Un cuento en las postrimerías de otro apocalipsis: el del Covid-21. Ilustración de María Lublin.
Nos encontramos en el vestíbulo cada uno con su mascota, cruzamos a la plaza tapada de malezas que se iban imponiendo al pasto crecido y amarillento por la falta de riego. Hay un fuerte olor a cordita que se impone sobre el hedor de carne en descomposición. Se oyen disparos lejanos, aullidos, voces que piden perdón, gemidos.
—Me voy —dice Mariela—, no aguanto esto, no lo puedo hacer.
—Tenemos que hacerlo —digo poniendo un tono convincente—, son ellos o nosotros.
Hombres y mujeres salen de la plaza llorando, hipando y sacudiendo los hombros. Siguen los estampidos. Ato a mi perro, el Oso. Lo sujeto bien corto para que no se pueda mover. Me mira y gimotea. Sabe lo que se viene, la puta que lo parió, sabe y me mira con tristeza.
—Dame a Dana —ordeno a Mariela—. Me la entrega con un acto mecánico, como en estado de trance. Anudo la correa para que quede cabeza con cabeza junto al Oso. Se agita, salta sobre la cuatro patas, trata de zafar, ladra.
—Están igual que siempre, no veo que hayan cambiado nada; no son mutantes.
—No podemos saber; tenemos que hacerlo.
—Me voy, no puedo ver esto.
—Andate, sí, andá. Yo me ocupo.
Pero no se va. Llora, se estruja las manos y se acerca como para hacerle una caricia a su perra. El Oso le gruñe. Mariela me mira esperando que afloje, pero no puedo aflojar. Nadie puede aflojar, son ellos o nosotros.
—Andate, por favor, dejame hacer.
Camina por el sendero de grava hacia la calle, encorvada, tapándose el rostro. Cuando la pierdo de vista saco el revólver y apunto a Oso. Sabe que lo estoy por matar, inclina la cabeza con ese gesto típico de tantos canes cuando tratan de comprender al amo. Dana no para de largar ese ladrido agudo que me exaspera. Aprieto el gatillo, le doy entre los ojos a mi perro. Se sacude, quiero creer que muere en el acto. No cae porque está atado y queda colgando del collar. Dana enloquece, los ojos desencajados por el pavor, salta y salta, aúlla.
Me corro a su costado para que no me vea, acerco el caño a la nuca y disparo. Ahora el aullido es de dolor. Vuelvo a disparar. Ya no aúlla pero su cuerpo es recorrido por temblores. No doy más. Trato de serenarme. Apunto bien de cerca a la testuz y le doy el tiro de gracia. Desato los cuerpos sin vida dejándolos ahí para que los levanten los camiones de la basura. Aunque bien sé que no pasan más. No quedan basureros, ni enfermeros ni médicos ni comerciantes de ningún tipo, ni nadie ya que atienda a cualquiera por cualquier cosa. Cada uno por las suyas. Sigo los pasos de Mariela para irme de ese lugar. Veo un gato que se retuerce con las tripas al aire. Alargo el paso. Pensar que a esta plaza era donde veníamos los días soleados a jugar con el Oso.
El virus de Java, el Covid 21 saltó de los humanos a las mascotas. Al principio hubo quienes dijeron que no era posible y, desde luego, todos nos resistimos a sacrificarlos. Primero aparecieron algunos casos sueltos que generaron discusiones entre los infectólogos; unos que sí era posible, otros que no. Un grupo sostenía que era otra clase de virus que provenía de una mutación de la chikungunya aparecida en la India, mientras que estaban los que decían que no había dudas de que se trataba de un coronavirus que había encontrado otros vectores logrando infectar a perros y gatos, además de a los humanos, claro. Así siguió la discusión hasta que no hubo más dudas. No solo contraían la enfermedad, se contagiaban entre ellos y, además, nos la pasaban a nosotros. Lo peor era que en poco tiempo se volvían agresivos con los humanos y ya no reconocían a sus amos.
Cuando se propaló la noticia los dueños empezamos a buscar formas de sacarnos de encima a los animalitos. Una empresa, Happy End, pasaba en sus camionetas blancas por los edificios y por una módica suma los llevaba y los hacía desaparecer. Hubo quienes, como mi vecina Mariela y yo, que no disponíamos siquiera de esa módica suma, optaron por otras formas: disparos en la nuca, estricnina o una simple caída al vacío desde terrazas y balcones.
Pero no todos recurrieron a estos métodos. Incapaces de sacrificarlos prefirieron abandonarlos lejos de sus casas, en barrios de la periferia, donde cabía la posibilidad de que pudieran sobrevivir por sus propios medios. Lejos estaban de pensar que a todos los habitantes de la ciudad les iba a resultar difícil sobrevivir y que ninguna especie podía escapar de los procesos de mutación que había generado la peste.
Y hubo otras consecuencias asociadas. Cuando se cortó la cadena de abastecimiento comenzó a escasear la comida. En pocas semanas los supermercados fueron saqueados, las tiendas de alimentos para mascotas otro tanto, pero no para alimentar a perros y gatos sino para los que habían sido los dueños. Los hipódromos y las guarniciones del ejército que tenían caballos fueron tomadas por turbas que carneaban cualquier cosa que tuviera cuatro patas.
Agotamos las despensas. Salimos en el auto con Mariela con la intención de ver si en las afueras de la ciudad todavía podíamos comprar víveres con el poco dinero que nos quedaba. Íbamos controlando la aguja de combustible porque ya estaba con menos de medio tanque y nadie nos cambiaría nafta por dinero. Esto en caso de que encontráramos un surtidor que no hubiera sido incendiado.
Habíamos hecho pocas cuadras cuando vimos que venían corriendo dos mujeres en nuestra dirección agitando los brazos mientras gritaban:
—¡Paren! ¡Auxilio!
Seguí de largo unos metros por precaución, nunca se sabe dónde se mete uno. Entonces vi que estaban huyendo de una manada de perros callejeros. Sin dudarlo giré en redondo y aceleré para acercarme. Frené cuando las alcancé. Mariela les abrió la puerta trasera.
—¡Suban!
—¡Gracias a dios!
—¡Salgamos de aquí, rápido!
—¿Adónde las llevamos?
—¡Lejos, a cualquier lado! —dijo una—. Hace un rato nomás, la perrada se dedicó a perseguir a un vecino que se atrevió a salir a la calle y nosotras aprovechamos para escapar. Nos tuvieron sitiadas durante dos semanas. Andaban en el jardín, en la terraza, por todos lados. No teníamos comida ni agua…
—Se volvieron salvajes —agregó la otra—. No puedo creer que la doberman que estaba con ellos fuera la nuestra.
—Era, estoy segura, era la Churi. Una de las más bravas. Montaba guardia en la puerta de atrás, la que daba al jardín.
—Claro, conoce la casa, la tenemos desde cachorra. Parece que les da una especie de locura.
Cuando hube perdido de vista a los animales detuve la marcha y me volví para hablarles a ellas de frente.
—¿Qué piensan hacer ahora?
—Tenemos hambre. No teníamos ni una rodaja de pan viejo. Algo podremos comprar…
—No hay nada en ningún lado. Hay gente que sacrifica a sus perros y gatos y después se los come.
—¡Qué horror!
—¿Tienen dónde quedarse? —preguntó Mariela.
—Nada. Nuestros amigos y parientes están por allá, en el barrio. Somos nacidas y criadas allí.
—Les puedo ofrecer por unos días una pieza vacía que tengo. Pero estoy sin provisiones —dijo Mariela.
—Gracias, querida, qué buena sos —dijo la mayor de las dos—. Tenemos dinero, les iremos dando algo por el alojamiento todos los días. Tal vez consigamos comida para comprar.
—Les vamos a complicar la vida —se lamentó la menor.
—No somos pareja —contestó Mariela. Él vive en el departamento que está justo enfrente del mío. Somos vecinos y amigos, pero nada más. Su esposa murió de la peste hace un par de meses y mi hermana la siguió poco después. Los dos quedamos solos.
—Bueno, siendo así, quién te dice que nos vaya un poco mejor si somos cuatro para salir de esta —agregó la mayor, que después se presentó como Emilia.
—Sé que hay un carnicero que tiene el negocio abierto —dije—. Si hay dinero podemos ir a comprar.
—Pero… ¿de dónde saca la carne? —preguntó Emilia.
—De los vecinos. Vende carne de perros, gatos, palomas… mejor no averiguar demasiado.
—¡Qué asco! —exclamó la menor, Hilda.
—Es eso o nada —repliqué.
—¿Y esa carne no contagia?
—El fuego mata todo. Igual, por las dudas, no comemos las vísceras. Y mejor que nos apuremos, no vaya a ser que se termine. Compramos y volvemos. ¿Para qué andar dando vueltas?
Hicimos dos cuadras y topamos con una barricada. Un grupo de vecinos armados nos hizo señas. Paré. Bajé la ventanilla de mi lado.
—¿Qué pasa?
—Imposible seguir. Hay una jauría de cimarrones que ataca a cualquiera que intente pasar. Estamos parapetados y los vamos matando a medida que podemos, cuando se acercan. Pero se mantienen a distancia y se esconden. Nos conocen demasiado.
—A nosotros nos venía siguiendo otra manada. Eran como veinte. Levanté a estas dos mujeres que escaparon por un pelo. ¿Se habrán contagiado la rabia?
—Es el Covid 21. Los enloquece. Parece que sufren una jaqueca aguda y se vuelven agresivos. Lo único que podemos hacer es meterles bala, tirar a matar. ¡Mirá! —gritó señalando a nuestras espaldas.
No supe cuántos eran. Muchos. No hay tiempo para contar. Corren con todo. En pocos segundos nos van a estar atacando.
—¿Tenés arma? —pregunta el de la barricada.
—Sí, pero sin municiones.
—¿Qué tenés?
—Un veintidós —digo mientras miro por el rabillo cómo avanzan a los saltos los que vienen de frente, los más grandes. Ya están a menos de cien metros.
—¡Tomá! Eso no sirve para nada —dice dándome una escopeta automática y una caja de cartuchos—. ¡Pasen de este lado, no se queden ahí!
Entramos en un círculo formado por tarimas de madera. Somos muchos, hay cantidad de gente armada apuntando en todas direcciones. No van a poder con nosotros pero no va a ser fácil. Los primeros que vienen de nuestro lado saltan contra la valla. Un rotweiller vuela y cae en el centro. Dos vecinos lo acribillan en el acto. Salta otro, grande y negro con unos colmillos que ganan tamaño a medida que se acerca a mi garganta. Me encojo y aprieto el gatillo sin apuntar. El disparo lo revienta pero sigue con el envión y me golpea de lleno. Un baldazo de sangre y tripas me empapa el pelo y la camisa. No hago caso; me asomo y vuelvo a disparar.
De este lado de la valla quedan unos pocos. Son más chicos, más o menos como mi Oso, perros mestizos. Apunto a uno blanco con manchas negras y le acierto en la cabeza. Caen, uno tras otro. El pavimento está cubierto de restos y un barro rojo. Oigo gritos de triunfo a mis espaldas por encima de un silbido agudo que casi bloquea mis oídos. Voy a mirar. Hay un mar de cadáveres destrozados. Al parecer, entre las armas utilizadas había botellas incendiarias y todavía quedan focos de fuego en distintas partes.
Salimos a rematar a los que aún estén con vida. Una cuadrilla de carniceros abre en canal, evisceran y les sacan el cuero a los perros que no están destrozados por los disparos. El que me dio la escopeta se planta sacando pecho frente a la pila de cadáveres carneados. Es el jefe. Elige para sí la res más grande y gorda. La carga al hombro y se aparta haciendo un gesto que nos invita a servirnos. Tengo que forcejear con otro para llevarme lo que había elegido.
Una vez que todos obtuvimos nuestro alimento y nos tranquilizamos, el jefe dijo:
—Basta por hoy. Ahora a comer y descansar. Mañana los espero aquí al amanecer. De ahora en adelante tendremos que salir todos los días para conseguir nuestra comida.
Este texto me produce un efecto terrible; lo leo, lo leo y no lo creo. No puede ser cierto ni en ficción. No debe ser cierto. Los perros son lo único que tenemos los viejos. Son el último recurso de los hombres y mujeres sensibles; prefiero meterme el revólver entre los dientes y oprimir el percutor y que el de moño me lleve. Pero si lo pienso un poco… Por ejemplo recuerdo lo que sucedió con los rugbiers de Montevideo que sucumbieron en Chile (se precipitó el Fokker sobre los picos limítrofes) y los pobres se comieron los restos de sus muertos; eso sí, el primero fue el piloto. De todos modos, el texto tiene lo que tienen los buenos cuentos de terror, como los de Poe, Christie o Espósito.
Así es, amigo Zabaloy. ¿Qué llegaremos a ver en los próximos decenios? ¿Qué mutaciones nos deparan los laboratorios de genética? ¿Qué seres vivos saldrán de las impresoras tridimensionales de algún aficionado poseído por un desequilibrio? Gracias por comentar. Abrazo!