Marcelo Zabaloy, traductor corriente como lipogramático de plumas afiladas como la de James Joyce, encara la épica de leer todo Aira, es decir, todo lo publicado por el muy prolífico escritor argentino, César Aira. Compartimos el prólogo al conjunto de reseñas que el propio Zabaloy fue configurando día a día en su Cartas Amargas y que iremos trabajando en este medio con nuestro estilo. Ilustra en esta ocasión José Bejarano.
En este breve pretexto diré por qué escribo sobre el célebre escritor pringlense. Lo escribo como prólogo, por eso lo de pretexto, como proemio, como exordio porque no quiero pedir que me lo prologue otro. Es poner gente en el compromiso de decir que sí por no decir que no. Lo escribo porque sí. Porque el lector merece que le explique lo que me propongo. Es muy común oír que los escritores no leen lo que escriben sus vecinos en el tiempo o en el mundo. Ese tipo de posiciones me producen cierto escozor. Y por eso yo, por lo menos, leo lo que escriben mis vecinos. Tengo vecinos que escriben muy bien y por los que siento un genuino orgullo. Suelo escribir mis impresiones de los libros que leo y los pongo en mi blog. Es un modo de tenerlos presentes siempre. Es un testimonio, que ellos no me pidieron, de que en efecto los leí. Eso sí, lo que escribo, resumo o reseño de sus libros, lo escribo de un modo poco común: prescindo del primer signo de nuestro léxico. ¿Por qué? Porque me entretengo, porque me divierto y porque creo que escribiendo de ese modo leo mejor.
Respecto de los libros del célebre escritor pringlense diré que los he leído sin orden, como los fui descubriendo y según se me fueron poniendo enfrente. De todos modos los ordeno en este compendio según el orden en que el hombre los fechó. Por lo común reproduzco todo lo fielmente que puedo los primeros dos o tres episodio de modo que el lector se compenetre con el entorno, los héroes, etc. Son reproducciones con bemoles, con recortes, porque es preciso tener presente que mi intención es resumir. En lo posible no comento. De vez en vez me permito el desliz de un (en fin ….) o de un (¡¿…?!) y no es infrecuente que después de esos deslices, dos o tres renglones después, el mismo escritor se queje de que lo que vino escribiendo es tedioso o soporífero. Entonces me reconcilio con el texto y sigo leyendo y resumiendo.
El criterio restrictivo que me he impuesto, el mismo que me impuse en mi versión del Ulises de Joyce que titulé Odiseo, requiere ciertos permisos respecto de nombres propios y/o sitios específicos. Muchos nombres son obvios: Shekspierre, Oristóteles, Erquímedes, etc., y no creo que el lector promedio se moleste por ello. Respecto de los pueblos, sustituyo uno por otro que no quede lejos, lo mismo que los domicilios. Flores es ineludible pero en ciertos libros, Munro u Olivos pueden ser sustitutos de otros dos distritos próximos, linderos o vecinos no muy remotos. Los del sur con los del sur y los del norte con los del norte, ese es el criterio. El territorio porteño es extenso, los límites suelen ser difusos y el suelo criollo lo conocemos bien. Entre nosotros podemos concedernos ciertos permisos.
Como digo, después de resumir todo lo fielmente que puedo los primeros dos o tres episodios, sigo con el resto del libro pero reproduciendo solo lo que entiendo que es meduloso o menos inconsecuente de modo de ir siguiendo el hilo no siempre evidente que nos propone un escritor que no retrocede y que dice que entre lo bueno y lo nuevo, prefiere cien veces lo nuevo. Mi objetivo es resumir dos tercios del libro y detenerme en el punto justo en que entiendo que es mejor no seguir. En ese punto justo el lector tiene que decidir si lo que viene leyendo le interesó. Si en efecto le interesó, debe ir y conseguirse el libro.
Eso es todo. Es un proyecto simple. Es un ejercicio divertido que me permite leer y escribir; no es un estudio crítico ni mucho menos. En el mejor de los supuestos este libro puede ser un ‘Compendio Exprés ‘ de un opus que por su extensión excede todos los límites conocidos.
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