El fantasma verde 5

Todos contentos: Lena la llamaba «le pâtisserie», el Flaco «la confi» y los ministros de la iglesia mormona «the bakery», la cuestión era que el barrio entero desfilaba para comprar los productos que salían del horno de Doña Tota – Los capítulos anteriores en este link. Escribe Orlando Espósito, ilustra José Bejarano.

Capítulo 9

Lena, despertate. Tocan timbre. Preguntá quién es. Son Pedro y Fer, dicen que vienen a preparar el asado. ¿Asado? Sí, dicen que vienen para hacer el asado. Se sentó en la cama, miró la hora y bostezó. Y bueno… andá y abrí. 

Traían el carbón y unas maderitas, la carne y algo de verde para la ensalada. Dijo Fer: Del pan y las bebidas quedó a cargo Pablo, ya viene. Subieron directo a la terraza encomendándome que preparara el mate.  

Lena salió del baño justo a tiempo. Corrí a echarme un cloro. Me puso contento que vinieran nuestros amigos. Volví a la cocina pero no la vi. Subí con el termo y lo demás. Lena tampoco estaba en la azotea. Tenía un ragú de aquellos. ¡Ojalá que Pablo llegara pronto con el pan! El carbón ya empezaba a chisporrotear.

Sonó el timbre. ¡Qué boludo, dije, cerré la puerta de calle! Bueno, que abra Lena. Pero al ratito volvió a repiquetear la campanilla. Pablo, dijo Fer. O Lucas, agregó Pedro. ¡Voy! grité, y me largué por la escalera. Eran todos: Pablo, Lucas y Rosana… y el pan nuestro de cada día.  Panza llena, corazón contento.

Íbamos por el segundo termo cuando subió Lena. Detrás venían Don Enzo, Tota… y el rubiales parlanchín. Miré con recelo la fuente de bocaditos de acelga pero Doña Tota me hizo una seña de ciego que indicaba que carecían de condimento. Me dejé estar.

Pedro tenía una forma de hacer el asado cuando estaba apurado que me ponía bastante nervioso. A los chorizos le metía con todo y la tira la cortaba hueso por hueso y hacía bailar los trozos de aquí para allá. Fer, la novia, oficiaba de bombero con un chorro de soda cuando brotaban llamas. Claro, si venís a la una y media a prender el fuego, después te encontrás con que lo tenés que apurar. Pero no era el sistema de cocción lo que me estaba poniendo los nervios de punta. Era otra cosa que no podía identificar. 

  Hicimos carioca con un finito que armó Pablo. Una calada para cada uno y a pasarlo al vecino. Cuando llegó el turno del gringo se lo dieron sin miramientos. Levantó la mano para decir que no pero la Tota le dijo algo al oído, demasiado al oído pensé, y el viejo le mandó una calada. Aguante el humo, Enzo, dijo la Tota. 

No sé si me pegó mal o qué.  De pronto me pregunté qué estaba haciendo esa gente en mi terraza. Vi que Lena bajaba a buscar algo y me apuré a seguirla. ¿Me querés decir qué está haciendo esa gente en mi terraza? Se dio vuelta como si la hubiera picado un alacrán. ¿Tu terraza? ¿Qué te pasa, yo no vivo también acá? Sí… sí, qué pregunta. Pero don Enzo… ¿de qué juega? Doña Tota me pidió que lo invitara ¿te molesta el pobre viejo? ¿No te diste cuenta de que ella le está tirando los perros?

Subí medio descalabrado. Creo que todavía tenía la boca abierta. Encima, me picaba el bagre más de lo tolerable. Che, le dije a Pedro, ¿no están lo zochori? Están, están, contestó y cortó una milonguita y le puso uno bien quemadito, como me gustan a mí. 

Pablo estaba diciendo algo de armar un movimiento para encajarle un impuesto a la comida para perros. Con lo que gastan en un rope se podría alimentar y vestir a un pibe, decía. Me caga de odio que les compren pilotos y abrigos mientras los pendejos andan en pelotas, apoyó Fer. Da asco lo que hacen, siguió Pablo. Propiamente es para salir a matar perros. No me toquen al Colita, ¿eh?, advirtió Doña Tota.

Lena estaba sentada al lado del rubiales y le traducía la charla que se le escapaba por lo rápida. El yanqui asentía y le daba al choripán. Seguía con hambre, tenía sed, quería otra calada. Estaba en un pozo de chimichurri y me iba poniendo cabrero. Sí, me había pegado mal.

Pero alguien prendió un churro y aunque no mejoró mi ánimo me fui calmando. Después salió la carne –estaba buena, la verdad- y me aparté con una birra cerca de los macetones. Se acercó Rosana a hacerme compañía. Comimos en silencio. Causaba gracia ver las atenciones de Doña Tota con el gringo. Al principio se lo veía un poco envarado, pero cada vez mássuelto, reía y conversaba con los muchachos con su vozarrón a todo gas.

Dijo Rosana: Lucas le está pidiendo al tano que le deje pintar el frente de la casa. ¿Y qué quiere pintar? No sé. El viejo dijo que sí pero siempre que pintara el Golfo di Sorrento. ¡Ja, ja, ja! No me imagino a Lucas haciendo una marina. ¿Te reís? Dijo que le va a dar una foto y que puede empezar cuando quiera.

Se alargó la sobremesa, como siempre. La sombra del farallón del edificio vecino fue cayendo sobre nosotros. Bajamos a la cocina. Doña Tota amasó unas tortas fritas y salieron a tallar los amargos. Si no hubiera estado de bajón, como estaba, tal vez se habría armado la bronca con Lena. ¿Para qué carajos le estaba enseñando al yanqui a tomar mate? 

Capítulo 10

Un fantasma recorría Villa Urquiza. El fantasma verde. Llevaba días sentado en la piecita frente a la máquina. Lo único que había escrito era: Novela sin título. Capítulo 1. 

Aumentaban los clientes. La cosa marchaba. Convencí a las mujeres para que bajaran a cuatro cogollos por cada pan de manteca.

Una vez vi una peli de un tren que iba a toda máquina sin conductor. Sentía eso. Que ganábamos velocidad y eran las vías las que marcaban el rumbo. Quién era el cambista y hacia dónde nos podía desviar nadie lo sabía. 

Lucas había hecho un logo: una flor de fondo sobre “Todo Hecho Casero” en letras amarillas. Lena consiguió que una imprenta del barrio hiciera unas bolsas en papel madera. Muy bonito, sí, pero cada vez nos exponíamos más. 

Se corrió la voz de que los bizcochos tenían efectos sobre ciertos dolores y no faltaron los que les atribuyeron propiedades insólitas. Muchos abandonaron el clonazepam para conciliar el sueño, dejaron de sufrir contracturas en las cervicales y las píldoras de diazepam se fueron por el inodoro, mermaron las ventas de citalopram, disminuyeron los efectos del reumatismo sobre los huesos de los viejos y los chicos dejaron de pelear.

La fachada de nuestro PH, que era el frente de Don Enzo, atacada por Lucas y su banda de pintores callejeros, comenzó a lucir el azul del Golfo de Sorrento y el rojo de los techos de las casitas colgadas  de los acantilados. Tanas de enormes pechos cargaban al hombro cestas con limones y sobre un costado, se veía parte de un pergamino que rezaba: “Torna a Surriento, Famme campà!”. 

Terminada la obra Don Enzo pidió prestada la parrilla y organizó una choriceada en la vereda. Él y Tota andaban como dos adolescentes. Reían, se hacían guiños, se pellizcaban. Vino una multitud a festejar el acontecimiento. Por la ventana se escuchaban a todo volumen las voces de Mario Lanza, Tito Schipa y Beniamino Gigli.

No supe desde cuándo estaba ahí. Apareció de repente y me apretó un brazo mientras palmeaba con violencia mi espalda. ¡Flaco, qué alegría! ¿Cómo andás, curepí?  La jeta del Chila era un libro abierto. 

Di un tirón para soltarme. No jodas, Chila. Dejame tranquilo. Susurró algo en guaraní. La traducción era simple: ¡Venganza! Me aparté un par de pasos para mezclarme con la gente.

Todos miraban el paisaje de Sorrento. Tuve que reconocer que había quedadoalegre y pintoresco. La Piru ofreció su pared. ¡Chicos, chicos, ahora quiero que sigan con mi casa! ¡Esto es una belleza! ¿Y qué querés que pintemos? Lo que quieran, yo pongo la pintura.

Dos semanasmástarde, medio al estilo de Alfaro Siqueiros, sobre el frente de la casa de la Piru floreció una plantación de marihuana bajo un sol que era un semicírculo de fuego. Un par de rostros morenos se abrían paso entre el follaje mostrando una sonrisa sin tapujos.

La Piru no quiso ser menos que don Enzo y agradeció con varias docenas de empanadas picantitas y música de Soledad y Horacio Guaraní. Un desfile constante de vecinos llegaba hasta la puerta de Doña Tota para comprar las delicias de Todo Hecho Casero.

El bullicio, los vecinos que iban y venían y las horas que pasaba sentado con la mente en blanco ante el escritorio de la piecita hicieron que perdiera la cuenta de los días. Rehuí todo contacto empeñado en escribir el primer párrafo de mi novela.

Una tarde entró Lena y apoyó sus manos sobre mis hombros. Te la pasás solo aquí, dijo, ¿por qué no vas a jugar el partido? ¿Qué partido? Los muchachos armaron un partido de fútbol. Tenés razón, me va a hacer bien. ¿Dónde se juega? 

En la iglesia de los mormones, contestó.

Escribe Orlando Espósito

Orlando Espósito nació en Banfield, provincia de Buenos Aires, en 1946. Es padre de cuatro hijos. Fue fotógrafo, librero, distribuidor de maquinaria para la industria gráfica y gerente comercial en empresas de desarrollo de software desde que esta industria dio los primeros pasos. Durante años se ocupó de la explotación de una granja ganadera situada cerca de Fuerte San Javier, en la Patagonia Norte. Viajero, apasionado por las letras desde su adolescencia, hoy vive en Buenos Aires y se dedica de lleno a escribir.

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