años, cálculo difícil. Tal vez fuera la semi desnudez lo que hacía que no pudiera sacarle los ojos de encima.

No, no estaba semidesnuda: estaba desprotegida. Expuesta. El vestido había sido rasgado a la altura del escote. El colgajo de tela remarcaba  la carne blanca de los pechos. La espié mientras trabajaba, echada hacia atrás, las piernas abiertas, la falda levantada hasta los muslos.  No era para nada una pose incitante. Era procaz. Grotesca. El rostro estaba deformado por un ojo amoratado cuya hinchazón violácea, se extendía hasta una mancha oscura en la mejilla.

Interrumpió la tarea. Abrió las manos. Me miró. Eso, precisamente, era lo que temía que ocurriera, que percibiera mi curiosidad y la devolviera. En la izquierda sostenía una papa a medio pelar y en la derecha la cuchilla. Ignoro si esa pose trataba de transmitir un mensaje, si llevaba alguna intención.  Quizá pretendiera dar testimonio de su vida. Permanecí inmóvil. Yo también tenía lo mío; cada uno con lo suyo.

Oí el crepitar producido por un insecto al caer en la trampa. Roto el embrujo por el chasquido, mis ojos escaparon hacia el vaso. Decidí salir  al descampado; bajo el viento y la arena iba a estar mejor que allí.

—¡Mozo! —llamé.

Volvió a entrar  desde la cocina y vino a plantarse a mi lado. Al pasar, murmuró:

—Trabajá, puta, no molestes a los clientes—. La mujer volvió a su trabajo.

Pregunté cuánto debía.  Lo único que quería era irme, alejarme de ese lugar hundido en el arenal, alejarme y no caer envuelto en esa rencilla que tenía entrampados a los dos, víctimas y victimarios, sometidos a una vida sin sueños.

—Doce—. Le di un billete de veinte. Fue a hurgar detrás del mostrador en busca del vuelto. Repitieron el intercambio de  insultos. Creí ver que el hombre amagaba dar un golpe con el dorso de la mano, mientras ella hundía la cabeza entre los hombros y levantaba la punta del cuchillo.

Pensé en lo que había sido aquella zona. Para esta época, la ruta era un ir y venir constante de camiones y equipos. En los campos se veían los faros de los tractores, casas y galpones iluminados a pleno. Fiesta.Salí sin saludar. Caminé hacia el vehículo. En mis oídos resonaba una y otra vez el crepitar de los insectos electrocutados. Apurado alargué el tranco. El vendaval empujaba. Probé a ponerlo en marcha. Arrancó. Todavía tendría que recorrer unos cuántos kilómetros para llegar al pueblo más cercano. Pasé por delante del PARADOR VISIÓN FUTURO a paso de hombre. La lucecita bajo el alero seguía encendida, pero ya no me engañaba sabía que no era un intento de atraer viajeros.

Eso hasta que se abatió la sequía. Cinco años de seca brutal. Algunos trataron de huir. No todos pudieron; las propiedades habían perdido su valor. Tarde descubrieron que no tenían dónde ir a dar con sus huesos. Hubo quienes permanecieron confiados en que dejaría de soplar alguna vez. Creyeron que volverían las lluvias y el tiempo del trigo y la avena. Otros –como yo- seguimos dando vueltas aunque sin ninguna ilusión, sin rumbo, sin descanso ni amparo. La esperanza se fue hundiendo en el polvo, como los alambrados, las aguadas, las herramientas.

Cruzo el desierto.  Los médanos llegan hasta la banquina. Supero una cuesta. El auto flota en el vacío persiguiendo los haces de luz reflejados en las lenguas de arena que invaden el camino. Otra vez ratea el motor, el auto se sacude un par de veces hasta que se clava. Miro por el retrovisor. Es una noche negra. El viento cargado de arena despelleja la carrocería con mil uñas. Lejana, pálida, veo titilar una luz amarilla perdida en la inmensidad.

Escribe Orlando Espósito

Orlando Espósito nació en Banfield, provincia de Buenos Aires, en 1946. Es padre de cuatro hijos. Fue fotógrafo, librero, distribuidor de maquinaria para la industria gráfica y gerente comercial en empresas de desarrollo de software desde que esta industria dio los primeros pasos. Durante años se ocupó de la explotación de una granja ganadera situada cerca de Fuerte San Javier, en la Patagonia Norte. Viajero, apasionado por las letras desde su adolescencia, hoy vive en Buenos Aires y se dedica de lleno a escribir.

Para continuar...

El fantasma verde 5

Todos contentos: Lena la llamaba «le pâtisserie», el Flaco «la confi» y los ministros de la iglesia mormona «the bakery», la cuestión era que el barrio entero desfilaba para comprar los productos que salían del horno de Doña Tota

16 Comentarios

  1. Casi se puede sentir el polvillo y la aridez patagónica, casi se puede ver aquella luz pálida en la lejanía… Excelente relato, Orlando.
    Un abrazo

    LS

  2. Claudio Alejandro

    Me gusta como describís el entorno del viajero.
    Me Parece que pudiera ver el lugar .
    Te felicito!

  3. Seco y triste, oscuro como la soledad de esos parajes. Gracias

  4. Orlando es el tipo de escritorr que hacen del relato, lo vivido de la situacion! Creo haberlo dicho en otras oportunidades, pero para mi es algo que lo destaca y una gran cualidad! Felicitaciones otra vez!

  5. Cristina Fabricant

    Me gusto mucho el relato…tuve la sensacion de estar sentada en ese parador y sentir el frio patetico del lugar y de los protagonistas!!
    Ni hablar de la aridez al salir…camino a buscar el auto!!
    Muy bueno Orlando!!

  6. Una vez más , Orlando Espósito nos introduce en otro de sus vívidos relatos…
    En un momento, tuve ganas de lavarme la cara…para sacar ese polvo y arena, en medio del incesante vendaval!!!
    Imagine la frustración con un auto que dijo “caput”, los sacudones del viento( como en una caja de cartón) , la ilusión de que la luz amarilla, podía resultar su protección…su pequeño oasis en el desierto, aunque sin demasiadas expectativas….
    Y así fue…resultó un parador de malamuerte, con comida rancia, una moza desgreñada, y como único fondo musical, las moscas que caían electrocutadas, del artefacto con luces… Solo le quedó huir , y sumergirse a su destino, en la inmensidad de la noche…

  7. 25 de octubre, 2020 at 9:15 am
    Me gustó mucho el relato , transmite intensamente la vivencia y se refleja con claridad el clima del lugar , tanto físico como emocional . Felicitaciones Orlando !!!

  8. La descripción es perfecta. Tanto de los sentimientos como la ambientación de los lugares. Sentí la arena en la boca. Y el detalle de la cortina de tiras plásticas me recordó algún viaje. Felicitaciones

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