Compartimos el décimo capítulo de El camino a Wigan Pier, un libro de George Orwell en el que el autor analizó la vida de los obreros en la década del ´30. Este es el primer capítulo de la segunda parte del libro, en esta segunda parte se desarrolla el afamado «testamento ideológico» de Orwell. Los capítulos anteriores pueden encontrarlo en este link. La traducción es de Marcelo Zabaloy y las ilustraciones de María Lublin.
Pero desafortunadamente no se solucionan los problemas de clase por hacerse amigo de los linyeras. A lo sumo uno se saca de encima sus prejuicios de clase haciéndolo.
Linyeras, pordioseros, criminales y parias son generalmente unos seres muy excepcionales y no más representativos de la clase obrera en su conjunto de lo que, digamos, los intelectuales son típicos de la burguesía. Es bastante fácil intimar con un ‘intelectual’ extranjero, pero no es para nada fácil intimar con un respetable extranjero ordinario de la clase media. ¿Cuántos ingleses han visto el interior de una familia burguesa francesa, por ejemplo? Probablemente sea muy improbable hacerlo, a menos que sea por matrimonio. Y es casi igual con la clase obrera inglesa. Nada es más fácil que ser amigos del alma con un carterista, si uno sabe dónde encontrarlo; pero es muy difícil ser el amigo del alma de un albañil.
¿Pero por qué es tan fácil estar en condiciones de igualdad con marginados sociales? La gente a menudo me ha dicho, ‘Seguramente cuando estás con vagabundos, ¿no te aceptan como uno de ellos? Claro que deben notar que eres diferente –¿no notan la diferencia de acento? Etc., etc.’ En realidad, una buena proporción de vagabundos, yo diría bastante más de una cuarta parte, no nota nada de eso. Por empezar, muchas personas no tienen oído para el acento y juzgan solo por las ropas que uno viste. A menudo me asombró este hecho cuando mendigaba en las puertas traseras. Algunas personas obviamente se sorprendían por mi acento ‘educado’, otras no se daban cuenta en absoluto; yo andaba sucio y rotoso y eso era todo lo que ellos veían. De nuevo, los linyeras vienen desde todos los rincones de las islas británicas, y la variación de los acentos ingleses es enorme. Un vagabundo está acostumbrado a oír todo tipo de acentos entre sus camaradas, algunos de ellos tan extraños para él que apenas puede entenderlos, y un hombre, pongamos, de Cardiff o Durham o Dublín no necesariamente sabe cuál de los acentos es ‘educado’. En cualquier caso, si bien es infrecuente entre los linyeras, los hombres con acentos ’educados’ no son desconocidos. Pero incluso cuando los vagabundos se dan cuenta que uno es de un origen diferente al de ellos, esto no altera necesariamente su actitud. Desde su punto de vista todo lo que importa es que uno, como ellos, vive ‘de gorra’. Y en ese mundo no se estila hacer demasiadas preguntas. Uno puede contarle a las personas la historia de su vida si quiere, y la mayoría de los vagabundos lo hacen ante la menor provocación, pero no está obligado a hacerlo y cualquier historia que uno cuente será aceptada sin preguntas. Incluso un obispo se sentiría a gusto entre linyeras si se pusiera las ropas adecuadas; y lo mismo si supieran que es un obispo no habría ninguna diferencia, siempre y cuando también supieran o creyeran que era un indigente genuino. Una vez que uno está y aparentemente es de ese mundo poco importa lo que ha sido en el pasado. Es una especie de mundo dentro de otro mundo donde cada uno es igual, una pequeña democracia escuálida –quizá lo más parecido a la democracia que existe en Inglaterra.
Pero cuando se trata de la clase obrera normal la posición es totalmente distinta. Por empezar, no hay atajos para entrar en su medio. Uno puede convertirse en un vagabundo con solo ponerse las ropas adecuadas y yendo al calabozo ocasional más próximo pero no puede convertirse en jornalero o minero del carbón. No conseguiría un empleo de jornalero o minero del carbón incluso si fuese apto para el puesto. A través de políticos socialistas uno puede ponerse en contacto con la intelligentsia obrera, pero difícilmente sean más típicos que linyeras o ladrones. Por lo demás, uno solo puede mezclarse con la clase obrera quedándose en sus casas como pensionista, lo que siempre tiene un peligroso parecido con ‘visitar villas miseria’. Por algunos meses me alojé siempre en casas de mineros del carbón. Comí con las familias, me lavé en la pileta de la cocina, compartí dormitorios con mineros, bebí cerveza con ellos, jugué a los dardos con ellos, hablé con ellos durante horas, todos juntos. Pero aunque estaba entre ellos, y espero y confío no haber sido una molestia para ellos, no era uno de ellos, y ellos lo sabían incluso mejor que yo. Por muy bien que a uno le caigan, por muy interesante que le parezca su conversación, siempre está la maldita comezón de la diferencia de clases, como la arveja debajo del colchón de la princesa. No es una cuestión de disgusto o antipatía, solo de diferencia, pero es suficiente para que la intimidad sea posible. Incluso con obreros que se definían como comunistas descubrí que se requería un montón de discretas maniobras para evitar que me trataran de ‘sir’; y todos ellos, salvo en momentos de gran animación, suavizaban sus acentos del norte en mi beneficio. Me gustaban y espero haberles gustado; pero entre ellos yo era un extranjero, y ambos lo sabíamos. Por más vueltas que uno le dé, esta maldita diferencia de clases se le opone como una pared. O más bien no es tanto una pared de piedra como el panel de vidrio de un acuario; es tan fácil pretender que no está allí, y tan imposible de traspasarlo.
Desafortunadamente hoy en día está de moda pretender que el vidrio es permeable. Por supuesto todo el mundo sabe que el prejuicio de clases existe, pero al mismo tiempo todo el mundo exclama que él, de una manera algo misteriosa, está exento de esto. El esnobismo es uno de esos vicios que podemos discernir en los demás pero nunca en nosotros mismos. No solo el croyant et pratiquant socialista, sino cada ‘intelectual’ asume como algo común que él por lo menos, a diferencia de sus vecinos, está fuera del fraude de clase; él, a diferencia de sus vecinos, está más allá de los absurdos de riqueza, rangos, títulos, etc., etc. ‘No soy esnob’ es hoy en día una especie de credo universal. ¿Quién no se ha burlado de la Cámara de los Lores, la casta militar, la Familia Real, las escuelas caras, las sociedades de cazadores, las ancianas en las residencias de Cheltenham, los horrores de las sociedades ‘county’[1] y la jerarquía social en general? Hacerlo se ha convertido en un gesto automático. Esto se nota particularmente en las novelas. Todo novelista con pretensiones serias adopta una actitud irónica hacia sus personajes de la clase alta. De hecho cuando un novelista tiene que poner un personaje de clase decididamente alta –un duque o una baronesa o lo que sea– en una de sus historias lo ridiculiza más o menos instintivamente. Hay una importante causa subsidiaria de esto en la pobreza del dialecto de la clase alta moderna. El habla de las personas ‘educadas’ es hoy en día tan rígida y desabrida que un novelista no puede hacer nada con ella. El mejor modo de hacerlo entretenido, por lejos, es parodiarlo, lo que significa pretender que cualquier individuo de clase alta es un estúpido inservible. El truco es imitado de novelista en novelista, y al final se vuelve casi un acto reflejo.
Y sin embargo todo el tiempo, en el fondo de su corazón, todo el mundo sabe que esto es un disparate. Todos despotricamos contra las distinciones de clase, pero muy pocas personas quieren abolirlas realmente. En este punto nos encontramos con el hecho importante de que toda opinión revolucionaria obtiene parte de su fuerza de una convicción secreta de que nada puede cambiarse.
Si se quiere tener una buena ilustración de esto vale la pena estudiar las novelas y obras de teatro de John Galsworthy, prestándole atención a su cronología. Galsworthy es un espécimen muy bueno del emotivo humanitario de piel fina de la preguerra. Comienza con un mórbido complejo de compasión que se extiende incluso hasta pensar que toda mujer casada es un ángel encadenado a un sátiro. Está en un perpetuo temblequeo de indignación por los sufrimientos de oficinistas sobreexplotados, de peones rurales mal pagos, de mujeres caídas, de criminales, de prostitutas, de animales. El mundo, como él lo ve en sus primeros libros (El propietario, Justicia, etc.), se divide en opresores y oprimidos, con los opresores sentados arriba como un monstruoso ídolo de piedra al que toda la dinamita del mundo no puede derribar. ¿Pero es tan cierto que verdaderamente lo quiere derribar? Por el contrario, en su pelea contra un tirano inamovible está sostenido por la conciencia de que es inamovible. Cuando las cosas suceden inesperadamente y el orden del mundo que él había conocido comienza a desmoronarse, él tiene una sensación algo diferente al respecto. Entonces, habiendo empezado como el campeón de los desvalidos contra la tiranía y la injusticia, termina abogando, (ver La cuchara de plata) que la clase obrera inglesa, para curar sus males económicos, debe ser deportada a las colonias como lotes de ganado. Si hubiese vivido diez años más muy probablemente habría llegado a alguna forma amable de fascismo. Este es el destino inevitable del sentimentalista. Todas sus opiniones cambian hacia lo opuesto al primer roce con la realidad.
La misma veta de gomosa insinceridad reblandecida corre por toda opinión ‘avanzada’. Tomemos por ejemplo la cuestión del imperialismo. Todo ‘intelectual’ de izquierda es, de hecho, un antiimperialista. Afirma estar fuera del fraude del imperio tan automáticamente como afirma estar fuera del fraude de clases. Incluso el ‘intelectual’ de derecha, que no se ha revelado definitivamente contra el imperialismo británico, pretende mirarlo con una suerte de divertido distanciamiento. Es tan fácil ser ingenioso sobre el imperio británico. La carga del hombre blanco y Rule, Britannia, y las novelas de Kipling y los pelmazos anglo indios –¿quién podría mencionar semejantes cosas sin una sonrisa burlona? ¿Y hay alguna persona culta que no haya hecho una vez en su vida ese chiste sobre el viejo havildar[2] indio que dijo que si los británicos dejaban la India no quedaría ni una rupia ni una virgen entre Peshawar y Delhi (o donde fuese)? Esa es la actitud del típico izquierdista respecto del imperialismo, y es una actitud absolutamente fofa y sin hueso. Porque en última instancia, la única cuestión importante es, ¿quiere usted que el imperio británico siga en pie o quiere que se desintegre? Y en el fondo de su corazón ningún inglés y menos que menos la clase de persona mordaz respecto de los coroneles anglo-indios, quiere efectivamente que se desintegre. Porque, aparte de cualquier otra consideración, el alto estándar de vida que disfrutamos en Inglaterra depende de que mantengamos firmemente el imperio, particularmente las porciones tropicales del mismo como la India y África. Bajo el sistema capitalista, para que Inglaterra pueda vivir con relativo confort, cien millones de indios deben vivir al borde de la inanición –un estado de cosas perverso, pero uno lo aprueba cada vez que sube a un taxi o se come un plato de frutillas con crema. La alternativa es tirar el imperio por la borda y reducir Inglaterra a una pequeña isla fría e insignificante donde todos tendríamos que trabajar muy duro y vivir básicamente de arenques y papas. Esa es la última cosa que cualquier izquierdista quiere. Sin embargo el izquierdista sigue sintiendo que él no tiene responsabilidad moral por el imperialismo. Está perfectamente dispuesto a aceptar los frutos del imperio y salvar su alma mofándose de las personas que mantienen el imperio en pie.
Es en este punto donde uno empieza a comprender la irrealidad de la actitud de la mayoría de las personas hacia la cuestión de clase. Siempre que se trate de mejorar las condiciones de vida de los trabajadores toda persona decente está de acuerdo. Pongamos por ejemplo un minero del carbón. Todo el mundo menos los tontos y los delincuentes, querría ver mejor al minero. Si, por ejemplo, el minero pudiera ir hasta la cara de carbón en un cómodo vagón en vez de tener que ir a gatas, si pudiera trabajar un turno de tres horas en lugar de siete horas y media, si pudiera vivir en una casa decente con cinco dormitorios y baño y recibir un salario de diez libras por semana –espléndido. Es más, cualquiera que usa el cerebro sabe perfectamente bien que esto está dentro del rango de lo posible. El mundo, al menos potencialmente, es inmensamente rico; si se lo desarrolla como se debe desarrollar todos podríamos vivir como príncipes, suponiendo que lo quisiéramos. Y para una mirada muy superficial el costado social de la cuestión se ve igualmente simple. En un sentido es cierto que casi todo el mundo quería ver abolidas las distinciones de clase. Obviamente esta inquietud perpetua entre los hombres que sufrimos en la Inglaterra moderna es una maldición y un fastidio. De allí la tentación de creer que se la puede expulsar a los gritos con unos pocos chillidos de líder scout. ¡Dejen de decirme ‘sir’, muchachos! Claro, ¿no somos todos hombres? Hagámonos amigos y pongamos el hombro y recordemos que somos todos iguales, y qué diablos importa si yo sé qué clase de corbata usar y ustedes no, y tomo la sopa relativamente en silencio y ustedes la toman con un ruido de agua corriendo por el desagote –etcétera, etcétera; todo una basura de lo más perniciosa pero muy seductora si se la expresa adecuadamente.
Pero desafortunadamente no se avanza más por el mero hecho de desear que las distinciones sociales desaparezcan. Más exactamente, es necesario desear que desaparezcan, pero el deseo de uno carece de eficacia a menos que se entienda lo que implica. El hecho que debemos enfrentar es que abolir las distinciones de clases significa abolir parte de uno mismo. Heme aquí, un típico miembro de la clase media. Es fácil para mí decir que quiero liberarme de las distinciones de clase, pero casi todo lo que pienso y hago es resultado de las distinciones de clase. Todas mis nociones –nociones del bien y del mal, de lo placentero y lo desagradable, de lo gracioso y lo serio, de lo horrible y lo bello– son básicamente nociones de clase media; mis gustos de libros, comidas, ropas, mi sentido del honor, mis modales en la mesa, mi modo de hablar, mi acento, incluso los movimientos característicos de mi cuerpo, son productos de una clase especial de crianza y un nicho especial más o menos en la mitad de la jerarquía social. Cuando comprendo esto comprendo que es inútil palmearle la espalda a un proletario y decirle que él es tan buen hombre como yo; si realmente quiero entrar en contacto con él tengo que hacer un esfuerzo para el que muy posiblemente no esté preparado. Porque para estar fuera del asunto de las clases tengo que suprimir no solo mi esnobismo privado sino también la mayoría de mis otros gustos y prejuicios. Tengo que alterarme tan completamente que al final sería difícilmente reconocible como la misma persona. Lo que implica no es solo el mejoramiento de las condiciones de vida de la clase obrera, ni la elusión de las más estúpidas forma de esnobismo, sino un completo abandono de la típica actitud hacia la vida de la clase media y la clase alta. Y que yo diga Sí o No probablemente dependa de hasta dónde alcance mi comprensión de lo que se me demanda.
Muchas personas, de todos modos, imaginan que pueden abolir las distinciones de clase sin hacer ningún cambio incómodo en sus propios hábitos e ‘ideología’. De allí las intensas actividades de rompimiento de clases que uno puede ver desarrollándose en ambos lados. En todas partes hay gentes de buena voluntad que creen honestamente que trabajan para desterrar las distinciones de clase. El socialista de clase media se entusiasma con el proletariado y organiza ‘escuelas de verano’ en donde se supone que el proletario y el burgués arrepentido se echarán mutuamente los brazos al cuello y serán hermanos para siempre; y los visitantes burgueses saldrán diciendo lo hermoso e inspirador que ha sido todo (los proletarios saldrán diciendo algo diferente). Y luego está el misericordioso suburbano, una resaca del período de William Morris[3], pero todavía extrañamente común, que anda por ahí diciendo ‘¿Por qué tenemos que nivelar para abajo? ¿Por qué no nivelamos ‘para arriba’? y propone nivelar a la clase obrera para arriba (según su estándar de arriba) por medio de la higiene, el jugo de frutas, el control de la natalidad, la poesía, etc. incluso el duque de York (hoy Rey Jorge VI) organiza un campamento anual donde muchachos de la escuela pública y de las villas miseria se supone que se mezclan en términos de exacta igualdad, y para el caso efectivamente se mezclan, más bien como los animales en una de esas jaulas de ‘Familias Felices’ donde un perro, un gato, dos hurones, un conejo y tres canarios conservan una paz armada mientras el animador los mira.
Estoy convencido de que todos esos esfuerzos conscientes, deliberados, por el rompimiento de clases constituyen un serio error. A veces son solo fútiles, pero donde sí muestran un resultado definitivo es usualmente en intensificar los prejuicios de clase. Esto, si uno lo piensa, era lo único que se podía esperar. Se ha forzado el paso y establecido una incómoda y antinatural igualdad entre clase y clase; la fricción resultante saca a la superficie toda clase de sentimientos que de otro modo habrían permanecido enterrados tal vez para siempre. Como dije a propósito de Galsworthy, las opiniones del sentimental cambian a su opuesto al primer roce con la realidad. El PLI[4] de clase media y el barbudo bebedor de jugo de fruta están totalmente a favor de una sociedad sin clases siempre que vean al proletario por el extremo equivocado del telescopio; fuércelos a cualquier contacto real con un proletario –deje que se peleen, por ejemplo, con un pescadero borracho un sábado a la noche– y son capaces de volver al más ordinario esnobismo de clase media. La mayoría de los socialistas de clase media, sin embargo, son muy poco proclives a meterse en peleas con pescaderos borrachos; cuando efectivamente hacen algún contacto con la clase obrera, por lo común es con la intelligentsia de la clase obrera. Pero la intelligentsia de la clase obrera se divide nítidamente en dos tipos diferentes. Está el tipo que sigue siendo de la clase obrera –que sigue trabajando de mecánico o de estibador o en lo que sea y no se preocupa en cambiar su acento y sus hábitos de obrero, pero que ‘se cultiva’ en sus ratos libres y trabaja para el PLI o el partido comunista; y está el tipo que sí cambia su estilo de vida, por lo menos exteriormente, y que por medio de becas estatales logra ascender a la clase media. El primero es uno de los mejores tipos de hombre que tenemos. Puedo pensar en algunos que he conocido a quienes hasta el más encumbrado Tory no podría evitar apreciar y admirar. El otro tipo, con excepciones –D.H. Lawrence, por ejemplo– es menos admirable.
Por empezar, es una lástima, aunque es un resultado natural del sistema de becas, que el proletariado tenga que mezclarse con la clase media a través de la intelectualidad. Porque si uno es un ser humano decente no es fácil toparse con la intelectualidad literaria. El moderno mundo literario inglés, por lo menos el sector más sesudo, es una suerte de jungla ponzoñosa donde solo las malezas pueden florecer. Es apenas posible ser un caballero literario y mantener la decencia si uno es un escritor definitivamente popular –un escritor de historias de detectives, por ejemplo; pero ser un erudito, con figuración en las revistas más presuntuosas, significa entregarse a horribles campañas de enchufismo y arribismo deshonesto. En el mundo de los eruditos uno ‘avanza’, si es que ‘avanza’, no tanto por su habilidad literaria sino siendo la vida y el alma de los cócteles y besando los culos de pequeños leones agusanados. Este, entonces, es el mundo que más abre sus puertas al proletario que está saliendo de su clase. El ‘muchacho inteligente’ de una familia obrera, la clase de muchacho que gana becas y que obviamente no es apto para una vida de trabajo manual, puede hallar otros caminos para escalar a una clase superior –un tipo ligeramente diferente, por ejemplo, sube a través de la política del partido laborista– pero el medio literario es por lejos el más usual. La Londres literaria rebosa hoy con hombres jóvenes de origen proletario y que se han educado por medio de becas. Muchos de ellos son personas muy desagradables, muy poco o nada representativos de su clase, y es una verdadera pena que cuando una persona de origen burgués consigue efectivamente tratar con un proletario cara a cara en términos iguales, éste es el tipo que más comúnmente encuentra. Porque el resultado es llevar al burgués, que ha idealizado al proletario mientras no sabía nada de él, de nuevo a los frenesís del esnobismo. El proceso es a veces muy gracioso de observar, si resulta que uno lo observa desde afuera. El pobre burgués bienintencionado, ansioso por abrazar a su hermano proletario, se queda con los brazos abiertos; y segundos después se retira, con cinco libras menos solicitadas en préstamo y exclamando tristemente, ‘¡Pero caramba, este tipo no es un gentleman!’
Lo que desconcierta al burgués en un contacto de este tipo es hallar alguna de sus propias declaraciones siendo tomadas seriamente. He señalado que las opiniones de izquierda del ‘intelectual’ promedio son principalmente espurias. Por puro afán de imitación se burla de cosas en las que en verdad cree. Como un ejemplo entre muchos, tomemos el del código de honor de la escuela pública, con su ‘espíritu de equipo’ y su ‘no se le pega a un hombre caído’, y toda esa basura. ¿Quién no se ha reído de eso? ¿Quién, que se considere ‘intelectual’, se animaría a no reírse de eso? Pero es un poco diferente cuando uno se encuentra con alguien que se ríe desde afuera; tal como nos pasamos la vida burlándonos de Inglaterra pero nos enojamos muchísimo cuando oímos a un extranjero diciendo exactamente las mismas cosas. Nadie ha sido más divertido sobre la escuela pública que ‘Beachcomber’ [5] del Express. Se ríe, bien justamente, del código ridículo que hace de la trampa en los juegos de naipes el peor de los pecados. Pero a ‘Beachcomer’, ¿le gustaría que a uno de sus amigos lo descubrieran trampeando con los naipes? Lo dudo. Es solo cuando uno se encuentra con alguien de una cultura diferente a la suya que empieza a darse cuenta lo que son sus propias creencias. Si uno es un ‘intelectual’ burgués enseguida se imagina que de algún modo deja de ser burgués porque le resulta fácil reírse del patriotismo y de la C de E[6] y de la Corbata de Exalumno y del coronel Blimp[7] y todo lo demás. Pero desde el punto de vista del ‘intelectual’ proletario, que al menos por su origen está fuera de la cultura burguesa, las similitudes de uno con el coronel Blimp pueden ser más importantes que las diferencias. Es muy probable que él lo vea a uno y al coronel Blimp como personas prácticamente equivalentes y en cierto modo tiene razón, aunque ni uno ni el coronel Blimp lo admitiría. Así que el encuentro entre el proletario y el burgués, cuando consiguen encontrarse, no es siempre el abrazo de dos hermanos perdidos hace mucho tiempo; demasiado a menudo es el choque de dos culturas extrañas que solo pueden encontrarse en la guerra.
He estado observando esto desde el punto de vista del burgués que ve desafiadas sus creencias secretas y vuelve asustado al conservadurismo. Pero hay que considerar además el antagonismo que ha surgido en el proletariado ‘intelectual’. Por sus propios esfuerzos y a veces con terribles agonías ha salido de su clase para entrar en otra en donde espera encontrar una mayor libertad y un mayor refinamiento intelectual; y todo lo que encuentra, muy a menudo, es una suerte de oquedad, una inanidad, una falta de todo cálido sentimiento humano –de cualquier vida real. A veces la burguesía se le ocurre como un conjunto de peleles adinerados y con agua en las venas en lugar de sangre. Esto en todo caso es lo que él dice, y casi todo joven instruido de origen proletario seguirá este discurso. De allí la hipocresía ‘proletaria’ por la que hoy sufrimos. Todo el mundo sabe, o ya debería saber en estos tiempos, cómo funciona: la burguesía está ‘muerta’ (una forma de insultar predilecta hoy en día y muy efectiva por su falta de significado), la cultura burguesa está en bancarrota, los ‘valores’ burgueses son despreciables, etcétera, etcétera; si quiere ejemplos, fíjese en cualquier número de Left Review o cualquiera de los jóvenes escritores comunistas tales como Alec Brown, Philip Henderson, etc. La sinceridad de mucho de esto es sospechosa, pero D.H. Lawrence, que era sincero, más allá de lo que pudo no haber sido, expresa el mismo pensamiento una y otra vez. Es curioso cómo insiste con la idea de que la burguesía inglesa está muerta, o como mínimo, castrada. Mellors, el guardabosque de El amante de Lady Chatterley (en realidad el mismo D.H. Lawrence), ha tenido la oportunidad de salir de su propia clase y no tiene ningún deseo de volver a ella, porque las personas de la clase trabajadora tienen varios ‘hábitos desagradables’; por otra parte la burguesía, con la que él también se ha mezclado hasta cierto punto, le parece medio muerta, una raza de eunucos. El marido de Lady Chatterley, simbólicamente, es impotente en el verdadero sentido físico. Y después está el poema sobre el joven (otra vez el mismo D.H. Lawrence) que ‘trepó al tope ’el árbol’ pero bajó diciendo:
¡Oh, debes ser como el mono
si al tope de ese árbol te subiste!
Al sólido mundo no le sirves
ni al muchacho que fuiste.
Parloteando y perorando en una rama
con descuello.
Todo es solo sermón, discurso y parloteo,
Y palabras sinceras nunca emiten
que les vengan desde adentro, mi querido,
pues siempre queda a medias lo que dicen
Te digo que algo les han hecho;
a las tiernas pollitas de allá arriba;
ni un gallo puede verse hoy entre ellas … etc., etc.
No podría estar más claro que eso. Posiblemente por la gente ‘al tope de ese árbol’ Lawrence solo se refiere a la verdadera burguesía, esa clase por encima de las 2000 libras al año, pero lo dudo. Es más probable que se refiera a todos los que están más o menos dentro de la cultura burguesa –todos quienes fueron criados con un acento remilgado y en una casa con uno o dos sirvientes. Y en este punto uno se puede dar cuenta del peligro de las estupideces ‘proletarias’ –darse cuenta, quiero decir, del terrible antagonismo que es capaz de producir. Porque cuando uno llega a semejante acusación está entre la espada y la pared. Lawrence me dice que porque fui a una escuela pública soy un eunuco. Bueno, ¿qué hay? Puedo dar evidencia médica de lo contrario, ¿pero de qué serviría? La condena de Lawrence permanece. Si me dicen que soy un sinvergüenza yo puedo enmendarme, pero si me dicen que soy un eunuco me están tentando para devolver el golpe de la manera que me parezca posible. Si quiere hacer de un hombre su enemigo, dígale que sus males son incurables.
Este es entonces el resultado neto de la mayoría de los encuentros entre proletarios y burgueses: ponen al desnudo un verdadero antagonismo que se intensifica con la cháchara ‘proletaria’, ella misma el producto de los contactos forzados entre clase y clase. El único procedimiento sensato es ir de a poco y no forzar el paso. Si usted se considera secretamente un gentleman y como tal superior al muchachito repartidor del verdulero, es mucho mejor decirlo a decir mentiras al respecto.
Mientras tanto se puede observar en cada lado ese triste fenómeno, la persona de clase media que a los veinte años es un socialista ardiente y un conservador desdeñoso a los treinta y cinco. En cierto modo su retroceso es muy natural –en todo caso se puede ver cómo operan sus pensamientos. Quizás una sociedad sin clases no significa un beatífico estado de cosas donde todos seguiremos comportándonos exactamente como antes excepto que no habrá odio de clase ni esnobismo; quizás signifique un mundo desolado en el que todos nuestros ideales, nuestros códigos, nuestros gustos –nuestra ‘ideología’, de hecho– no significan nada. Tal vez este asunto del ‘rompimiento de clases’ no sea tan sencillo como parecía. Por el contrario, es un duro recorrido hacia la oscuridad, y puede ser que al final la sonrisa esté en la cara del tigre. Sin embargo con sonrisas amables aunque ligeramente protectoras nos decidimos a saludar a nuestros hermanos proletarios y, ¡Oh! Nuestros hermanos proletarios –por lo que entendemos– no esperan nuestros saludos, nos están pidiendo que nos suicidemos. Cuando el burgués lo ve de esa forma sale volando, y si este vuelo es lo suficientemente rápido puede llevarlo al fascismo.
[1] Oligarcas que viven en enormes residencias rurales.
[2] rango en los ejércitos de India, Pakistán y Nepal, equivalente a sargento.
[3] arquitecto, novelista y activista socialista inglés.
[4] miembros del Partido Laborista Independiente
[5] seudónimo; tipo que junta cosas sin valor en la playa.
[6] Church of England.
[7] personaje central de la película Vida y muerte del coronel Blimp; creía que se podía ganar una guerra siendo un caballero.