Acerca del libro El paraguas amarillo, de Alejandro Giannoni. Roberto Lepori escribe y vincula el libro de Giannoni con una tradición que incluye a Dipi Di Paola, Juan Antonio Salceda, Lautréamont y a Witold Gombrowicz, entre otros.
Entre 1957 y 1960, Witold Gombrowicz visitó Tandil en tres oportunidades. Sus desembarcos -en primavera-verano para ´eliminar microbios´- provocaron célebres escándalos: los cruces con el almibarado marxista Juan Antonio Salceda, la paciente seducción de ´la barra de Tandil´ (Dipi Di Paola, en primera fila), el fino olfato para detectar “esas oscuridades tandileñas [sic], esos nublamientos que son boberías” a partir de garabatos, en las piedras, de algún hitleriano rabieta por los juicios de Nuremberg.
Recrea así su arribo: “Miércoles. Hace unos cuantos días llegué a Tandil… pequeña ciudad de setenta mil habitantes, entre montañas no muy altas… una ciudad provinciana común y corriente. Al lavarme los dientes a pleno sol… pensaba en los medios para penetrar en la ciudad, de la que me han prevenido, ´En Tandil te aburrirás a morir´.” [Diario argentino, A. Hidalgo, 2001, p. 155] Desencanto: “Vagabundeo. El vaivén monótono y oficioso de Tandil… son tan literales estas mortíferas actividades: previsión de hormiga, paciencia de caballo, pesadez de vaca, mientras que yo… no tengo por dónde atacarlos… pues están hundidos en lo suyo; además su soledad es inconmensurable… es soledad de animales, de caballos, de ranas, de peces.” [Diario argentino, p. 162] Soledad, aburrimiento, oscuridad, vida concreta y lúgubre, incomprensión, sorda violencia fascista, lo repelen a Witold y, obvio reverbero, lo atraen por ser humus del ´bruto´ y del ´vulgo´.
Este ardoroso escenario, entre montañas no muy altas, está ubicado al sur de la provincia de Buenos Aires en el lado oriental del ´triángulo del terror´, conformado por un ángulo superior, entre Olavarría y Azul; por un ángulo externo, cuyo vértice es Mar del Plata; y por otro interno, en cuya punta radica Bahía Blanca (o Brigitte Bardot, heterónimo para conjurar gris mitología). En Tandil –uno de los bastiones conservadores de una región inmersa en oscuridades y nublamientos– se desarrollan las peripecias que poco menos de dos años atrás, el inclasificable, marginal y disonante escritor azulino Alejandro Martín Giannoni [1984] dio a conocer en El paraguas amarillo, enigma literario que, por su sorda y violenta abulia, evidencia el rastro de seminales descargas witoldianas. El tiempo ha pasado, la animalidad del polaco se ha convertido en otra cosa, y la atmósfera amenazante de hace medio siglo –que Gombrowicz experimenta en sus escarceos con la mediocre burguesía lugareña- ha sufrido clara metamorfosis pero sin perder la esencia opresiva.
Verán ustedes en breve.
Al no disponer de referencias sobre dicho adminículo protector en obras de Gombrowicz, rescato, entre la maleza del arte, ´paraguas´ diversos para entrar luego con mayor fluidez a la novela: a) el germen del procedimiento surrealista –(´dos o más elementos extraños sobre un plano ajeno´)- al decir de Lautréamont [1846-1870]: ´encuentro fortuito de una máquina de coser y de un paraguas en una mesa de disección´; b) El paraguas misterioso, novela por entregas compuesta a múltiples manos, publicada en 1904 por la revista Caras y Caretas[1]; c) presencia paragüesca en el chubasco de apertura de Niebla [1914], nivola escrita en 1907 por Miguel de Unamuno.
Considérese.
La novela de Giannoni está dividida en tres partes: “Julián”, “El Juicio”, “La Cárcel” (segmento más extenso). A esta tríada le antecede como epígrafe general una cita de Unamuno hablando, ahora, desde El sentimiento trágico de la vida [1912]. Sugiere Unamuno y retoma Giannoni: i) al morirse el cuerpo, la conciencia del yo vuelve a la inconsciencia absoluta, ii) esto le suceda tal vez a todos los hombres, iii) los humanos somos fantasmas, iv) el humanitarismo, por ende, es lo más inhumano que se conoce.
La muerte y lo inhumano están plantados desde el inicio. La primera sección -“Julián” [p. 9-62]- nace con la detención de un joven de 17 años, conducido en un patrullero a la comisaría, acusado de asesinato. En continuidad, la transcripción de ´la pesadilla´: el sujeto que narra la historia en primera persona se escabulle por los vericuetos de una villa miseria después de haber matado; lo persiguen; en su loca carrera asesina a un niño; sube y baja de tractores, elefantes, submarinos, vuela hasta llegar a su casa, una cueva en la que juegan niñitas, y en la que está su familia que le es ajena (cree haber sido interpolado en esa película) y a la que desafía con cuchillo; termina encerrado en el baño.
El encierro, la paranoia, el odio hacia su cuerpo, el ir y venir entre la cama, la computadora, el living, la ducha y la cocina con los mates y el cigarro –luego de la pesadilla– es el eje del recuento gélido que remeda un diario personal -´Las mañanas. Borracho de imágenes y de cosas´- por varios días invernales, de un miércoles a un domingo. Bajo el registro de la ficción paranoica que escenifica la rebelión de las cosas y de los artefactos contra el humano encerrado en su hueco-caverna del siglo XXI (“era evidente el ensañamiento de dicha cañería para conmigo como si algo personal la separara de mí y la hiciera odiarme con todo su ser metálico”[p. 16-17]), Giannoni compone un alter ego perdido, asqueado por el mundo y por su propia carne, contradictorio –valga el siguiente ejemplo- entre el vinilo de jazz que adorna un estante y la cumbia villera que publica en Facebook. Novela esquizo por la que deambula alguien (el arltiano protagonista) a punto de brotarse, atrapado e impotente: “Como sería un pecado poner una bomba en el mundo, además por no tener los medios tecnológicos ni los medios materiales para tal perversa tarea, como no se puede aniquilar todo lo que existe por el solo hecho de que se lo merezca, hay que comprender que lo mejor que alguien puede hacer en la vida es aprender a vivir resignado, conservar la esperanza íntima de que algo superior se va a apiadar de tu insignificante existencia y te va a dejar vivir un rato en paz.” [p. 16] En un mundo desolado, sin seres superiores (ni el Mal está interesado en hacerse presente: “en realidad existe la posibilidad de que el diablo nunca hubiera estado en mi baño” [p. 14]), la limosna es creer en algo, el odio endogámico. Enésimo Norman Bates[2]: “Fue en ese momento [durante la batalla contra la cañería del baño] cuando escuché: ¿Qué pasó, Juli? ¿Estás bien? La pregunta de mi madre y la repulsión a la existencia.” [p. 17]
Fin del diario personal en la cárcel hogareña. Retorno a la jaula-hospicio estatal y a las elucubraciones: “¡Había matado a un hombre! ¡Qué terrible! ¡Qué terrible! ¡Soy un asesino! ¡Le quité la vida a un ser humano! Repetíame, repetíame intentando generar la culpa, sentirme triste, sentirme algo… Pero ese sentimiento no aparecía. Mi mente seguía demorándose en detalles de la sangre… El tema de la culpa empezó a agigantarse… No sentía culpa por no sentir culpa, en realidad tenía miedo de no sentir culpa, tenía miedo de ser psicótico.” [p. 19] La resolución es el autoengaño: ´si me conmueve el arte y la poesía no puedo ser eso´.
La novela es antihumana por el asesinato, por la mediación –dice sensibilizarlo el arte y la poesía, sin carne- y por el vacío. Un mundo sin referencias concretas o con índices textuales de realidad caóticos. Las situaciones se desarrollan en escenarios borrados, (casi) sin marcas reconocibles: todo podría suceder en Tandil o en Azul o en ningún lado, salvo que ese algún lugar sea el flujo de pensamiento delirante del protagonista.
Apología del caos. El flujo de pensamiento remite a un sujeto partido. Hay, por momentos, un marcado diálogo interno que es una disputa: “Quiero anexar una crítica a una defensa del verano que, me imagino, los de aquel bando puedan llegar a formular. En el verano está la pileta, el arroyo, el agua, el río, el mar, no los vas a comparar. Pues claro que los voy a comparar, y vas a perder forro.” [p. 24] Las personas tienen nombres pero como fantasmas. Lo material está compuesto con el tono de las ensoñaciones. No explicita una cronología externa y eso impide, en principio, la mirada política. Es probable que las peripecias ocurran en los violentos años noventa: Julián tiene 17 años, va a la escuela y habla de amonestaciones [p. 31] -recurso perimido hace lustros; se refiere, sin embargo, a Menem y a De la Rúa como a un pasado no muy lejano, al mismo tiempo que habla de pantalla LED y de home theatre [p. 33]. Acumulación de un demorado e insistente discípulo del plagiario conde de Lautréamont.
Caos y vacío. No hay dioses. Julián idealiza a una adolescente, Micaela: “Ella era dios” [p. 30]; así como él mismo se alza y cae: “todo lo que ayer me hacía sentir dios, hoy me hacía sentir ridículo” [p. 43]. La reflexión metafísica es una confesión literaria programática: “…yo solo quería una realidad, necesitaba como el agua tener una verdad… Necesito ese max-delirium-misticus, algo de la sana psicosis colectiva, de esa realidad, la irrefutable, multiplicada, reforzada, el perfecto relleno. Ser un poco más que asco, miedo y vergüenza.” [p. 43-44] La necesidad de ser es salida a la escritura.
De la obscena estela que dejó Gombrowicz en Tandil, lame Giannoni buscando una forma que saque de la infancia al protagonista (lectura desviada porque, recordemos, Witold privilegiaba la Inmadurez). El narrador-protagonista de 17 años se siente muy próximo a la infancia. Cuando reclama la necesidad de realidad y de verdad, dice: “la [verdad] del ratón Pérez escondiéndose entre las almohadas dejándome billetes de a cinco” [p. 43]. En la cárcel-hospital, su madre lo reencuentra después de haber sido detenido, y le grita ¡mi bebeeeeé! [p. 69], provocándole extrema vergüenza. Esa necesidad de mutación hacia la forma es enunciada antes del asesinato: “No iba a seguir en ese estado, ausente, ente, una nada en calzoncillos. No podía permitir consumirme en algo que no terminaba de comprender. ´si yo soy inteligente, tengo fuerza, entonces, basta, basta de sinsentidos, de desnaturalizar, de desgloses, de imbricar, de refutar, de contraponer, de pensar, es hora de actuar la puta madre, tengo que recrear, pensar, vivir y amamantarme de las actitudes de mis familiares, de mis amigos, de mis vecinos, de mis cercanos, de la gente, del todo, para poder ser como ellos, para adaptarme, para transformarme en algo menos tormentoso´, me repetía…, pero no sabía cómo hacer todo eso, no sabía por dónde empezar a ser, como transformarme en algo.” [p. 45]
La mutación ocurre en el final de la primera gran sección -“Julián”- bajo el subtítulo ´El quiebre´ [p. 57-62], y por azar. El protagonista, de hueca existencia y con una reciente historia de amor-desencuentro con su dios –Micaela-, decide ir a la villa a vengarse del Chino Marazzotti quien, con su banda ´la 22´, se la había dado a Seba, amigo de Julián. Nuevo avatar Norman Bates: saquea la bodega de su madre, es de noche, se emborracha, toma un cuchillo parrillero y sale buscando su ser en dirección a la villa (“espacio amórfico”), mientras en oleadas paranoicas “sentía la mirada aplastante de cada casa al pasar”. Recuerda: “Salí de casa decidido, un ser con mucho cuerpo que avanzaba hacia un objetivo, tanqueal, robótico…” [p. 61]. Sin haber podido acostarse con Mica, enfurecido porque le tocaron al Seba, Julián –un ciborg “cuyas articulaciones, huesos y carnes se hicieron hierro”- se las agarra con el Chino a quien penetra hasta matarlo, y gozosamente acaba: “…mi mano derecha, poseedora del cuchillo, se incrustaba en un hueso de la columna entrando por su estómago. Gritos a cada una de las puñaladas, placer innombrable, unos brazos intentaban vanamente retirarme del cuerpo.” [p. 62] Alcanza, desde su punto de vista, el talismán hacia la ´realidad´, la ´verdad´, el ´max-delirium-misticus´.
La segunda parte -“El juicio” [p. 63-109]- tiene como epígrafe un fragmento del Diario argentino de Gombrowicz. El polaco reflexiona sobre el miedo y la desesperación que genera la contemplación de la cosa en sí y, en contraposición, la sensación de mayor proximidad frente a la representación de esa cosa, al estar marcada por la intervención humana. El arte aproxima la cosa en sí y lo humano, y le otorga a éste trascendencia. Nos enfrentamos, en loop, al objetivo interno de la novela. El narrador protagonista ´hace algo´ –mata al Chino-, cuenta esa historia –en primera persona-, y por su sensibilidad artística para crear ´la novela´ camina por el precipicio de la psicosis, y se salva en un gesto de humanitarismo egoísta.[3] Ese precipicio es una licencia de absoluta libre acción.
La apertura de la segunda parte [p. 67] de El paraguas amarillo copia el inicio de la primera centrado en la detención de Julián [p. 9] y repite, a continuación, el fragmento [p. 19] en el que el detenido reflexiona sobre la ausencia de culpa, su miedo de ser un psicótico y la redención por la sensibilidad artística [p. 68]. Aventuro: El paraguas amarillo replica las múltiples manos que compusieron El paraguas misterioso [1904]. Nerprun, su protagonista, es un diputado que, luego de ofrecer un discurso en el Congreso en el que llama a la rebelión y a la libertad, es declarado insano y encerrado en un hospicio. Cuando argumenta que, aun así, aquel discurso no carecía de lógica, el alienista le responde: “La lógica de la locura, que es análoga a la de la vida. Ésta se cree perfecta y, sin embargo, mirándolo bien, ¿no resulta acaso tan incoherente como una novela escrita sin plan y por muchas personas?” [cap. X] Algo semejante se juega en El paraguas amarillo, representación de una lógica vivencial delirante, narrada por un sujeto múltiple. Distintos Julianes narran la historia de Julián, interconectados e independientes. Narración paranoica cuyas voces autónomas retoman y re-contextualizan lo dicho por otro.
Esa multiplicidad de voces que, en lo mínimo, supone una narración por parte de un sujeto escindido, se manifiesta en la acumulación de materiales filosófico-ideológicos: Unamuno, Gombrowicz, Borges, Cortázar, J. I. Fosco, Dolina, Sartre (“deseaba hasta el vómito sus pechos y sus axilas” [p. 57]), el rock argentino (Bersuit Vergarabat, Intoxicados, Luca Prodan), la cumbia villera (Damas Gratis), la cultura tumbera, la jerga judicial (cita un extracto del acta que lo condena a 12 años por homicidio simple, acto del que sale decepcionado: “quién iba a imaginarse que los juicios en Argentina eran tan pedorros” [p. 88]), (Kafka y El Proceso), María Elena Walsh, Wikipedia, el catolicismo, Mac Gyver, las redes sociales, los discursos académicos, las monsergas publicitarias (“hay jabones para la ropa que limpian mejor que otros; eso dice la publicidad” [p. 129]), tal vez César Aira (“Viernes. Me levanté mina, ¿qué me podría importar si igual me iba a matar? Linda, buenas gomas, flaquita, rasgos tenues, estilizada, culito chiquito pero armado… ” [p. 234]), la entrevista laboral (una oda a la pequeña burguesía), por lo tanto también Arlt (el sujeto desahuciado que sueña con la redención de un superior, y con la bomba), también Puig (incluyendo la conexión entre cárcel y deseo homoerótico: “Pasar años y años en la cárcel, ¿cómo va a ser? ¿cómo voy a hacer? ¿me van a violar mucho?” [p. 70]), los mensajes de texto (que amasan el asesinato), la Biblia, acaso Nietzsche; extenso etcétera.
“La Cárcel” [p. 111-273], la tercera parte, cuenta el derrotero del narrador protagonista por las jaulas estatales. A la manera de un Dante invertido y confuso, la cárcel es para Julián el infierno del encierro y el cielo de ser condenado. Matar, ser enjuiciado y encerrado por parte del sistema de castigo oficial, le otorga –provisoria y precaria- una identidad. Antes quería amamantar su ser del entorno de familiares y de amigos, ahora mama del universo tumbero. El asesinato del villero –el Chino- lo transforma, lo redime y le permite su viaje místico y la culminación epifánica (dialoga sobre teología con la víbora veterotestamentaria, “desapareció y al toque apareció como un rayo gigante que me pegó a mí y me dejó para atrás, me dio una patada bárbara” [p. 221]).
En ese mundo de violencia y de marginalidad vivencial, en ese encierro justificado, Julián es, existe, encuentra la posibilidad del amor –con una chica apodada ´Capucha´- en un proyecto de vida ´paradisíaco´: “No es que me quiero casar con ella, pero capaz (me imaginaba en una casa hecha mierda en plena villa, con una mesita al medio, un televisor, los hijos de ella que me verían como un padre, yo tomando una cerveza fría y ella cocinando un guiso de arroz aceitoso, el ventilador, la siesta, cogiendo todo el día… lo veía como un mundo extrañísimo pero lindo…) No tendría que aguantar a mi vieja, me parecía divertido tener mi propia familia, cerveza bien fría y tetas, un paraíso, un paraíso que veía en mi Capu…” [p. 197] Reverbera ahí, sin sistematicidad, una mirada político-ideológica que idealiza la precariedad, que aúna ´comer, coger, calor, chupar, culo´ como el paraíso de los pobres. Esta eventual clave política centrada en un asesinato trastocado –el pequeñoburgués mata al villero- es signo de un cierto fascismo. En un sueño comenta: “¿Quién está ahí? La computadora descifra un código nazi, yo soy el nazi…” [p. 21]. Y aun cuando el mismísimo Gombrowicz en su Diario argentino haya puesto la primera piedra en la enrevesada mitología de los nazis en Tandil, Giannoni recrea un fascismo genérico, propio del entre milenios. La novela se juega en la clave del mundo actual, descentrado y desquiciado, sin etiqueta ideológica, enmarcado en el delirio.
A modo de ejemplo, en el fragmento más puigiano de la novela, Julián reconoce la necesidad de transformación y decide comenzar, hiper-contradictorio, por el análisis de un vaso. La deriva de su flujo de pensamiento atraviesa todos los prejuicios establecidos: judíos, sionistas, nazis, gorilas, radicales, peronistas, putos, católicos, chinos, extranjeros, violadores. Y la preponderancia de la voz familiar: “mi tío dice que si se matan a todos esos negros que viven en las villas que no quieren trabajar el país sale adelante… acá si se matan a todos los políticos el país sale adelante dice mi tío, en realidad lo único que quiere es matar, porque cuando le dije que me parecía que de chico me había mordido un perro me dijo que si matábamos a todos los perros este país salía adelante” [p. 47-48].
Vacío existencial, delirio, violencia. El éxtasis final conduce a Julián a participar / liderar un motín, una rebelión dentro de la cárcel, y a matar. Ese exceso no continúa en el camino ascendente –a pesar de que su fama trascendía y su nombre era mencionado en otras cárceles [p. 271]- sino que recae en el nihilismo. Por amotinarse, está herido desde hace casi dos meses y piensa: “El hospital era hastío, la cárcel era ya un espacio finito, ni misterioso ni impredecible… sino cuadrado húmedo, conversaciones obvias, reglas básicas, posibilidades acotadas, aburrimiento general, en el aula, en lo de mi tía, en el boliche, hasta en el pabellón más peligroso del país con la marginalidad macabra del sistema más perverso. Teatro.” [p. 269]
Visto y enunciado el ´teatro´, queda el fin de la escritura: “No sé si tengo algo más para decirme o decirles sin tener que exprimir la conciencia hasta el desmayo.” [p. 271] Agrega en el exacto final: “El rechazo de escribir fue asqueante, desintoxicante y procesal, ya no podía agarrar estos cuadernos… ¿De qué vacío me hablé si está lleno de todo?… la cara se me tendría que caer de vergüenza de solo imaginar que mucho tiempo sostuve que ese todo era nada, insostenible. La forma, los contenidos, los colores son concisos, hermosamente concisos… Usted puede agregar esto, ser lo que quiera ser, incluso una Barbie-girl, yo elijo ser: UN PARAGUAS AMARILLO.” [p. 273] Ese comentario sobre ´los cuadernos´ reafirma la idea de una novela organizada desde primigenios diarios personales, como si continuara el derrotero autorreferencial de Gombrowicz. [4]
Si durante los dos primeros siglos de existencia, el sistema industrial impulsó a los humanos a convertirse en animales –de carga, de obediencia, de pelaje suave-, en la era post-industrial, apenas queda metamorfosearnos en objetos, en adminículos, en gadgets, en artefactos, con el simple objetivo de que alguien se interese y nos adquiera o compre para usar y descartar: “El especialista es un ser condenado. Engranaje Fordiano del paradigma de turno…” [p. 138] ¿Necesita amor? Conviértase en una Barbie-girl y por un tiempo ocupará la mesita de luz de algún desdichado que hastiado de lustrarle el culo de plástico la rematará on-line. ¿Necesita atención? Transfórmese, como Julián, en un paraguas amarillo, y lluvia tras lluvia será transportado, abierto y cerrado. En ambos casos –el del agujero síntesis de ´mujer´, y el del falo postizo y expansivo como el de un gato- la promesa de sexo nunca cumplida es el sucedáneo de la pureza del amor.
La extrañísima El paraguas amarillo es una novela endógena: sobre los amigos, la familia, los grupos, el pequeño universo de alrededor. Está plagada de referencias para quien conoce –no es mi caso- su cocina. Está escrita para ´uno mismo´ y para los cercanos que alguna vez entraron a la cueva. Es un monólogo interior –“de qué vacío me hablé”- que no desespera por los lectores, que no esgrime una lengua compartida. Roza lo social, pero se centra en la conciencia alienada de un ser aislado y perdido, de un ´idiota´ en el sentido etimológico del término, aquel que mira su propio mundo. El uso de la primera persona abre la posibilidad de conectar narrador protagonista / autor. Si Julián vive porque mata, luego escribe y permanece al límite del suicidio, en la solapa interna del volumen, la breve noticia autobiográfica de Giannoni enmarca la edición entre el momento de la publicación y su muerte en suspenso: “Alejandro Martín Giannoni nació el 21 de junio de 1984 en la ciudad de Azul. Aún no murió.”
El libro fue editado por el autor para su circulación de mano en mano, en un gesto que deja de lado al mercado e interpela a la tribu. El paraguas amarillo –disculpen la exageración- es una oda al fin del humanismo, es la posibilidad de decir cualquier cosa, de arrojarla a la corriente del tiempo y de esperar. En este mundo psicótico y enloquecido, los discursos son ruido y las jerarquías, bienvenido sea (aunque habrá que ahondar la cuestión), polvo esparcido entre la gramilla.
Como en toda ficción paranoica -alentada por la esquizofrenia, arquitecta de universos paralelos- merodea la ciencia ficción. Más arriba cité la robótica excursión de Julián en la villa. Dirá desde la cárcel: “Me había vuelto un poco más pequeño. Juzgaba correcta esa metamorfosis… A cada centímetro menos que medía, más espaciosos y oxigenosos se me hacían los cielos y las paredes negras. Ya no estaba solo, el destino me había cruzado con Sanfruirut (un amigable botón francés con el que hemos compartido muchas aventuras) y las trillizas piedras, ´Roquenvelbein, hichitsu, y krisliwail´, nuestras compañeras de lucha contra los monstruos insectos del planeta ´Hullplingenberg 14´ de la Galaxia Megacrons.” [p. 108] Acaso en sintonía con estos vericuetos se barajó, en algún momento, poner en contratapa, hoy lápida vacía, un texto desafiante de futuro que permanecía inédito hasta este mismo instante: “Para ciertas corrientes historiográficas todo lo acontecido antes de la aparición de la escritura (3.000 años A.C.) es Prehistoria. Podría decirse del mismo modo que todo libro anterior a este es Preliteratura. Nace aquí una propuesta de ruptura en el lenguaje, un antes y un después que será develado dentro de unos siglos cuando no haga falta explicarlo con palabras.”
¿Quién será capaz de enmendarle la plana a esta afirmación por venir? Al igual que usted, lector, lo ignoro todo.
[1] Autores (algunos felizmente ácratas): Carlos O. Bunge, José L. Cantilo, Manuel Carlés, Diego F. Espiro, Alberto Ghiraldo, Eduardo L. Holmberg, José Ingenieros, Gregorio de Laferrére, Severiano Lorente, Roberto J. Payró, José Luis Murature, David Pena, Enrique del Valle Ibarlucea.
[2] Psicosis, A. Hitchcock, 1960.
[3] Ronronea, de fondo, Thomas De Quincey, Del asesinato considerado como una de las bellas artes [1827].
[4] También podría uno pensar en Nikolái Gógol y su Diario de un loco [1834].