Compartimos el noveno capítulo de El camino a Wigan Pier, un libro de George Orwell en el que el autor analizó la vida de los obreros en la década del ´30. Este es el primer capítulo de la segunda parte del libro, en esta segunda parte se desarrolla el afamado «testamento ideológico» de Orwell. Los capítulos anteriores pueden encontrarlo en este link. La traducción es de Marcelo Zabaloy y las ilustraciones de María Lublin.
Cuando yo tenía catorce o quince años era un pequeño esnob odioso pero no peor que otros muchachos de mi misma clase y edad. Supongo que no hay un lugar en el mundo donde el esnobismo tenga una presencia tan constante o donde se lo cultive de un modo tan refinado y sutil como en una escuela pública inglesa. Acá por lo menos no podemos decir que la ‘educación’ inglesa no hace su trabajo. Uno se olvida el griego y el latín a los pocos meses de dejar la escuela –yo estudié griego durante ocho o diez años, y hoy, a los treinta y tres, ni siquiera puedo repetir el alfabeto griego– pero el esnobismo, a menos que uno lo elimine de raíz como la yerba mala que es, se le pega a uno hasta la tumba.
En la escuela estaba en una posición difícil, porque estaba entre muchachos que, en su mayoría, eran mucho más ricos que yo, y yo solo iba a una escuela pública cara porque gané una beca. Esta es la experiencia común de los muchachos de la parte inferior de la clase media alta, los hijos de clérigos, oficiales anglo indios, etc., y los efectos que tuvo en mí probablemente fueron los usuales. Por una parte me hizo aferrarme más firmemente que nunca a mi gentilidad; por otra parte me llenó de resentimiento contra los muchachos cuyos padres eran más ricos que los míos y que se ocupaban de hacérmelo saber. Yo menospreciaba a cualquiera que no fuese un ‘gentleman’, pero también odiaba a los asquerosamente ricos, especialmente a los nuevos ricos. Lo correcto y elegante, sentía, era ser de noble cuna pero no tener dinero. Esto es parte del credo de la baja clase media alta. Tiene un sentimiento romántico de jacobino en el exilio que es muy reconfortante.
Pero aquellos años, durante y justo después de la guerra, eran una época extraña para estar en la escuela; porque Inglaterra estaba más cerca de una revolución de lo que ha estado o había estado desde hace un siglo. A lo largo de casi toda la nación corría un sentimiento revolucionario que desde entonces ha sido revertido y olvidado, pero que ha dejado atrás varios depósitos de sedimento. Esencialmente, aunque entonces no se lo viera en perspectiva, era una revolución de juventud contra vejez, resultado directo de la guerra. En la guerra la juventud había sido sacrificada y los viejos se había comportado de una manera que, incluso con esta distancia en el tiempo, es horrible de contemplar; habían sido severamente patrióticos en lugares seguros mientras sus hijos cayeron como moscas frente a las ametralladoras alemanas. Es más, la guerra había sido conducida principalmente por viejos y conducida con suprema incompetencia. Para 1918 todo menor de cuarenta años estaba en contra de sus mayores, y el sentimiento antimilitarista que siguió naturalmente sobre el combate se extendió en una revuelta general contra la ortodoxia y la autoridad. En esa época entre los jóvenes había un curioso culto de odio hacia los ‘viejos’. El dominio de los ‘viejos’ era considerado responsable por casi todos los males de la humanidad, y toda institución aceptada desde las novelas de Scott hasta la Cámara de los Lores era ridiculizada porque los ‘viejos’ estaban a favor. Por varios años estuvo muy de moda ser un ‘Bolche’, como se le decía entonces. Inglaterra estaba llena de opiniones antinómicas a medio hornear. Pacifismo, internacionalismo, humanitarismo de varios tipos, feminismo, amor libre, reforma del divorcio, ateísmo, control de natalidad –cosas como estas tenían una mejor recepción de la que tendrían en tiempos normales. Y por supuesto el sentimiento revolucionario se extendió entre quienes habían sido demasiado jóvenes para luchar, inclusive entre varones de escuela pública. En ese momento todos nos veíamos como las criaturas iluminadas de una época nueva, desechando la ortodoxia que nos habían impuesto esos odiados ‘viejos’. Manteníamos, básicamente, la mirada esnob de nuestra clase, dábamos por sentado que seguiríamos cobrando nuestros dividendos o que daríamos con algún trabajo blando, pero además nos parecía obvio estar ‘en contra del gobierno’. Ridiculizábamos el OTC, la religión cristiana, y quizás también los deportes compulsivos y la Familia Real, y no nos dábamos cuenta de que simplemente estábamos siendo parte de un gesto mundial de disgusto por la guerra. Dos incidentes me quedaron grabados como ejemplos del extraño sentimiento revolucionario de aquella época. Un día el maestro de letras nos dio una suerte de artículo de conocimiento general del cual una de las preguntas era, ‘¿Quiénes considera usted que son los diez hombres vivos más importantes?’ De los dieciséis muchachos de la clase (nuestra edad promedio era de diecisiete años) quince incluyeron a Lenin en sus listados. Esto fue en una escuela pública costosa y esnobista, y era en el año 1920, cuando los horrores de la revolución rusa estaban todavía frescos en la mente de todos. Incluso tuvieron lugar esas celebraciones de la paz en 1919. Nuestros mayores habían decidido por nosotros que celebraríamos la paz de la manera tradicional profiriendo alaridos sobre el enemigo caído. Teníamos que entrar marchando al patio de la escuela, portando antorchas, y cantar canciones patrioteras del tipo de ‘Rule, Britannia’. Los muchachos –por su honor, creo– parodiaban todo el procedimiento y cantaban unos versos blasfemos y sediciosos al compás de la melodía. Dudo que las cosas fuesen hoy de esa manera. Ciertamente los alumnos de escuela pública con los que me encuentro hoy en día, incluso los inteligentes, son mucho más derechistas en sus opiniones de lo que yo y mis contemporáneos éramos quince años atrás.
Por eso, a la edad de diecisiete o dieciocho años, yo era a la vez un esnob y un revolucionario. Estaba en contra de toda autoridad. Había leído y releído toda la obra publicada de Shaw, Wells, y Galsworthy (en ese tiempo todavía mirados como escritores ‘peligrosamente’ avanzados), y me describía vagamente como socialista. Pero no tenía mucha idea de lo que significaba el socialismo y ninguna noción de que la clase obrera eran seres humanos. A la distancia, y por medio de los libros –La gente del abismo, de Jack London, por ejemplo– pude dolerme de sus sufrimientos, pero todavía los odiaba y los despreciaba dondequiera que los tuviera cerca. Todavía me repugnaban sus acentos y me enfurecía su habitual rudeza. Hay que recordar que por entonces, inmediatamente después de la guerra, la clase obrera inglesa estaba en modo combate. Ese fue el período de las grandes huelgas del carbón, cuando un minero era concebido como la encarnación del demonio y las ancianas miraban cada noche debajo de sus camas por miedo a que Robert Smillie se hubiese escondido allí. Durante toda la guerra y hasta un poco después hubo salarios altos y empleo abundante; ahora las cosas estaban volviendo a ser peor que lo normal y naturalmente la clase obrera se resistió. Los hombres que lucharon habían sido tentados a enlistarse bajo promesas deslumbrantes, y ahora volvían a casa en un mundo donde no había puestos de trabajo y donde ni siquiera había casas. Es más, habían estado en la guerra y regresaban a casa con la actitud de un soldado hacia la vida, que es fundamentalmente, a pesar de la disciplina, una actitud ingobernable. Había en el aire una sensación de turbulencia. De ese tiempo es la canción del memorable estribillo:
Es lo único seguro,
que los ricos son más ricos
y los pobres tienen chicos;
mientras tanto,
acaso en ese tiempo
¿no fue todo diversión?
La gente todavía no se había habituado a toda una vida de desempleo mitigada por interminables tazas de té. Todavía esperaban vagamente la Utopía por la que había peleado, e incluso más que antes eran abiertamente hostiles hacia la clase que no se comía las ‘eses’. Así que a los paragolpes de la burguesía, como era yo, la ‘gente común’ nos seguía pareciendo bruta y repulsiva. Volviendo la vista hacia ese período, me parece haber pasado la mitad del tiempo denunciando al sistema capitalista y la otra mitad rabiando contra la insolencia de los conductores de ómnibus.
Cuando todavía no había cumplido veinte años fui a Birmania, como parte de la Policía Imperial de la India. En una ‘avanzada del imperio’ como Birmania, la cuestión de clases parecía, a simple vista, haber sido archivada. Aquí no había una obvia fricción de clases, porque lo más importante no era si uno había ido a alguna de las escuelas correctas sino si su piel era o no técnicamente blanca. De hecho la mayoría de los hombres blancos en Birmania no eran del tipo de lo que en Inglaterra se consideraría un ‘gentleman’, pero excepto los soldados rasos y unos pocos de mediopelo, vivían como si lo fueran –es decir, tenían sirvientes y le llamaban ‘cena’ a sus comidas vespertinas– y oficialmente se los consideraba a todos de la misma clase. Eran ‘hombres blancos’, en contraposición a la otra y de clase inferior, los nativos. Pero no se sentía hacia los ‘nativos’ lo que se sentía hacia las ‘clases bajas’ en nuestro país. La cuestión esencial era a que los ‘nativos’, por lo menos a los birmanos, no se los percibía como físicamente repugnantes. Se los miraba por encima del hombro en tanto ‘nativos’, pero uno estaba dispuesto a intimar físicamente con ellos; y este era el caso, por lo que pude ver, incluso con los hombres blancos que tenían los peores prejuicios sobre el color de piel. Cuando se tiene un montón de sirvientes uno adquiere muy pronto hábitos de holgazán, y yo habitualmente me permití, por ejemplo, ser vestido y desvestido por mi jovencito birmano. Esto se debía a que era un birmano y no me resultaba desagradable; yo no habría soportado que un sirviente varón inglés me manipulara de esa manera. Sentía hacia un birmano casi lo mismo que sentía hacia una mujer. Como la mayoría de otras razas, los birmanos tienen un olor distintivo –no puedo describirlo; es un olor que produce dolor de dientes– pero este olor nunca me disgustó. (Dicho sea de paso, los orientales dicen que nosotros olemos. Los chinos, creo, dicen que el hombre blanco huele a cadáver. Los birmanos dicen lo mismo –aunque ningún birmano haya sido lo suficientemente rudo como para decírmelo a mí.) Y en cierto modo mi actitud era defendible porque si uno mira los hechos debe admitir que la mayoría de los mongoles tienen cuerpos mucho más lindos que la mayoría de los hombres blancos. Comparemos la firme piel sedosa del birmano, que no se arruga en absoluto hasta bien pasados los cuarenta, y que después meramente se marchita como un trozo de cuero seco, con la gruesa piel fofa y flácida del hombre blanco El hombre blanco tiene unos horribles pelos insulsos que le crecen en las piernas y detrás de los brazos y un horrible manchón en el pecho. El birmano solo tiene dos o tres mechones de pelo duro en los lugares adecuados; por lo demás es casi lampiño y en general tampoco tiene barba. El hombre blanco casi siempre termina calvo, el birmano muy raramente o nunca. Los dientes del birmano son perfectos, aunque por lo común descoloridos por el jugo de betel; los dientes del hombre blanco invariablemente se deterioran. El hombre blanco es generalmente mal formado y cuando engorda se hincha en sitios improbables; el mongol tiene huesos hermosos y de viejo está casi tan en forma como un joven. Admisiblemente las razas blancas producen unos pocos individuos que por unos años son supremamente hermosos; pero en su conjunto, dígase lo que se diga, son mucho menos bellos que los orientales. Pero no era en esto que pensaba cuando hallaba las ‘clases bajas’ inglesas tanto más repelentes que los ‘nativos’ birmanos. Todavía pensaba en los términos de mi prejuicio de clase prematuramente adquirido. Cuando no tenía mucho más de veinte años fui incorporado un breve tiempo a un regimiento británico. Por supuesto que admiraba y me gustaban los soldados como cualquier joven de veinte años admiraba y gustaba de los jóvenes fuertes y alegres cinco años mayores que él y con las medallas de la Gran Guerra en sus pechos. Y sin embargo, después de todo, me repugnaban ligeramente; eran ‘gente común’ y no me daba por acercarme demasiado a ellos. En las mañanas calurosas, cuando la compañía marchaba por el camino, yo iba en el fondo con uno de los subalternos más jóvenes, el vapor de esos cientos de cuerpos sudorosos adelante me revolvía el estómago. Y esto, obviamente, era puro prejuicio. Porque un soldado es probablemente tan inofensivo, físicamente, como puede ser un hombre blanco. Por lo general es joven, casi siempre saludable por el aire fresco y el ejercicio, y una diciplina rigurosa lo obliga a ser limpio. Pero yo no lo veía de ese modo. Todo lo que sabía era que estaba oliendo un sudor de clases bajas, y el solo pensarlo me descomponía.
Cuando con el tiempo me despojé de mi prejuicio de clase, o de parte de él, fue de una manera indirecta y mediante un proceso que llevó años. Lo que cambió mi actitud hacia la cuestión de clase fue algo conectado solo indirectamente con esto –algo casi irrelevante.
Estuve cinco años en la policía india y al cabo de ese tiempo odiaba al imperialismo que estaba sirviendo con una amargura que probablemente no puedo poner en claro. En el aire libre de Inglaterra esa clase de cosa no es del todo comprensible. Para odiar al imperialismo hay que ir y ser parte de él. Visto desde afuera el dominio británico en India parece –de hecho es– benevolente e incluso necesario; y así sin duda son el dominio francés en Marruecos y el dominio holandés en Borneo, porque la gente usualmente gobierna mejor a los extranjeros que a los suyos. Pero no es posible ser parte de semejante sistema sin reconocerlo como una injustificable tiranía. Incluso el anglo-indio de piel más gruesa es consciente de esto. Cada cara de ‘nativo’ que ve en la calle le recuerda su monstruosa intrusión. Y la mayoría de los anglo-indios, intermitentemente por lo menos, no son ni por asomo tan complacientes acerca de su posición como la gente en Inglaterra cree que son. De las personas más inesperadas, de los viejos malandrines altos funcionarios del gobierno, medio picados por la ginebra, he escuchado comentarios del tipo: ‘Por supuesto que no tenemos absolutamente ningún derecho en este maldito país. Pero ya que estamos aquí, por el amor de Dios, quedémonos aquí.’ La verdad es que ningún hombre moderno, en el fondo de su corazón, cree que está bien invadir un país extranjero y dominar a la población por la fuerza. La opresión extranjera es un perversidad mucho más obvia, más inteligible que la opresión económica. Por eso en Inglaterra admitimos mansamente ser robados para mantener en el lujo a medio millón de inútiles haraganes, pero lucharíamos hasta el último hombre antes de ser dominados por los chinos; igualmente, gente que vive de dividendos no ganados sin el menor remordimiento de conciencia, ve con suficiente claridad que está mal ir a mandar despóticamente en un país extranjero donde no se lo quiere. El resultado es que cada anglo-indio está obsesionado por un sentimiento de culpa que usualmente esconde lo mejor que puede, porque no hay libertad de expresión, y el mero hecho de que se lo escuche hacer un comentario sedicioso puede estropearle la carrera. En toda la India hay ingleses que detestan secretamente el sistema del cual son parte; y solo ocasionalmente, cuando se sienten muy seguros de estar en la compañía adecuada, su encono oculto se desborda. Recuerdo una noche que pasé en un tren con un hombre del Servicio Educativo, un desconocido para mí cuyo nombre nunca descubrí. Hacía demasiado calor para dormir así que pasamos la noche conversando. Un cuidadoso interrogatorio de media hora nos convenció a ambos de que el otro era ‘seguro’; y después durante horas, mientras el tren se sacudía en la noche absolutamente oscura, sentados en nuestras cuchetas, botellas de cerveza a mano, maldijimos al Imperio Británico –maldiciéndolo desde adentro, inteligentemente e íntimamente. Nos hizo bien a los dos. Pero habíamos estado hablando de cosas prohibidas, y en la pálida luz de la mañana cuando el tren entró reptando en Mandalay, nos separamos culposamente como cualquier pareja adúltera.
Hasta donde pude observar casi todos los oficiales anglo-indios tienen momentos en los que su conciencia los incomoda. Las excepciones son los hombres que están haciendo algo que es demostrablemente útil y que tendría que hacerse independientemente de que los británicos estuviesen o no en la India; oficiales forestales, por ejemplo, y médicos e ingenieros. Pero yo estaba en la policía, lo que equivale a decir que era parte de la maquinaria del despotismo. Es más, en la policía uno ve de cerca el trabajo sucio del Imperio, y hay una apreciable diferencia entre hacer el trabajo sucio y meramente beneficiarse con ello. La mayoría de las personas aprueba la pena capital, pero la mayoría de las personas no haría el trabajo del verdugo. Incluso los otros europeos en Birmania despreciaban discretamente a la policía por el trabajo brutal que tienen que hacer. Recuerdo que en una oportunidad, inspeccionando una estación de policía, un misionero norteamericano a quien conocía bastante bien entró por algún motivo. Como la mayoría de los misioneros inconformistas era un completo estúpido pero era bastante buen tipo. Uno de mis subinspectores nativos estaba matoneando a un sospechoso (describí este incidente en Los días en Birmania). El gringo lo miró, y luego volviéndose hacia mí dijo pensativamente, ‘No me interesaría tener su trabajo.’ Me avergonzó terriblemente. Así que eso era el tipo de trabajo que yo tenía. Incluso un estúpido misionero norteamericano, un abstemio virgen del medio oeste, tenía el derecho de mirarme con desdén y tenerme lástima. Pero yo habría sentido la misma vergüenza si no hubiera habido nadie que me lo eche en cara. Había empezado a sentir una aversión indescriptible por toda la maquinaria de la supuesta justicia. Dígase lo que se diga, nuestra ley penal (mucho más humana, dicho sea de paso, en la India que en Inglaterra) es algo espantoso. Requiere de gente muy insensible para administrarla. Los miserables prisioneros acuclillados en las hediondas jaulas de los calabozos, las grises caras acobardadas de los condenados a penas largas, los glúteos lastimados de los hombres azotados con varas de bambú, las mujeres y sus hijos aullando cuando se llevan detenidos a sus parejas –cosas como estas son insoportables cuando uno es de alguna manera responsable directo de ellas. Una vez vi un hombre ahorcado; me pareció peor que mil asesinatos. Nunca entré a una cárcel sin sentir (la mayoría de quienes visitan una cárcel siente lo mismo) que mi lugar estaba del otro lado de las rejas. Por entonces pensaba –lo pienso hoy, para el caso– que el peor criminal que haya existido es superior moralmente a un juez colgador. Pero por supuesto tenía que guardarme estos pensamientos, en virtud del silencio completo que se le impone a todo inglés en Oriente. Al final elaboré una teoría anarquista de que todo gobierno es perverso, de que el castigo siempre hace más daño que el crimen y que se puede confiar en que las personas se comporten decentemente si solo se las dejase en paz. Esto por supuesto era un dislate sentimental. Hoy veo, como no lo vi entonces, que siempre es necesario proteger de la violencia a la gente pacífica. En cualquier estado de sociedad donde el crimen puede ser rentable es preciso tener una ley penal dura y administrarla de manera rigurosa; la alternativa es Al Capone. Pero la sensación de que el castigo es perverso surge inexorablemente en quienes tienen que administrarlo. Quisiera creer que incluso en Inglaterra muchos policías, jueces, celadores y compañía están obsesionados por un horror secreto por lo que hacen. Pero en Birmania era una opresión doble lo que estábamos cometiendo. No solo ahorcábamos personas y los encarcelábamos y todo eso; lo hacíamos en condición de invasores extranjeros indeseados. Los mismos birmanos jamás reconocieron de verdad nuestra jurisdicción. El ladrón que encarcelábamos no se veía a sí mismo como un delincuente justamente castigado; se sentía la víctima de un conquistador extranjero. Lo que se le hacía era meramente una caprichosa crueldad insensata. Su cara, detrás de los toscos barrotes de teca del calabozo y los barrotes de hierro de la cárcel, lo decía claramente. Y desafortunadamente no me había entrenado para ser indiferente a la expresión de la cara humana.
Cuando vine a casa de licencia en 1927 ya estaba medio decidido a dejar mi trabajo, y un soplo de aire inglés me decidió. No iba a volver para ser parte de ese perverso despotismo. Pero quería mucho más que simplemente escapar de mi trabajo. Durante cinco años había sido parte de un sistema opresivo. Y tenía la conciencia sucia. Las innumerables caras recordadas –caras de prisioneros en el banquillo, de hombres esperando en las celdas de condenados, de subordinados míos a quienes había matoneado y de viejos campesinos a los que había desairado, de sirvientes y culis a los que había golpeado con mis puños en arranques de rabia (casi todo el mundo hace este tipo de cosas en Oriente, por lo menos ocasionalmente; los orientales pueden ser muy provocativos)– me obsesionaban de una manera intolerable. Yo era consciente de un inmenso peso culposo que tenía que expiar. Supongo que esto suena exagerado; pero si usted hace durante cinco años un trabajo que desaprueba totalmente, seguramente sienta lo mismo. Había reducido todo a la simple teoría de que los oprimidos siempre tienen razón y los opresores están siempre equivocados; una teoría errónea, pero el resultado natural de ser uno mismo un opresor. Sentía que no tenía meramente que escapar del imperialismo sino de cualquier forma de dominio del hombre por el hombre. Quería sumergirme yo mismo, para meterme entre los oprimidos, para ser uno de ellos y estar de su parte contra sus tiranos. Y, principalmente porque tenía que pensarlo todo en soledad, había llevado mi odio por la opresión hasta extremos desmesurados. En aquel tiempo el fracaso me parecía la única virtud. Toda sospecha de progreso individual, incluso ‘triunfar’ en la vida hasta el punto de ganar unos pocos cientos de libras al año, me parecía espiritualmente horrible, una especie de intimidación.
Así fue que mis pensamientos se volvieron hacia la clase obrera inglesa. Era la primera vez que era realmente consciente de la clase obrera, y para empezar fue solo porque me brindaban una analogía. Eran las víctimas simbólicas de la injusticia, cumpliendo el mismo rol en Inglaterra que los birmanos cumplían en Birmania. En Birmania la cuestión era muy simple. Los blancos estaban arriba y los negros abajo, y por lo tanto naturalmente la simpatía de uno estaba con los negros. Ahora me daba cuenta de que no había que ir a Birmania para encontrar tiranía y explotación. Aquí en Inglaterra, debajo de nuestros pies, estaba la clase obrera sumergida, sufriendo miserias que a su manera eran tan malas como las que un oriental tal vez ni se imagine. La palabra ‘desempleo’ estaba en boca de todos. Eso era más o menos nuevo para mí, después de Birmania, pero las estupideces que la clase media seguía repitiendo (‘Estos desempleados son todos inempleables’, etc., etc.) no consiguieron engañarme. A menudo me pregunto si esa clase de idioteces engaña incluso a los idiotas que las repiten. Por otra parte en aquel tiempo no tenía interés en el socialismo ni en ninguna otra teoría económica. Por entonces me parecía –todavía me parece, para el caso– que la injusticia económica se detendrá en el momento que queramos detenerla, y no antes, y si genuinamente queremos detenerla el método empleado poco importa.
Pero no sabía nada de las condiciones de la clase obrera. Había leído las cifras del desempleo pero no tenía noción de lo que implicaban; sobre todo, no conocía el hecho esencial de que la pobreza ‘respetable’ es siempre lo peor. La terrible perspectiva de un trabajador decente repentinamente arrojado a la calle luego de una vida de trabajo constante, sus agónicas luchas contra las leyes económicas que él no comprende, la desintegración de las familias, el corrosivo sentimiento de vergüenza –todo esto estaba fuera del rango de mi experiencia. Cuando pensaba en la pobreza pensaba en ella en términos de brutal inanición. Por lo tanto mi mente iba siempre hacia los casos extremos, los desclasados: linyeras, mendigos, criminales, prostitutas. Estos eran ‘lo más bajo de lo bajo’, y esta era la gente con la que quería entrar en contacto. Lo que en aquella época quería profundamente era encontrar alguna manera de salir del todo del mundo respetable. Medité mucho al respecto, incluso hice planes detallados; cómo podía uno vender todo, regalar todo, cambiarse el nombre y empezar sin dinero ni nada salvo lo puesto. Pero en la vida real nadie hace esa clase de cosas; aparte de los parientes y amigos que hay que considerar, es dudoso que un hombre educado pueda hacer eso si tiene otro camino abierto delante de él. Pero por lo menos podía ir con esta gente, ver cómo vivían y sentirme por un tiempo parte de su mundo. Una vez que estuviese entre ellos y que me hubiesen aceptado, habría tocado fondo, y –si bien entonces era consciente de que era irracional– me habría desprendido de parte de mi culpa.
Lo pensé y decidí lo que iba a hacer. Iría convenientemente disfrazado a Limehouse y Whitechapel y ese tipo de lugares y dormiría en pensiones comunes y me haría amigote de estibadores, vendedores ambulantes, seres abandonados, mendigos y, en lo posible, delincuentes. Y aprendería sobre los vagabundos y cómo se establece contacto con ellos y el procedimiento adecuado para entrar al calabozo ocasional; y luego, cuando sintiera que dominaba los secretos del oficio, me pondría en camino por mi cuenta.
Al principio no fue fácil. Había que disfrazarse y no tengo talento para actuar. Por ejemplo no puedo disimular mi acento de ninguna manera por más de unos pocos minutos. Me imaginaba –nótese la espantosa conciencia de clase del inglés– que sería identificado como un ‘gentleman’ ni bien abriera la boca; así que tenía preparada una historia de duros infortunios para el caso que fuese interrogado. Me hice de la clase de ropas adecuadas y las ensucié en los sitios apropiados. Soy una persona difícil de disfrazar, por ser anormalmente alto, pero por lo menos sé cómo se ve un vagabundo. (Dicho sea de paso, qué poca gente sabe esto. Mire cualquier dibujo de un vagabundo en Punch. Siempre están veinte años atrasados.) Una vez, habiéndome preparado en casa de un amigo, salí a vagar hacia el este hasta que aterricé en un albergue común en Limehouse Causeway. Era un lugar oscuro y mugriento. Supe que era un albergue común por el letrero en la ventana que decía ‘Camas Buenas para Hombres Solteros’. Mi Dios, el coraje que juntar para entrar. Hoy parece ridículo. Pero obviamente todavía tenía un poco de miedo de la clase obrera. Quería ponerme en contacto con ellos, incluso quería convertirme en uno de ellos, pero todavía los consideraba extraños y peligrosos; entrar por esa oscura puerta del albergue era como meterme en un espantoso sitio subterráneo –una cloaca llena de ratas, por ejemplo. Entré muy convencido de que tendría que pelear. La gente se daría cuenta que no era uno de ellos e inmediatamente deducirían que había venido a espiarlos; y entonces se me vendrían encima y me echarían –eso era lo que esperaba. Sentía que tenía que hacerlo, pero las perspectivas no me agradaban.
Adentro apareció de no sé dónde un hombre en mangas de camisa. Era el ‘diputado’, y le dije que quería una cama para pasar la noche. Mi acento, por lo visto, no lo sorprendió; simplemente me pidió nueve peniques y después me acompañó hasta una maloliente cocina iluminada por el fuego en el subsuelo. Allí había estibadores y peones ferroviarios y unos marineros sentados acá y allá jugando a las damas y bebiendo té. Apenas me miraron cuando entré. Pero era un sábado a la noche y un robusto estibador joven se tambaleaba borracho. Se dio vuelta, me miró y se me vino encima con la cara enrojecida y un peligroso brillo sospechoso en los ojos. Me quedé duro. Así que finalmente habría pelea. En el segundo siguiente el estibador se desmoronó sobre mi pecho y me puso los brazos alrededor del cuello. ‘¡Tómese una taza ‘e té, compañero!’ gritó envuelto en lágrimas. ‘¡Tómese una taza e‘ té!’
Me tomé una taza de té. Fue un bautismo amable. Después de aquello mis temores se desvanecieron. Nadie me interrogó, nadie mostró ninguna curiosidad ofensiva; todos fueron amables y corteses y no desconfiaron en absoluto de mí. Me quedé dos o tres días en ese albergue común, y unas semanas después, habiendo recogido un cierto monto de información sobre los hábitos de los indigentes, me puse en camino por primera vez.
Todo esto lo describí en Vagabundo en París y Londres (casi todos los incidentes descriptos allí sucedieron realmente, aunque han sido modificados) y no quiero repetirlo. Después anduve viajando por períodos mucho más largos, a veces por elección, a veces por necesidad. Viví durante meses en pensiones. Pero es aquella primera experiencia la que me quedó más grabada en la memoria, por su extrañeza –la extrañeza de estar por fin por primera vez entre ‘lo más bajo de lo bajo’, y en términos de completa igualdad con personas de la clase obrera. Un vagabundo, es cierto, no es un trabajador típico; sin embargo cuando uno está entre vagabundos de todos modos está mezclado en una sección –una sub casta– de la clase obrera, algo que hasta donde yo sé no se puede hacer de otra manera. Durante varios días anduve vagabundeando por los suburbios del norte de Londres con un linyera irlandés. Fui su compañero, temporariamente. Compartimos la misma celda por las noches, y me contó la historia de su vida y yo le conté una historia ficticia de la mía, y nos turnamos para mendigar en las casas que nos parecieron posibles y dividimos los ingresos. Yo estaba muy contento. Aquí estaba, entre ‘lo más bajo de lo bajo’, en la piedra fundamental del mundo occidental. El obstáculo de las clases había caído, o parecía haber caído. Y allí en el escuálido y de hecho horriblemente aburrido submundo de los linyeras tuve una sensación de alivio, de aventura, que parece absurda cuando miro hacia atrás, pero que en su momento fue suficientemente vívida.