Un cuento visceral de Orlando Espósito ilustrado por Cindel García.
Le está tomando el vino y cuando llegue y vea que se lo chupó la va a cagar a palos, pero no puedo decirle nada porque se la va a agarrar conmigo o peor, capaz que ella con tal de zafar me manda al frente como la vuelta pasada, y el guacho se me viene al humo a mí. El muy hijo de puta me bajó un diente de la piña que me pegó. Es en lo único que están de acuerdo: fajarme y hacer que vaya a pedir fiado al almacén o a mangar en la avenida para comprar un tetra.
Me estaba volviendo loca con tanto miedo de que entren a la casa. Rejas, alambrados eléctricos sobre las paredes, dos sistemas de alarma. Ayer se enojó a morir porque olvidé ingresar el código y se largaron a sonar cuando él estaba en la bicicletería. ¡Qué horror! El sonido de las bocinas paraliza de tan agudo y fuerte que es. No podía caminar. Como si tuviera vértigo. Del susto que me pegué solté la bolsa y las botellas de vino y aceite que había comprado se estrellaron, y yo quedé paralizada en medio del desastre mientras la mancha se extendía por el piso y me mojaba las Nike nuevas. Sentía que vibraba y sonaba sin parar el teléfono en mi bolsillo pero era incapaz de atender. Igual, ¿qué habría podido escuchar en medio de ese infierno?
Ahí está. Viene subiendo por la escalera. Ojalá que se caiga y se parta la cabeza como le pasó al padrastro del Colo y no jodió más, el muy hijo de puta. Sube, lo oigo. Viene puteando. Está tan en pedo que ni puede hablar, pero viene, se pone en cuatro patas y sube como puede, puteando y carajeando por la escalera de mierda. Sube, el guacho, babeando y meándose encima por la mamúa que tiene. Hoy tengo el puño de hierro que me prestó el Rengo; si me llega a tocar le bajo toda la boca.
Llegó antes que los de la seguridad y mucho antes que la policía. Entró, metió el código y paró esa sirena que me inmovilizaba. Pero le vi la cara roja de rabia y supe que estaba conteniéndose para no insultarme. Me sentí ridícula parada ahí, en el charco de aceite y vino, con miedo de dar un paso por no resbalar y caer sobre la bolsa repleta de vidrios rotos. Mil veces me había explicado el tema de las claves, pero no soy de las que le prestan mucha atención a esas cosas.
Atendió a los de la empresa y a los de la comisaría. Se disculpó, desde luego, siempre aclarando que la torpe era yo y cuando se fueron, sin decir palabra, salió cerrando con tanta suavidad la puerta que el mismo gesto era todo un reproche peor que un portazo. No supe por qué, justo en ese instante recordé al gorrión que había encontrado muerto días antes sobre el caminito de lajas que va de la galería al quincho.
Mi vieja dejó el vino en el rincón donde él lo había escondido. Cuando se ponga a buscarlo lo va a encontrar enseguida y ahí nomás se va a dar cuenta de que está abierto. Alguien lo abrió ¿y quién va a ser? Se le va a ir al humo y le va a dar para que tenga, la va a dejar mormosa. Me tendría que haber rajado antes ¿para qué carajo me quedé? Apenas entre y empiece a darle a la vieja me escabullo y me rajo, que la mate; son tal para cual.
Mil trescientos dólares en una bicicleta. ¡Qué locura! Se le puso que la otra no tenía esto y aquello, que era demasiado pesada, los cambios, qué sé yo… Cosas de hombres. Son como chicos cuando se les mete algo en la cabeza. Me asfixio en la casa. Las alarmas y las rejas, ya ni salgo al jardín porque me da claustro esa medianera coronada por los alambres electrificados. Tendría que ir a levantar al pajarito con la escoba y la palita de la basura. Me da asco. ¿Esto es vida? A duras penas puedo seguir con mis traducciones. La paso encerrada en el escritorio, sentada frente a la compu, y encima la peste, que ni te deja caminar tranquila.
Entra y grita: «¡Negra! ¿Dónde te metiste, Negra?» Se lleva la silla por delante y se cabrea. La levanta y la hace concha contra la mesa. «¿Dónde estás, Negra? La reputa madre que te reparió, Negra». La vieja no es ninguna boluda. Está en la sombra entre el televisor y el armario. El choborra debe de haber perdido al siete y medio los pocos mangos mierdosos que ella le dio y le habrá quedado debiendo a los perucas, y con los perucas no se jode. Dejás dos y al otro día tenés que llevarles cuatro o te buscan y te rompen un dedo, no mucho, para que puedas llevar al día siguiente ocho y así siguen hasta que te dejan fiambre. «¿Dónde te metiste, Negra, puta de mierda? Andá a laburar que necesito plata».
Vino con la bici nueva. Le temblaban las manos mientras la armaba. Cuando cambiamos el auto no se puso tan contento. Nos acostamos tarde porque demoró ajustando y revisando todo. Cuando estuvo lista la cena lo tuve que llamar un par de veces porque no quería dejar sin apretar una tuerca… qué sé yo. Nos acostamos y pusimos una serie policial que nos venía gustando pero él estaba como loco. Puso el despertador a las seis para salir temprano. Dijo que iba a ir hasta el final de la costanera sur.
Y mi vieja, la puta de mierda, se va a poner el vestido colorinche que usa para ir a Palermo, ese que deja que se le vean las tetas y con tal de que no la faje va a salir a chupar pijas por cien mangos, pijas con sida, con pus y lo que venga, y también por cincuenta y por diez, con tal de no volver sin guita para que este mierda le pague a los perucas y después se compre dos tetra.
Vivo encerrada. Siento que el virus nos busca, nos persigue para infectarnos. Los hombres enfrentan la peste con otro espíritu. Mitri se pone el barbijo y sale a pedalear sin problema. En cambio yo aquí, encerrada temblando. Enciendo la radio; me trastorna la casa en silencio, pero las noticias son como si abrieran las puertas del infierno. Enfermedad y muerte, robos y asaltos, violaciones, femicidios… ¿será verdad? Queman barbijos en el Obelisco, oigo hablar de “terraplanistas”; ¿habrá alguien todavía que crea que la tierra es plana? Oigo a uno decir que si te das la vacuna se te pegan los objetos metálicos al brazo… ¡qué idiota!
Salto de la cama y corro a la puerta sin darle tiempo ni a que se dé vuelta al hijo de puta. Corro hasta el restorán de los perucas. Me atiende el Gabo, que no es peruca pero es de aquí de siempre y trabaja para ellos, el más piola. Me recibe bien. Antes me tiraba onda para que les hiciera de soldadito. Pero no agarré porque eso nunca me gustó. Ya vi cómo quedaban arruinados todos mis amigos y después, cuando no servían mas, los mandaban a salir de caño por dos pesos para el paco. Tiraba onda, tiraba, porque después de la tercera vez que me metieron en el San Martín dejó de tirar. No quieren pibes con prontuario. Le digo que necesito plata grande para irme de la villa.
«¿Plata grande?» –pregunta el Gabo–. «¿De cuánto estás hablando?». Cinco. «¿Lucas?». Y que van a ser. Le hago que sí con la cabeza. «Para un trabajo grande vas a necesitar un fierro, y eso cuesta». Otra vez le hago al gede que sí con la cabeza. «Mirá, tiene que ser algo bueno… muy muy, digo, si querés una astilla de cinco lucas».
Dicen que la peste es un invento de los chinos, que no existe, que corrieron el rumor para que todo el mundo se inyecte ese líquido que contiene un microchip y así tenerte controlado. Me estoy volviendo loca. El silencio, es el silencio. Mitri se va y me deja sola en medio de esto. Sale un médico que parece muy serio diciendo que las vacunas no sirven, que no están probadas…
El gede dice que si quiero cinco lucas tengo que hacer una moto de las buenas o una alta bici, nada siome porque lo que le estoy pidiendo es mucho. Después busca en un cajón y me da un fierro tan hecho mierda que le pregunto si sirve, si no me voy a volar la mano al primer tiro. «Sirve, sirve, no te hagás el delicado.Y mirá bien qué me vas a traer, no me gusta andar en transa con un ruchi de polirubros».
Salió contento. La bici, el casco, las coderas, todo nuevo. Habrá gastado una fortuna, pero ¿qué le voy a decir si no nos falta nada? Sintonicé la FM Tango y me metí en el escritorio para terminar con una traducción que llevaba atrasada. Ahora me pregunto, pensando qué se me dio por poner la radio: ¿habrá sido algún presentimiento de que iban a golpear la puerta y no iba a querer oír lo que me estarían por decir cuando abriera? ¿Y por qué esa imagen del gorrión muerto volvía a mi mente a cada rato?
Y me fui a buscar al Colo, que sabe hacerme la segunda en estas cosas. Los dos queremos rajar de esta mierda, tomarnos el piro y hacer la nuestra. Hablamos siempre de que necesitamos unos mangos para desaparecer, un amuche que nos alcance para salir de la zona y ahora vengo yo con un caño y un comprador para que me haga la gamba en este yeite. «Yo sé dónde podemos buscar algo gordo» dice apenas le hablo. No es de andar con vueltas el Colo. «En la zona de Retiro, detrás del hotel hay una calle muerta, muchas veces vi que pasaban esos que van corriendo, van y vienen con llantas que valen fortuna y es acá nomás. Se la ponemos a uno y rajamos».
No escuché que sonara el timbre. Dijeron que estuvieron un rato apretando el botón y golpeando la puerta. Pero yo estaba trabada con la traducción de un manual de carpintería para hobbistas y el diccionario Collins no era claro con las cosas técnicas y no escuché que sonara.
Y ahí nomás nos fuimos. No habíamos salido de la villa cuando se prendió el Mono. Preguntó en qué andábamos y cuando le dije que íbamos de caño se anotó, puro deporte, porque no estaba prendido, pero se vino igual. Llevo el fierro apretado con el cinturón, con miedo de que no sirva para nada y nos complique la cosa, pero igual…
El Mono se plantó en la esquina haciéndose el colgado pero vigilando que no vinieran los cobani aunque, según el Colo, no íbamos a ver a ninguno en esa zona. Nosostros dos, yo y el Colo, nos adelantamos y nos paramos haciendo como que estamos de gran conversa.
Sigo trabada con una palabra: “Instrumento que sirve para trazar líneas paralelas al borde de una pieza escuadrada”, cuando oí que aporreaban la puerta. Recordé las instrucciones que me repetía siempre Mitri sobre los cuidados antes de abrir. Pero mientras me iba acercando se me estrujaba el corazón. Fue como si hubiera sabido de antes lo que venían a decirme.
Yo ya tenía el fierro apretado en el puño cuando vimos que venía uno con una alta bici y casco y qué se yo y el Colo dice: «Dale a este», y salta de golpe y se le pone delante como si no lo hubiera visto y el tipo clava los frenos, abre una pierna y se planta. Saco en el acto el fierro. El tipo lo ve y grita: «¡Llévense todo! ¡Llevense todo!». Los ojos son dos huevos. Tiembla y algo hace un ruido raro, el casco o los dientes, no sé qué es, qué hace ese ruido de temblequeo que parece una máquina.
Le quiero poner el caño en la cabeza para que se baje y se vaya. «Llevate el casco también» dice, y trata de soltar la hebilla del barbijo pero tiembla tanto que no puede. Le apoyo el caño en el cogote y le digo: ¡Bajá, chabón! Pero el temblor no permite que se suelte del manubrio. Pienso eso, que no se puede soltar del cagazo que tiene. Parece que quiere gritar. El que grita es el Colo: «¡Dale! ¿Qué esperás?». Un auto para y veo que baja el vidrio del lado del acompañante. El conductor me señala, mueve el brazo y grita algo. El Colo le sacude un patadón en el medio de la puerta. Estoy por rajarle una puteada, me muevo y se me escapa un tiro del fierro de mierda, que va y le vuela la cara al hijo de puta de la bici, un líquido tibio me salpica la jeta y el chabón cae con todo y se desparrama en el asfalto todavía aferrado al manubrio. El auto sale quemando gomas.
Miro por el visor. Es la policía. Detrás hay hombres y mujeres con cámaras y micrófonos. Pierdo las fuerzas, siento que me estoy por caer, las piernas no sostienen mi cuerpo… el gorrión. Abro.
El Mono y el Colo salieron a la carrera y yo detrás, un poco después porque quedé duro por la sorpresa por haberle volado el marote con casco y todo. Corro y ya estoy cruzando la plaza, creo que nadie vio porque no había un alma en la calle pero no, ahora veo que viene detrás de mí un cobani con la 9 en la mano que grita «¡Alto, policía!». Trato de alargar el paso. Corro más rápido pero el rati no afloja. Pienso que si vuelvo al San Martín ahora, después de este cuetazo, vuelvo siendo un poronga y que no importa si se escapó porque era un fierro trucho o si fue que apreté el gatillo de puro pija que soy, la cuestión es que le volé la cabeza al gilastrún y eso vale para que te respeten.
Me dicen lo que ya sé, lo que no quiero escuchar. Dicen que le pegaron un tiro a Mitri para robar la bicicleta nueva. Quiero poner la radio a más volumen. Preguntan qué siento, que opino de bajar la edad de imputabilidad… no sé qué me preguntan. Gramil, eso es; el instrumento que sirve para trazar líneas paralelas se llama gramil y no tiene traducción, es la misma palabra en los dos idiomas.
Me empuja y caigo de jeta al piso. Agarra una muñeca y la retuerce para llevarla a mi espalda. Marroca. Ahora la otra. Respira agitado, el cobani. «Lo mataste, pibe, no salís mas». Le digo que tengo quince, que me van a tener que soltar. Pero se lo digo para joderlo, no me importa si me mandan a la tumba y me tengo que comer veinte años. Y si me llegan a soltar, si me sueltan, digo, voy a la villa, le pido al Gabo otro fierro y lo hago boleta al hijo de puta, y a la puta de mi vieja, también.
“¿Hay que bajar la edad a doce años?” pregunta uno que tiene un grabador pequeño en la mano. Sí, sí, claro que hay que bajarla. “¿Habría que aplicar la pena de muerte?” pregunta una mujer que sostiene un micrófono. Claro, sí, sí, hay que matarlos a todos…