¿Es el principio la luz o la negra noche? ¿Se trata de un origen divino compacto y siempre igual a sí mismo o de la confusión total de elementos? En esta nota, Gabriela Puente ilumina las oscuras disquisiciones acerca de dónde surgió todo y nos deja unas cuantas preguntas que, esperamos, los dejen pensando acerca de nuestro lugar en el universo ayer y hoy y, por qué no, mañana. Ilustra María Lublin.
Luego del esplendor de las Eras Minoica y Micénica, Grecia se sumerge en lo que se dio en llamar la Edad Oscura. Este período se caracterizó, entre otras cosas, por la desaparición súbita de la técnica de la escritura. Al final de este período de manera llamativa y, si se quiere, paradójica, nacen los dos poetas más representativos de la cultura griega -y también de la occidental- Homero y Hesíodo.
En una remota e inhóspita aldea de Beocia, Hesíodo se pregunta por los orígenes del mundo, la dilatada fuente mitológica sacia su sed. Y Hesíodo genera un colorido y excelso relato donde logra sistematizar diferentes narraciones míticas, el resultado no es otro que su célebre Teogonía.
En otra de las grandes narraciones occidentales acerca del origen, en el génesis, primer libro del pentateuco compartido por hebreos y cristianos, se afirma que en el comienzo fue el Verbo divino, que fue además Alpha y Omega, es decir, principio y fin. Lo cual equivale a decir que en el principio no había más que la eternidad, que aquel Ser compacto, continuo y siempre igual a sí mismo que es Dios.
La diferencia acerca del origen entre el mundo judeocristiano y el griego no podía ser más grande. Mientras que el primero es obra de un Dios que planifica arquetípicamente su creación; para los griegos, el universo surge a partir del apeiron ilimitado en el que reina la confusión total de elementos.
Al filo de la edad Oscura, Hesíodo no puede sino derivar el principio del mundo entero a partir del Caos primordial. Dice el poeta: “Antes que todas las cosas fue el Caos; y después Gea la de amplio seno (…) y el Tártaro sombrío enclavado en las profundidades de la tierra espaciosa (…). Y de Caos nacieron Érebo y la negra Nix [la noche]” (Hesíodo, 1982: 4, 5).
Aparece, por tanto, en el origen del mundo, esta especie de trinidad conformada por el Caos, la Tierra y el Tártaro, esta última deidad habita el inframundo, o, más precisamente, la sección más profunda de éste, aquella reservada para los condenados.
Mucho después surge en el mito la división topográfica y cuaternaria del mundo en Tierra, Cielo, Océano e Inframundo. Lo cual hace evidente que para los griegos, el principio ctónico antecede al celestial.
Urano, el cielo, emerge como uno de los hijos de Gea; y es parido con el fin de que se extienda y cubra -eróticamente- cada uno de los rincones de su madre. Madre e hijo juntos engendran a los Titanes y Olímpicos, entre los linajes de deidades más importantes.
El último Titán nacido de Gea y Urano fue Cronos, aquella representación mitológica de una temporalidad lineal que se devora sucesivamente a sus hijos. Y esta es otra diferencia importante con el relato judeocristiano; dado que este último comienza con la creación, que da origen al tiempo con la sucesión de los días y las noches. Por el contrario, en la mitología griega, este tipo de temporalidad viene mucho después.
Sin embargo en Hesíodo ya hay sucesión de día y noche antes que tiempo. Como mencionamos, Caos engendra a Erebo y Nix. Y esta última, la negra noche, engendra, a su vez, al Día y al Éter, personificación de la luz del mundo.
Así, Nix y el Día se suceden cíclicamente. Esta sucesión de día y noche que precede a la representación lineal del tiempo que es Cronos, parece incongruente. Pero antes de sumergirnos en intricadas paradojas lingüísticas tan caras a nuestros tiempos posmodernos, debemos recordar que en griego “tiempo” se dice de muchas maneras, y los helenos cuentan con tres términos para referirse a él: Cronos, Aión y Kairós. Mientras que el primero refiere al tiempo tridimensional y cotidiano, Aión se vincula la quietud detenida de la eternidad. Hasta aquí comprendemos los términos, dado que ambas formas antitéticas se presentan también en la tradición filosófica cristiana de Occidente, nuestro antecedente directo del pensamiento.
Pero luego, algo se trastoca y surge Kairós, una tercera temporalidad un poco híbrida entre Cronos y Aión. Kairós, el más esquivo de los tiempos, es como una hendedura en el discurrir representado por Cronos por donde se cuela Aión; y puede entenderse como el acontecimiento en su máximo esplendor: aquel que aunque no llegó aún, ya se ha ido (Cfr. Nuñez, 2007:5).
Este tipo de temporalidad, que conecta a la vez que separa a las otras dos, no existió en el pensamiento cristiano de occidente. Su origen es netamente griego.
Para sumar complejidad al asunto, también el hombre tuvo un principio y ocupa, por supuesto, un lugar en la cosmografía universal.
Hesíodo, en Los trabajos y los días, habla de cinco edades de la humanidad; en las que se da un progreso en la degradación de sus capacidades físicas, intelectuales y morales.
En la primera Edad, la de Oro, la existencia de los hombres transcurría como la de los dioses, sin dolores ni trabajos. Esta Era fue simultánea a la expulsión de los Titanes por Zeus. La dicha del hombre fue tal que cuando finalmente moría, devenía daimon protector de sus congéneres.
Ya en la segunda Era, la de Plata, los hombres nacían inferiores a los dioses en belleza, inteligencia y aptitudes. A diferencia de los hombres de la Edad dorada, que vivían en una primavera eterna, Zeus dividió para ellos el año en tres estaciones (primavera, verano y un extenso invierno) en razón de las cuales los hombres distribuyen sus días de trabajo y ocio.
La tercera Era fue la del Bronce, cuando los hombres guerreaban entre sí y al morir se trasladaban a las desoladas regiones del Hades.
Una excepción en esta escalada de corrupción de la humanidad, fue la cuarta Edad, denominada por Hesíodo como Edad de los Héroes, donde la virtud guerrera de los semidioses fulgura por un breve momento en la oscuridad de la Historia.
Hesíodo data esta Era en la Grecia Micénica, gesto que demuestra la absoluta indisociabilidad entre lo mítico y la experiencia de lo cotidiano; la Historia, como disciplina o protodisciplina, surge unos siglos después con la democracia.
Durante esta Era nacen los héroes protagonistas de los tres ciclos más importantes de la mitología griega (el de los argonautas, el de Tebas y el de Troya). Luego de sus muertes heroicas, el hogar eterno de estos semidioses fue la isla de los Bienaventurados, edénica porción del Hades reservada para estos señores guerreros.
En la quinta y última Edad, la de Hierro, que según Hesíodo habitaban los griegos de su tiempo -y también habitamos nosotros-, el hombre abandonado por los dioses, se sumerge en toda clase de males. A la vez que cualquier virtud y valor, que pueda haber existido en las edades anteriores, rehúyen de la humanidad para siempre.
El filósofo italiano Giorgio Agamben en relación al tópico de los orígenes del hombre, retoma a Homero, en un artículo reciente. Afirma que la tierra, como si se tratara de una superficie doble y espejada, tiene dos caras, una que mira hacia el Tártaro, la parte ctónica, y otra que mira hacia el cielo. Y nos recuerda que para el aedo “los hombres se definen con el adjetivo epichtonioi (ctonii, que están sobre chthon [la tierra profunda]), mientras que el adjetivo epigaios o epigeios se refiere sólo a las plantas y los animales.” (Agamben, Giorgio. (2020). “Gaia e Ctonia”. Recuperado 21/1/2021 de pág. Web: https://artilleriainmanente.noblogs.org/?p=1994).
Los animales, habitantes de las superficies, regidos por los ciclos naturales, se mueven en ellos como si de un medio acuático se tratase, fluidamente y sin fisuras. Sin la percepción de principios o finales, el animal nace y muere indefinidamente.
Pero, en el caso del hombre, el principio es a la vez la marca de su final. Éste es un ser de las profundidades que emerge por una hendidura de la madre Tierra, y que se halla en la confluencia de los mundos. Hasta que, hacia el fin de sus días, vuelta su cara definitivamente hacia ella, retorna a su anchuroso vientre.
Es por esto que la pregunta por el principio se erige como un arcano inescrutable. El origen -que acaso sucede en la eternidad, en el tiempo, o en esa intersección que es la perforación de uno por el otro- es tan opaco al pensamiento, como lo es su opuesto: el del fin y la muerte.
Bibliografía
Agamben, Giorgio. (2020). “Gaia e Ctonia”. Recuperado 21/1/2021 de pág. Web: https://artilleriainmanente.noblogs.org/?p=1994.
Graves, Robert. (1996). Los mitos griegos I y II, Buenos Aires: Alianza.
Hesíodo. (1982). Teogonía. Los trabajos y los días, México D. F.: Porrúa.
Nuñez, Amanda (2007). “Los pliegues del tiempo: Kronos, Aión y Kairós”. En paperback nº 4. ISSN 1885-8007. Recuperado 7/3/2021 de pág. Web: http://www.artediez.com/paperback/articulos/nunhez/tiempo.pdf.