Dibujo: Mariano Lucano

Lluvia de muerte

Un cuento apocalíptico como para ir imaginando supervivencias. Escribe Orlando Espósito e ilustra Mariano Lucano.

—¡Vecino! —gritan—. ¡Vecino, aquí, arriba!

Miro y veo a uno asomado en el segundo piso que forcejea tratando de hacer pasar por la baranda del balcón un bulto grande envuelto en una tela blanca.

—¡Cuidado que lo tiro!

Me aparto.

—¡Ahí va! —. Y da un último empujón para hacer caer algo que, a medida que cae, me doy cuenta, porque veo asomar un par de pies con chinelas, de que es un cuerpo cubierto por una sábana. Se estrella contra la vereda con un ruido sordo y duro a la vez, a pocos centímetros de donde estoy.

—¡Aléjese que tiene el bicho! Ahora voy.

Corro hacia la esquina. No me puedo mover de aquí porque tengo que esperar al camión para hacer el relevo con el otro chofer. El que tiró el fiambre salió del edificio con una botella de plástico, lo roció con un líquido ámbar oscuro, raspó un fósforo y le prendió fuego. El gasoil encendió lanzando llamas amarillas, se elevó una columna de humo denso que cargó el aire con el tufo pesado del combustible al arder y después, con un olor de trapo y carne quemada que hería el olfato.

El hombre vio que lo miraba, abrió los brazos en un gesto desafiante y me espetó:

—¿Qué mirás? ¡Es mi madre, boludo! Hace tres días que murió y no la venían a buscar. ¿Qué podía hacer? Seguro que me contagié y la voy a seguir en pocos días.

Llegó el camión amarillo. Bajó Achával, el que tenía que reemplazar, saludó desde lejos y cruzó a la otra vereda de Santa Fe. Subí y acomodé el asiento. El motor del Scania regulaba induciendo a sentir una falsa tranquilidad; en el tablero parpadeaban las luces rojas de nivel de aceite y temperatura. Miré por el espejo retrovisor la fogata; ahora se había consumido la tela y se veía un cuerpo carbonizado cubierto de ampollas negras. El hombre miraba el fuego y lloraba.

Arranqué. Tenía que hacer un largo recorrido hasta llegar al campo. Siempre que pudiera, claro, siempre que el motor no reventara por falta de mantenimiento, siempre que no me pararan antes. La peste había cambiado el mundo, había dado vuelta todo lo conocido. Enciendo la radio, busco la única emisora que todavía se mantiene en el aire. Dice que los contagios superaron los cuatro millones de personas y que el último día  se alcanzó la cifra de cuatrocientos mil fallecidos. Acelero, no quiero que me paren. En la esquina de Pueyrredón hay un retén armado por tipos vestidos de policía. Acelero y amago a tirarles el camión encima. Saltan hacia la vereda dejándome libre la calle.

No hay muchos vehículos. Todo se fue al carajo. Vidrieras rotas, cortinas metálicas arrancadas, saqueos, incendios. El motor ruge con mil ruidos de metales sueltos como si alguien estuviera sacudiendo una lata llena de bulones. No creo que aguante los cuatro viajes que me tocan hoy. Todo mal, sí.

La vacuna iba a estar para marzo, después para junio y ahora nadie sabe qué pasa. Están los que dicen que los de otro laboratorio hicieron lobby con algunos diputados que empezaron a pedir investigaciones sobre la primera que estaba por salir y frenaron la fabricación. Ahora estamos a la buena de dios, como quién dice: en pelotas.

Paso pitando el cruce con Callao. Acelero. Cruzo Uruguay. Hay una manifestación a la iglesia San Nicolás de Bari. Una multitud aporrea y reclama que abran las puertas para entrar a rezarle al dios de ellos.

Piso el pedal a fondo. Acelero. Por la radio avisan que aparecieron los primeros casos de una peste nueva de los chanchos. Hablan de una cepa G4 que saltó a los humanos y está haciendo más estragos que el Covid 19. Otra vez todos los vuelos y las fronteras cerradas. Hay que sacrificar a los cerdos en el mundo entero o encontrar una forma de confinar algunos planteles que no puedan desarrollar esta peste.

Veo un grupo que armó una barricada con maderas y tambores. Faltan dos cuadras para llegar a la 9 de julio. Acelero, doy un volantazo, cruzo a la mano de enfrente y subo a la vereda en la ochava. Logré esquivarlos. Escucho un par de golpes fuertes atrás, en la caja. Tal vez fueron disparos. La luz de aceite ahora brilla fija, rojo violento. Tendría que parar y agregar unos litros ¿pero dónde?

La gente está violenta, deprimida, agresiva. Muchos se suicidan arrojándose de los balcones. Lluvia de muerte. Hay cuerpos en las calles. La ciudad está invadida por cuervos, gaviotas y caranchos que picotean los cadáveres. Ratas grandes como gatos se pasean a la luz del día aprovechando la carroña.

Llego a la avenida, doblo por el carril central. Tengo que tener cuidado cerca del Obelisco. Siempre hay manifestaciones y camiones atravesados para impedir el paso. Apuro la marcha. El motor ruge. Por las ranuras del capot sale vapor. No voy a llegar. Los anti vacunas armaron un palco, prueban el sistema de sonido; cada uno con su mambo, señor. Al cruzar Corrientes no puedo evitar embestir la trompa de un autito.  Le di tal golpazo a ochenta por hora que dio una vuelta de campana y quedó con las cuatro ruedas mirando al cielo. Acelero.

Tengo que tener mucho cuidado hasta la autopista para enganchar con la Buenos Aires – La Plata. Acá hay menos tránsito, ya voy mejor. Completo el rulo en Constitución y salgo para el bajo. Ahora voy a cien. Es difícil que alguien se le atreva a este bólido amarillo que va esta velocidad echando humo negro por el escape y blanco por la tapa del motor. Igual, son muy pocos los que andan. El quilombo está en las ciudades. En los lugares donde es posible encontrar algo de comida y bebida, aunque ya no llega nada.

La radio dice que en un par de semanas los enfermos van a superar los quince millones. No hay trenes, ni micros, dan luz tres horas por día, de siete a diez de la noche. Aconsejan hervir el agua pero hace mucho que no hay gas. Paso por las cabinas de peaje. Están vacías, las barreras levantadas. Hay cuerpos en descomposición que jalonan la ruta. Algunos están carbonizados, otros están siendo comidos por aves de rapiña o perros.

Veo el puerto a mi izquierda, los negros brazos de las grúas permanecen inmóviles. No hay nada para cargar ni descargar.  A la derecha está la villa, los ranchos apiñados por la miseria. Hace varios días que fueron arrasados por un incendio. Todavía hay humo que agita el viento. Sigo. Acelero. Me aferro al volante y miro el camino. Voy y voy y voy; no queda otra.

Sigo por la ruta 2 rumbo a Mar del Plata… Mar del Plata, qué lejos parece, perdida en la niebla, en el tiempo. Estoy llegando a mi destino. Veo el cartel, aminoro la marcha y doblo por el camino de tierra. Es poco más de un kilómetro hasta la tranquera.

Me pongo las botas y el delantal blanco, el tapabocas, el casco con filtros, los guantes. Saco de la guantera la pistola, acciono la corredera y bajo. Camino hasta la parte de atrás del camión, bajo el escalón rebatible y abro con cuidado las puertas.

Deben de ser más de cuarenta entre hombres y mujeres. Les hago señas para que bajen. Están más muertos que vivos, demudados, las frentes muestran los sudores de la fiebre. No hablan, no se quejan, algunos tosen sin parar. Indico por señas que vayan hacia los pabellones que están a pocos metros. Nadie se niega ni protesta; están entregados. En el descampado de al lado trabajan las máquinas que escarban la tierra con su uña negra.

Una vez que todos bajaron, sin cerrar las puertas arrimo el camión a la zona de lavado. Entro en la caja y abro el pico. Barro con el chorro a presión paredes y piso. Cierro las puertas. Me despojo de la ropa sanitaria arrojándola en unos tachos que hay junto a la manguera. Subo a la cabina, arranco y empiezo a desandar el camino hacia Buenos Aires. Se hizo la noche. La única compañía que tengo son las dos luces rojas que dan la alarma en el tablero.

Escribe Orlando Espósito

Orlando Espósito nació en Banfield, provincia de Buenos Aires, en 1946. Es padre de cuatro hijos. Fue fotógrafo, librero, distribuidor de maquinaria para la industria gráfica y gerente comercial en empresas de desarrollo de software desde que esta industria dio los primeros pasos. Durante años se ocupó de la explotación de una granja ganadera situada cerca de Fuerte San Javier, en la Patagonia Norte. Viajero, apasionado por las letras desde su adolescencia, hoy vive en Buenos Aires y se dedica de lleno a escribir.

Para continuar...

El fantasma verde 5

Todos contentos: Lena la llamaba «le pâtisserie», el Flaco «la confi» y los ministros de la iglesia mormona «the bakery», la cuestión era que el barrio entero desfilaba para comprar los productos que salían del horno de Doña Tota

15 Comentarios

  1. ¡Buenísimo! Fuerte, interesante y como siempre tomando algo de la realidad amalgamada con la fantasía y poniendo de manifiesto ese lado oscuro del ser humano. me gustó mucho

  2. Gracias Dora por tu comentario.

  3. Soberbio cuento de Espósito, el cruel expositor de un futuro imperfecto que todos vemos venir y que creemos distópico. Distópico un corno. Mete miedo leerlo, querido Espósito. Los pistones se le funden y sigue metiendo fletes con moribundos, yendo y viniendo en su bólido imponente, eludiendo controles, milicos, zurdos, piquetes, procesiones, en pleno centro porteño. En fin, esperemos lo mejor pero pensemos que lo peor puede suceder. Los senderos del Señor, en quien usted por lo visto no cree, son misteriosos. Esto puede ser el fin del mundo o el comienzo de uno nuevo. De todos modos, en el ínterin o el interín, no deje de escribir.

  4. Gracias Don Zabaloy. Su comentario me obliga a seguir intentando.

  5. Cristina Fabricant

    Lo leí sin parar un instante!!! Excelente cuento!!! Los adjetivos que me salen…escalofriante…contundente…espeluznante…
    Sencillamente extraordinario!!! Felicitaciones Orlando!!!

  6. Estremecedor!!!!, mas aun en el contexto que vivimos hoy!! Uno quiere llegar al final para saber a que nos lleva esta similitud con la realidad y en parte exagerada fantasia…… aunque dicen que la realidad supera la ficción Te felicito por la pasion que le pones a tus relatos

  7. Apocalíptico tu cuento, Orlando, muy buena prosa

  8. Gracias por tu comentario, Susana.

  9. En una epoca fui muy lector de ciencia ficcion, y dentro de ella la fantasia post-apocaliptica era mi preferida, La tierra permanece, El dia de los Trifidos, Malevil.
    La ciudad y las estrellas….. y mas, tu cuento, Orlando, esta en la misma linea, solo que no pense que ibamos a estar tan cerca. Excelente Compañero!!
    Felicitaciones!!!!

    • Gracias Víctor. Abrazo!

    • Excelente relato Orlando…Otra vez me atrapo!
      Escalofriante y tan vívida explosión de situaciones limites, donde el caos adquiere cotidianidad…Se mezclan Realidad y Fantasía (y no tanta)…Jamás hubiéramos imaginado que ante las pestes que nos acechan, pudiéramos llegar a tanta anarquía emocional…Imaginaba las aves de rapiña deglutiendo los cadaveres por doquier , y en medio de tanto estupor…imposible pensar en detenerse , a pesar del titilar de las luces del aceite y temperatura, que podían ser el preámbulo de su propia muerte.

    • Gracias Víctor. Abrazo!!

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