Compartimos el onceavo capítulo de El camino a Wigan Pier, un libro de George Orwell en el que el autor analizó la vida de los obreros en la década del ´30. Este es el primer capítulo de la segunda parte del libro, en esta segunda parte se desarrolla el afamado «testamento ideológico» de Orwell. Los capítulos anteriores pueden encontrarlo en este link. La traducción es de Marcelo Zabaloy y las ilustraciones de María Lublin.
Mientras tanto, ¿qué pasa con el socialismo?
No hace falta señalar que en este momento estamos en un embrollo muy serio, tan serio que incluso a la gente más tonta le cuesta seguir sin darse cuenta. Vivimos en un mundo en el que nadie es libre, en el que casi nadie está seguro, en el que es casi imposible ser honesto y seguir vivo. Para enormes bloques de la clase obrera las condiciones de vida son las que describí en el primer capítulo de este libro, y no hay posibilidad de que esas condiciones muestren alguna mejora significativa. Lo mejor que la clase obrera inglesa puede esperar es una disminución ocasional del desempleo cuando por ejemplo, raramente, esta industria o la otra sea artificialmente estimulada. Incluso la clase media, por primera vez en su historia, está sintiendo el pellizco. Todavía no ha conocido el verdadero hambre, pero más y más de sus miembros se debaten en una suerte de mortífera red de frustración en la que resulta cada vez más duro persuadirse de que uno es feliz, activo o útil. Incluso los suertudos de arriba, la verdadera burguesía, se ven periódicamente obsesionados por una toma de conciencia de las miserias de abajo y más aún por el futuro amenazante. Y este es meramente un escenario preliminar, en un país todavía rico por el saqueo de cien años. Ahora pueden venir Dios sabe qué horrores –horrores de los que, en esta isla protegida, no tenemos siquiera un conocimiento tradicional.
Y mientras tanto todo el que tiene dos dedos de frente sabe que el socialismo, como sistema mundial y aplicado de buena fe, es un camino de salida. Debería por lo menos asegurarnos la comida incluso si nos privara de todo lo demás. De hecho, desde un punto de vista, el socialismo es de un sentido común tan elemental que a veces me sorprendo de que todavía no haya sido establecido. El mundo es una balsa navegando por el espacio con, potencialmente, suficientes provisiones para todos; la idea de que todos debemos cooperar y ver que cada uno haga su parte justa del trabajo y obtenga su justa parte de las provisiones, parece ser tan evidentemente obvia que nadie podría dejar de aceptarla a menos que tenga algún motivo corrupto para aferrarse al sistema actual. Sin embargo el hecho que debemos enfrentar es que el socialismo no se está estableciendo. En vez de avanzar, la causa del socialismo retrocede visiblemente. En este momento los socialistas en casi todas partes están en retirada frente a la embestida del fascismo, y los acontecimientos se suceden a una velocidad terrible. Mientras esto escribo las fuerzas fascistas españolas bombardean Madrid, y es muy probable que antes de que el libro se imprima tendremos otro país fascista para agregar a la lista, por no mencionar un control fascista del Mediterráneo que puede tener los efectos de poner la política extranjera británica en manos de Mussolini. De todos modos no quiero discutir aquí las cuestiones políticas más amplias. Lo que me preocupa es el hecho de que el socialismo pierde terreno exactamente donde debería ganarlo. Con tanto a su favor –porque cada estómago vacío es un argumento a favor del socialismo – la idea del socialismo es menos ampliamente aceptada de lo que era hace diez años. La persona pensante promedio hoy en día no es meramente no socialista, es activamente hostil al socialismo. Esto tiene que deberse principalmente a métodos de propaganda erróneos. Significa que el socialismo, en la forma en que hoy se nos presenta tiene algo inherentemente desagradable –algo que aleja a la misma gente que debería congregarse en su apoyo.
Unos años atrás esto hubiese parecido irrelevante. Parece que fue ayer que los socialistas, especialmente los marxistas ortodoxos, me contaban con sonrisas sobradoras que el socialismo llegaría por sus propios medios en virtud de un misterioso proceso llamado ‘necesidad histórica’. Posiblemente esa idea todavía anda dando vueltas, pero ha sido, como mínimo, sacudida. De allí los repentinos intentos de los comunistas en diferentes países por aliarse con fuerzas democráticas a las que han estado saboteando durante años. En un momento como este es urgentemente necesario descubrir por qué el socialismo ha fracasado en su capacidad de atracción. Y es inútil desacreditar el actual disgusto hacia el socialismo como producto de la estupidez o motivos corruptos. Si se quiere remover ese disgusto hay que entenderlo, lo que implica meterse en la cabeza del objetor común del socialismo, o por lo menos mirar comprensivamente su punto de vista. Ninguna demanda queda realmente contestada hasta que haya tenido una audiencia justa. Por lo tanto, casi paradójicamente, para defender el socialismo es necesario comenzar por atacarlo.
En los últimos tres capítulos traté de analizar las dificultades que se producen por nuestro anacrónico sistema de clases; tendré que volver a tocar ese punto, porque creo que el manejo actual intensamente estúpido de la cuestión de clases puede producir una estampida de potenciales socialistas hacia el fascismo. En el próximo capítulo quiero discutir algunas suposiciones subyacentes que alejan a las mentes sensibles del socialismo. Pero en este capítulo estoy simplemente tratando con las obvias objeciones preliminares –la clase de cosas que la persona que no es socialista (no quiero decir el tipo ‘¿Y de dónde va a venir el dinero?’) siempre empieza por decir cuando se lo presiona al respecto. Algunas de estas objeciones pueden parecer frívolas o incoherentes, pero eso es secundario. Estoy solamente discutiendo síntomas. Cualquier cosa que ayude a aclarar por qué el socialismo no es aceptado es relevante. Y que quede claro que argumento a favor del socialismo, y no en contra. Pero por el momento soy el advocatus diaboli. Pongo por caso la clase de persona que tiene simpatía por los objetivos principales del socialismo, que tiene el cerebro para ver que el socialismo podría ‘funcionar’, pero que en la práctica siempre sale volando cuando se menciona el socialismo.
Pregúntele a gente de este tipo y a menudo obtendrá la misma semi frívola respuesta: ‘No objeto al socialismo, pero sí objeto a los socialistas. ’ Lógicamente es un argumento pobre pero para mucha gente tiene peso. Como pasa con la religión cristiana, la peor propaganda para el socialismo son sus adherentes.
Lo primero que debe sorprender a cualquier observador externo es que el socialismo en su forma desarrollada es una teoría confinada enteramente a la clase media. El típico socialista no es, como las trémulas viejitas se imaginan, un obrero de aspecto feroz con el overol engrasado y la voz ronca. O es un juvenil bolchevique esnob que dentro de cinco años probablemente estará sólidamente casado y convertido al catolicismo romano; o bien, más típico aún, será un remilgado hombrecito con un trabajo de cuello blanco, generalmente un abstemio encubierto y a menudo con inclinaciones vegetarianas, con una historia de protestantismo detrás, y, sobre todo, con una posición social que no tiene intenciones de comprometer. Esta última clase es sorprendentemente común en los partidos socialistas de cualquier tono; quizás haya sido tomada en bloque del viejo partido liberal. Además está la horrible prevalencia –verdaderamente inquietante– de los chiflados dondequiera que los socialistas se junten. Uno a veces tiene la impresión de que las meras palabras ‘socialismo’ y ‘comunismo’ atraen con fuerza magnética a cada bebedor de jugo de frutas, nudista, usuario de sandalias, maniático sexual, cuáquero, curandero ‘naturista’, pacifista y feminista en Inglaterra. Un día de este verano viajaba por Letchworth cuando el ómnibus se detuvo y subieron dos viejos con un aspecto horrible. Los dos tenían alrededor de sesenta años, los dos muy petisos, rosados y regordetes y los dos sin sombrero. Uno de ellos era obscenamente calvo, el otro tenía unos largos pelos canosos cortados al estilo Lloyd George. Vestían unas camisas color pistacho y unos shorts caqui en los que sus culos gordos iban tan ceñidos que se les podía ver cada hoyuelo. Su aparición creó una ligera sensación de horror arriba del ómnibus. El hombre sentado a mi lado, aparentemente un viajante de comercio, me miró, los miró y me miró otra vez, murmurando, ‘socialistas’, como si dijera ‘pieles rojas’. Probablemente tenía razón –el PLI realizaba su escuela de verano en Letchworth. Pero el asunto es que para él, como un hombre común, un chiflado quería decir un socialista y un socialista quería decir un chiflado. Quizás sentía que se podía dar por descontado que cualquier socialista tendría algo de excéntrico. Y algo de esa idea parece existir entre los mismos socialistas. Por ejemplo, tengo aquí otro folleto de otra escuela de verano que establece sus condiciones por semana y me pide que le diga ‘si mi dieta es ordinaria o vegetariana’. Dan por sentado, como se ve, que es necesario hacer esta pregunta. Este tipo de cosa es por sí misma suficiente para alejar a muchas personas decentes. Y su instinto no falla, porque el maniático con la comida es por definición una persona que quiere apartarse de la sociedad humana con la esperanza de agregar cinco años más a la vida de su osamenta; es decir, una persona sin contacto con la humanidad común.
A esto hay que agregarle el horrible hecho de que la mayoría de los socialistas de clase media, mientras teóricamente languidecen por una sociedad sin clase, se aferran con uñas y dientes a sus miserables fragmentos de prestigio social. Recuerdo mis sensaciones de horror cuando asistí por primera vez a una reunión de comité del PLI en Londres. (Habría sido muy distinto en el norte, donde la burguesía está menos densamente extendida.) Pensé: ¿Estas pequeñas bestias tacañas son los campeones de la clase obrera? Porque cada una de esas personas, hombre o mujer, tenía el peor estigma de la superioridad desdeñosa de la clase media. Si un verdadero trabajador, por ejemplo un minero que viene sucio del pozo, hubiese aparecido súbitamente entre ellos, se habrían inquietado, enojado y disgustado; algunos, me imagino, se habrían ido corriendo tapándose las narices. Se puede ver la misma tendencia en la literatura socialista, la cual, incluso cuando no esté abiertamente escrita de haut en bas, está siempre completamente apartada de la clase trabajadora en idioma y manera de pensar. Los Cole, los Webb, los Strachey, etcétera , no son exactamente escritores proletarios. Es dudoso que hoy exista algo que pueda describirse como literatura proletaria –incluso el Daily Worker está escrito en inglés estándar del sur – pero un buen comediante musical llega más cerca de producirla que cualquier escritor socialista que se me ocurra. En cuanto a la jerga técnica de los comunistas, está tan alejada del habla corriente como el lenguaje de un libro de matemática. Recuerdo haber escuchado un orador profesional comunista dirigiéndose a una audiencia de obreros. Su discurso era la usual cháchara ilustrada, llena de largos párrafos y paréntesis y ‘No obstante’ y ‘Comoquiera que fuese’, junto con la jerga usual de la ‘ideología’ y la ‘conciencia de clase’ y la ‘solidaridad proletaria’ y todo los demás. Después de él, un obrero de Lancashire se paró y le habló a la multitud bien claro en su propio idioma. No había demasiadas dudas sobre cuál de los dos estaba más cerca de su audiencia, pero no creo ni por asomo que el obrero de Lancashire fuese un comunista ortodoxo.
Porque hay que recordar que un obrero, siempre que siga siendo un trabajador genuino, raramente o nunca es un socialista en el sentido completo, lógicamente consistente. Es muy posible que vote al laborismo o incluso al comunismo si tiene la oportunidad, pero su concepción del socialismo es bastante diferente de la del socialista leído de más arriba. Para el trabajador ordinario, del tipo que uno encuentra en un pub el sábado la noche, el socialismo no significa mucho más que mejores salarios y menos horas de trabajo y ningún jefe que lo mortifique. Para el tipo más revolucionario, que participa de las marchas del hambre y que los empleadores ponen en la lista negra, la palabra es una suerte de grito de guerra contra las fuerzas de la opresión, una vaga amenaza de violencia futura. Pero, hasta donde llega mi experiencia, ningún obrero genuino comprende las consecuencias profundas del socialismo. A menudo, en mi opinión, es un socialista más verdadero que el marxista ortodoxo, porque recuerda, lo que el otro tan a menudo olvida, que el socialismo significa justicia y decencia común. Pero lo que él no comprende es que el socialismo no puede reducirse a la mera justicia económica y que una reforma de esa magnitud está destinada a operar cambios inmensos en nuestra civilización y en su propio modo de vida. Su visión del futuro socialista es una visión de la sociedad actual despojada de los peores abusos, y con el interés centrado en las mismas cosas de hoy –la vida en familia, el pub, el fútbol, y la política local. En cuanto al costado filosófico del marxismo, el truco de la arveja y el dedal con esas tres entidades misteriosas, tesis, antítesis y síntesis, nunca me encontré con un obrero que tuviese la más mínima idea al respecto. Por supuesto que es cierto que muchas personas de origen obrero son teóricos del tipo libresco. Pero nunca hay individuos que hayan seguido siendo obreros; que no trabajan con las manos, quiero decir. O bien pertenecen al tipo que mencioné en el último capítulo, el tipo que se mete en la clase media a través de la intelligentsia literaria, o al tipo que se convierte en miembro del parlamento por el laborismo o en encumbrado dirigente sindical. Este último tipo es uno de los espectáculos más desoladores que hay en el mundo. Ha sido elegido para luchar por sus compañeros, y todo lo que significa para él es un trabajo suave y la oportunidad de ‘mejorar’ personalmente. No solo mientras, sino luchando contra la burguesía, se convierte él mismo en un burgués. Y en el ínterin es muy posible que haya seguido siendo un marxista ortodoxo. Pero todavía me falta conocer a un minero trabajador, un obrero del acero, un hilandero, un estibador, un peón caminero o lo que sea ‘ideológicamente’ sano.
Una de las analogías entre el comunismo y el catolicismo romano es que solamente los ‘educados’ son completamente ortodoxos. Lo más inmediatamente sorprendente de los ingleses católicos romanos –no me refiero a los verdaderos católicos, me refiero a los conversos: Ronald Knox, Arnold Lunn et hoc genus– es su intensa autoconciencia. Aparentemente nunca piensan, de hecho nunca escriben, sobre ninguna otra cosa excepto sobre el hecho de que ellos son católicos; este simple hecho y el autoelogio resultante de ello constituye todo el inventario del hombre de letras católico. Pero lo verdaderamente interesante de esta gente es el modo en el que han elaborado las supuestas repercusiones de la ortodoxia hasta involucrar los detalles más minúsculos de la vida. Incluso los líquidos que uno bebe, aparentemente, pueden ser ortodoxos o heréticos; de allí las campañas de Chesterton, ‘Beachcomber’, etc., contra el té y a favor de la cerveza. Según Chesterton, beber té es de ‘pagano’, mientras que beber cerveza es ‘cristiano’, y el café el es ‘opio puritano’. Desafortunadamente para esta teoría lo católicos abundan en el movimiento de la ‘Abstinencia’ y los más grandes bebedores crónicos de té son los irlandeses católicos; pero lo que me interesa acá es la actitud mental que puede hacer incluso de la comida y la bebida una ocasión para la intolerancia religiosa. Un obrero católico nunca sería tan absurdamente consistente como eso. No pierde su tiempo meditando sobre el hecho de su catolicismo, y no es particularmente consciente de ser distinto de sus vecinos no católicos. Digámosle a un obrero portuario de las villas miseria de Liverpool que su taza de té es ‘pagana’, y no tratará de tontos. E incluso en asuntos más serios no siempre comprende las consecuencias de su fe. En los hogares católicos de Lancashire uno ve el crucifijo en la pared y el Daily Worker sobre la mesa. Es solo el hombre ‘educado’, especialmente el hombre de letras, que sabe cómo ser un intolerante. Y, mutatis mutandis, lo mismo pasa con el comunismo. El credo nunca se encuentra en su forma pura en un proletario genuino.
Puede decirse, sin embargo, que incluso si el teórico socialista leído no es él mismo un obrero, por lo menos lo mueve un amor hacia la clase trabajadora. Se empeña en despojarse de su estatus burgués y pelear del lado del proletariado –ese, obviamente, debe ser su motivo.
¿Pero será así? A veces miro a los socialistas –el tipo de socialista escritor de tratados, con su pulóver, su pelo revuelto y sus citas marxistas– y me pregunto cuál es su motivo. A menudo resulta difícil creer que es el amor por alguien, especialmente por la clase obrera de la que, entre todas las personas, más alejado está. El motivo subyacente de muchos socialistas, creo, es un sentido hipertrofiado del orden. El presente estado de cosas los ofende no porque cause miseria, menos aún porque haga que la libertad sea imposible, sino porque es desprolijo; lo que desean, básicamente, es reducir el mundo a algo parecido a un tablero de ajedrez. Tomemos las obras de un socialista de toda la vida como Shaw. ¿Cuánta comprensión, o al menos conciencia, despliegan de la vida de la clase obrera? El mismo Shaw declara que solo se puede poner a un obrero en el escenario ‘como un objeto de compasión’; en la práctica él no lo pone ni siquiera como eso sino meramente como un personaje gracioso de W.W. Jacobs –el cómico prefabricado del East End, como esos Mayor Barbara y Conversación del capitán Brasshound. En el mejor de los casos su actitud hacia los trabajadores es la actitud burlona de Punch; en momentos más serios (consideremos por ejemplo el hombre joven que simboliza las clases desposeídas en La mala alianza) los encuentra despreciables y repugnantes. La pobreza y, lo que es más, los hábitos mentales creados por la pobreza, son algo que hay que erradicar desde arriba, con violencia si es necesario; quizás incluso preferentemente con violencia. De donde proviene su adoración de los ‘grandes’ hombres y su apetito por las dictaduras, fascistas o comunistas; porque para él, aparentemente (vide sus comentarios a propósito de la guerra ítalo abisinia y las conversaciones Stalin – Wells), Stalin y Mussolini son personas casi equivalentes. Lo mismo se consigue, dicho de una manera meliflua, en la autobiografía de Mrs. Sidney Webb, que brinda, inconscientemente, una pintura muy reveladora del magnánimo socialista visitador de villas miseria. La verdad es que para demasiadas personas, que se dicen socialistas, la revolución no significa un movimiento de las masas con las que esperan asociarse sino un conjunto de reformas que ‘nosotros’ los inteligentes, les vamos a imponer a ‘ellos’, las Clases Bajas. Por otra parte, sería un error considerar al socialista leído como una criatura sin sangre totalmente incapaz de expresar una emoción. Aunque brinde muy raras muestras de afecto por los explotados, es perfectamente capaz de mostrar su odio –una suerte de odio extraño, teórico, por los explotadores. De allí el viejo gran deporte socialista de denunciar la burguesía. Es extraño cuán fácilmente casi todo escritor socialista puede librarse a frenéticos ataques de rabia contra la clase a la que, por nacimiento o por adopción, él mismo invariablemente pertenece. A veces el odio hacia los hábitos e ‘ideología’ burgueses es de tanto alcance que se extiende incluso hasta los personajes en los libros. Según Henri Barbusse, los personajes de las novelas de Proust, Gide, etc., son ‘personajes a quienes uno querría de todo corazón tener del otro lado de una barricada’. ‘Una barricada’, vea un poco. A juzgar por El fuego, yo hubiese pensado que la experiencia de Barbusse con las barricadas lo habían dejado con un cierto disgusto por estas. Pero el imaginario bayonetazo del ‘burgués’, que presumiblemente no devuelve el golpe, es un poco diferente del verdadero artículo.
El mejor ejemplo del odio al burgués en literatura con el que me he cruzado es Intelligentsia de Gran Bretaña, de Mirsky. Este es un libro muy interesante y muy bien escrito y debería ser leído por quien quiera entender el crecimiento del fascismo. Mirsky (anteriormente Príncipe Mirsky) era un ruso blanco emigré que vino a Inglaterra y fue durante unos años profesor de literatura rusa en London University. Más tarde se convirtió al comunismo, regresó a Rusia, y escribió este libro como una suerte de ‘revelación’ de la intelligentsia británica desde una perspectiva marxista. Es un libro viciosamente malicioso, con un inequívoco tono de ‘Ahora que estoy fuera de su alcance puedo decir de ustedes todo lo que quiero’ que lo atraviesa, y aparte de una distorsión general contiene alguna tergiversación bastante definitiva y probablemente intencional; como por ejemplo cuando se declara que Conrad ‘no es menos imperialista que Kipling’ y se dice de D.H. Lawrence que escribe ‘pornografía desnuda’ y que ‘triunfó borrando todas las claves de su origen proletario’, como si D.H. Lawrence hubiese sido un choricero que trepó a la Cámara de los Lores. Este tipo de cosa es muy inquietante cuando uno recuerda que está dirigida a una audiencia rusa que no tiene forma de verificar su exactitud. Pero lo que pienso en este momento es en el efecto de un libro como ese en el público inglés. Acá tenemos un hombre de letras de extracción aristocrática, un hombre que probablemente nunca en su vida haya hablado con un obrero en nada que se parezca a términos igualitarios, profiriendo venenosos alaridos difamatorios contra sus colegas ‘burgueses’. ¿Por qué? Según parece, por pura maldad. Está luchando contra la intelligentsia británica, ¿pero a favor de qué lucha? En el libro no hay ningún indicio. De allí que el efecto neto de libros como este sea el de darle a los de afuera la impresión de que no hay en el comunismo sino odio. Y aquí viene de nuevo ese extraño parecido entre el comunismo y el catolicismo (converso). Si se quiere encontrar un libro tan malintencionado como La intelligentsia de Gran Bretaña, el lugar más verosímil para buscarlo es entre los populares apologistas del catolicismo romano. Allí se encontrará el mismo veneno y la misma deshonestidad, aunque, para ser justo con los católicos, por lo común no se encontrarán los mismos malos modales. Curioso que el hermano espiritual del camarada Mirsky haya sido ¡el padre ¬¬¬_! Los comunistas y los católicos no dicen lo mismo, en un sentido incluso dicen cosas opuestas, y cada uno herviría gustosamente al otro en aceite si las circunstancias lo permitiesen, pero desde el punto de vista de alguien de afuera son muy parecidos.
El hecho es que el socialismo, en la forma que hoy se lo presenta, atrae principalmente a tipos insatisfechos o incluso inhumanos. Por una parte está el bondadoso socialista irreflexivo, el típico obrero socialista, que solo quiere abolir la pobreza y no siempre comprende lo que esto implica. Por otra parte está el intelectual, el socialista leído, que comprende que es necesario tirar la civilización actual por el sumidero y que está muy dispuesto a hacerlo. Y este tipo sale, por empezar, enteramente de la clase media, y además de una clase media criada en la ciudad. Todavía más desafortunadamente, esta incluye –tanto es así que para alguien de afuera incluso le parece estar compuesta de– la clase de gente que he estado discutiendo; los furibundos denunciadores de la burguesía, y reformistas de más agua en tu cerveza de los que Shaw es el prototipo y los astutos jóvenes trepadores socioculturales que hoy son comunistas como dentro de cinco años serán fascistas porque es la moda, y toda esa triste tribu de magnánimas mujeres y bebedores de jugo de frutas barbudos y en sandalias que van en manada hacia el olor del ‘progreso’ como moscardones a un gato muerto. La persona decente común, que tiene simpatía por los objetivos esenciales del socialismo, recibe la impresión de que no hay lugar para los de su tipo en ningún partido socialista con pretensiones. Peor aún, se la conduce a la cínica conclusión de que el socialismo es una especie de condena que probablemente llegue pero que debe evitarse todo el tiempo que sea posible. Por supuesto, como ya lo he sugerido, no es estrictamente ecuánime juzgar a un movimiento por sus adherentes; pero la cuestión es que las personas invariablemente lo hacen, y la concepción popular del socialismo está coloreada por la concepción de un socialista como una persona aburrida o desagradable. Al ‘socialismo’ se lo pinta como un estado de cosas en el que nuestros socialistas más elocuentes se sentirían completamente a gusto. Esto le hace un gran daño a la causa. El hombre común puede no amedrentarse por una dictadura del proletariado, si se la ofrece con tacto; ofrézcales una dictadura de los mojigatos y estarán listos para pelear.
Hay una sensación extendida de que toda civilización en la que el socialismo fuese una realidad tendría la misma relación con la nuestra como una botella nueva de borgoña colonial tiene con unas pocas cucharadas de un Beaujolais de primera clase. Nosotros vivimos, reconocidamente, en medio del naufragio de una civilización, pero ha sido una gran civilización en su tiempo, y en partes todavía florece casi tranquila. Todavía tiene su buqué, por así decirlo; mientras que el imaginado futuro socialista, como el borgoña colonial, sabe solo a hierro y agua. De allí el hecho, que es realmente desastroso, de que artistas de alguna importancia nunca sean seducidos a entrar al redil socialista. Este es particularmente el caso del escritor cuyas opiniones políticas están conectadas de manera más directa y obvia con su obra que, digamos, un pintor. Si uno enfrenta los hechos debe admitir que casi todo lo que se puede describir como literatura socialista es aburrido, sin gusto y malo. Consideremos la situación actual en Inglaterra. Toda una generación ha crecido más o menos familiarizada con la idea del socialismo; y sin embargo la filigrana más alta, por así decirlo, de la literatura socialista es W.H. Auden, una suerte de Kipling cobarde, y los poetas asociados con él incluso más débiles. Todo escritor de alguna importancia y todo libro digno de ser leído está en el otro lado. Quiero creer que en Rusia es al revés –de lo cual de todos modos no sé nada– porque presumiblemente en la Rusia posrevolucionaria la mera violencia de los sucesos tendería a producir una vigorosa especie de literatura. Pero es verdad que en Europa occidental el socialismo no ha producido una literatura que valga la pena tener. Poco tiempo atrás, cuando los problemas eran menos claros, hubo escritores de cierta vitalidad que se llamaron socialistas, pero usaban la palabra como una vaga etiqueta. Así, si Ibsen y Zola se describieron como socialistas no quiere decir que fuesen ‘progresistas’ , mientras que en el caso de Anatole France significaba meramente que era anticlerical. Los verdaderos escritores socialistas, los escritores militantes, siempre han sido unos charlatanes huecos y aburridos –Shaw, Barbusse, Upton Sinclair, William Morris, Waldo Frank, etc., etc. No sugiero, por supuesto, que debería producir literatura por su propia cuenta, aunque sí pienso que es un mal signo que no haya producido canciones dignas de ser cantadas. Estoy simplemente señalando el hecho de que escritores de genuino talento son usualmente indiferentes al socialismo, y a veces activa y maliciosamente hostiles. Y esto es un desastre, no solo para los mismos escritores, sino para la causa del socialismo, que tiene gran necesidad de ellos.
Este es entonces el aspecto superficial del rechazo al socialismo por parte del hombre común. Conozco bien completamente todo el triste argumento, porque lo conozco de ambos lados. Todo lo que digo acá se lo he dicho a los ardientes socialistas que trataban de convertirme y me fue dicho por no socialistas aburridos a quienes yo quería convertir. Todo el asunto equivale a una suerte de malaise producido por la aversión de socialistas individuales, especialmente del tipo de los presumidos citadores de Marx. ¿Es una chiquilinada ser influenciado por ese tipo de cosa? ¿Es una tontería? ¿Es incluso odioso? Es todo eso junto, pero la cuestión es que sucede, y por lo tanto es importante tenerlo presente.