Ajolotito

Compartimos un cuento de un nuevo colaborador, en este caso Víctor M. Campos, ilustración de Javier Ranieri.

            Cien varos no son nada.

            Ya antes le había robado sus sueños, entonces, qué podría significar esta cantidad para él. Desde que era chico le robaba. Aún hoy, cuando definitivamente somos más parecidos que nunca, sigo agarrándole dinero de la cartera. Somos padre e hijo aunque a estas alturas ya no se sabe quién es quién. 

            Él quería ir a la universidad y convertirse en alguien. Siempre lo dijo, pero mi versión seminal nadó del punto A al punto B y, sorry, él tuvo que abandonar sus sueños y ponerse a trabajar. Si yo estuviera en su lugar, también tendría resentimientos contra mí. Pero el derecho a tener resentimientos es de los hijos.

            Vivir bajo el mismo techo, ya viejos, es toda una prueba de que el mal existe. Aguantar al viejo y cargar con mi propio fracaso, aguantarlo y vivir la contingencia de ser un cincuentón sin oficio ni beneficio; aguantarme las ganas de ahogarlo con la almohada mientras enfrento las consecuencias de no haber hecho nada en la vida son la prueba.

            No sé si resistiré.

            Mi coartada siempre ha sido que quitarse la vida es tomarse las cosas demasiado en serio. Además, cómo voy a matarme a estas alturas. O a él. En diez o veinte años las cosas sucederán solas, y listo: podré dejar de quejarme. Lo que aún no sé es si llegaré al final siendo igualito a él:

            ¿Empezaré el día resoplando, gruñendo, renegando de todo? ¿Me quejaré de la espalda, de las rodillas, del calor o el frío? ¿Saldré de la cama, me pondré las sandalias, iré al baño a hacer unas gotas de pipí mientras se me escapa un pedo? No creo que haya nada que pueda evitarlo:

            La paternidad es una pesadilla de la que ya no puedes despertar.

            Me hice la vasectomía hace años con la esperanza de no heredársela a nadie. No funcionó. Viví con una mujer que ya tenía dos hijos y jugué al papá sin querer. Lo hice como había visto a él hacerlo y todo terminó mal. Di tumbos por aquí y por allá, en duelo, y volví a casa de mi padre.

            El trabajo en la universidad no da para mucho: ninguno lo hace. Y si resulta que sí, no queda tiempo para vivir. Ni ganas. Se lo explico al viejo, pero no entiende nada. Mira lo que tengo, dice, volcando las palmas de las manos hacia el cielo para abarcar todo lo que tiene: un lugar dónde caerse muerto.

            Todavía baja la escalera con decoro. Va hasta la cocina, llena el pocillo, prende la estufa. Cruza algunas palabras con el gato mientras le sirve de comer. Así todos los días desde que se pensionó hace veinte años. Cuando menos él tiene eso. Yo ni pensión voy a tener. ¿Qué va a ser de ti?, me pregunta. 

            Sube la escalera y va hasta su baño. Se queja de que el agua caliente no sale en su lavabo. En realidad prefiere calentar sólo un poco en el pocillo para ahorrarse gas. Todo está muy caro y tú, hijo, con esos trabajitos, no sé qué vas a hacer. Ya somos dos. Aunque, a juzgar por lo que veo hacer a los demás, creo que, a la larga, voy a morirme.

            No se lo digo porque no tiene sentido del humor.

            Pero antes de morirme quizá me lave la cara con agua fría o a lo mejor ni me la lave. O con un poco de suerte me voy antes que él.

            ¡Quién sabe!

            La vez que me iba a morir, él no podía dejar de llorar: doblado sobre sí mismo en la silla del cuarto de hospital se tapaba la cara con ambas manos. Tuve que arrancarme los sueros, salir de la cama e ir a consolarlo. Estoy bien, le dije. Estoy bien. Y sí lo estaba: aburrido de vivir, pero de eso nadie se muere.

            Llena el lavabo, azota el pocillo vacío contra el suelo, se lava la cara: baño ruso. Cara limpia, cuerpo sucio. Ése que tantos fantasmas alverga*. Como la que solía enseñarnos a mis hermanos y a mí cuando éramos niños. Cuando se lo dije me corrió de su casa. Más tarde encontré a una mujer con hijos, vivimos juntos, también se las enseñé. 

            ¿Por qué nunca me acusaron?

            No lo sé.

            Pero aún hay tiempo.

            Aunque somos tan insignificantes que ya nadie se acuerda de nosotros. ¡Bendito Dios! Nos hacemos compañía, intentamos en vano despertarnos de la pesadilla, nos dejamos consumir por nuestros fantasmas. El cuerpo sucio. La cara limpia. Eso es lo que importa. Siempre limpia.

            Salir a la calle con esa cara. Ir por el pan y el jugo, volver. Hijo, ya vamos a desayunar. Sí, ya es hora. Me toca a mí salir de la cama, quejarme y resoplar; me toca lavarme la cara, bajar la escalera con decoro. Huevos estrellados, pan dulce y café instantáneo. Mañana, hoy, ayer. Repetir esta rutina hasta que nos salga con los ojos cerrados.

            Alguna vez deberíamos saltar de la mesa, echarle los brazos a hombro al otro y dar un paso a la derecha y otro a la izquierda mientras movemos la cadera y hacemos que nuestras bergas* giren al aire. Pasito a la izquierda y luego a la derecha. Uno, dos; uno, dos… ¿De qué te ríes?, me pregunta.

            No, de nada.

¿Hoy trabajas?

            Sí, ya sabes que todos los días voy un rato a la universidad, le digo. Ok. A mí me hubiera gustado ir a la universidad, pero la vida… Eso dice mientras remoja el cacho de bolillo en la yema insípida. Miro cómo se ausenta; cómo revive su historia y cómo la amargura le disuelve la cara.

            Come. Se te va a enfriar, le digo para que vuelva. Ah, sí, responde.

            Come, termina, barre las migajas con el dorso de la mano. Pásame tu plato. Ahora los va a lavar. No sin quejarse de las rodillas; no sin arrancarle chillidos a la silla al levantarse. Va a la cocina y deja su cartera en la mesa. Él no era de ésos, pero ahora sí. Se le empieza a olvidar todo o hace como que todo se le olvida.

            Tal vez quiere que todo se le olvide.

            ¿Qué son cien varos?

            Quería ir a la universidad pero un pescadito o más bien un ajolotito nadó velozmente del punto A al punto B. La música suena, lo alcanzo en la cocina y le echo los brazos encima: movemos la cadera mientras sonreímos con la verga al aire: uno, dos; uno, dos… así hasta que el vértigo me hace dar de gritos.

            Despierta, ya vamos a desayunar.

            ¿Qué?

            Vente, dice mi hijo.

            Despierta.

            *La inversión berga – alverga que se puede encontrar en el texto es intencional.

Escribe Victor M. Campos

El autor se formó en el Taller Levreriano de Escritura Creativa dirigido por Carmen Simón. Es licenciado en Docencia del Arte por la UAQ. También es cuentista publicado por el Fondo Editorial de Querétaro y en revistas de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, España, Estados Unidos, México, Perú y Venezuela.

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Compartimos un cuento del libro Piso Trece de Paola Escobar (Barnacle, 2024), ilustrado por José Bejarano.

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