Sobre una ciudad subterránea y su rumor. Un cuento de Orlando Espósito con ilustración de Cindel García.
Vengo al bar de la estación en busca del viejo borracho. Vengo a buscarlo para que me cuente por centésima vez esa historia que no estoy convencido de que sea cierta. Pero igual vengo –y acaso, para ninguna otra cosa–, a beber con él hasta caer vencido por la caña Legui, en busca de la obnubilación que produce, para dejar de recordar, para perder la memoria… la maldición de la memoria.
La memoria es una oquedad, una caverna desde la que se abren infinidad de túneles, una catacumba. Alguna vez escuché de boca de este mismo viejo borracho que está sentado ahora conmigo, que las catacumbas de París contienen restos de más de seis millones de cadáveres y que son un laberinto del que no se puede salir sin la asistencia de un guía experto. Hay corredores en los que las calaveras fueron dispuestas formando guardas, a modo de adorno de las murallas cubiertas de osamentas.
Esa historia me fascina, cautiva mi morbo. Cuando se pasa de copas, el viejo cuenta que trabajó allí haciendo trabajos para un cartógrafo contratado para hacer un relevamiento y trazar mapas de esos trescientos kilómetros de pasadizos tallados en la piedra caliza sobre la que se asienta la Ciudad Luz. En los lugares donde se cruzan tres o cuatro túneles se forman criptas, hay altares y columnatas que simulan soportar el techo, hay grafittis que datan de cientos de años en memoria de los muertos. Una ciudad de silencio y sombras debajo de la otra, la del Folies Bergère y la Torre Eifel.
Y mientras el viejo habla y le damos al trago –sin apuro, porque vamos a estar horas tomando y conversando–, siento que la niebla del alcohol invade mi mente y, a medida que pierdo la conciencia, gano calma y olvido. Se aquietan mis monstruos, se refugian en la oscuridad de los subterráneos estrechos y húmedos, a veces inundados.
Siento que mi compañero de copas cuenta dónde se esconden mis peores pesadillas y no dónde están los millones de muertos de París. En cierto modo, vengo para eso, para escuchar una vez más la historia de esa ciudad de cadáveres sobre la que pululan y se agitan los que todavía están vivos.
Describe los insectos de las profundidades que surgen desde adentro de las grietas, repugnantes criaturas de ojos desproporcionados, especies de alacranes de cuerpo traslúcido que escapan de la luz y del ruido. Cuenta, el viejo, cómo tuvo que cavar arrodillado, torciendo el cuello porque la cueva era estrecha, dando golpes con la maza sobre el cincel, con las manos quemadas por las ampollas donde no las habían protegido los callos, cómo caían trozos de osamenta a medida que avanzaba para abrir un paso en esos túneles bloqueados por un derrumbe.
Reconozco ese relato. Ya no sé si por haberlo oído tantas veces del viejo amigo de copas, o porque escucho contar lo que pasa dentro de mi cabeza. Necesito olvidar, pero la memoria se obstina en mantener grabadas las imágenes, los sonidos, las luces y las sombras de cada momento. Y hay veces en que me pierdo en esas galerías fuliginosas sobre cuyos muros bailotean luminiscencias fugaces, apenas verdes, apenas azules, como fulgores de estática que no hacen más que remarcar la ausencia de luz. Y ahí, en el fondo, sumergidos en la negrura, negros también, opacos, mis recuerdos.
Y entonces, de alguna grieta surgen los alacranes que clavan su púa ponzoñosa, y traigo a mi conciencia el deseo de que el viejo muera de una vez; lo veo fuera de foco, con mi visión borrosa, y quiero que muera para que deje de contar mentiras, las historias de osarios enterrados, y le sirvo una copa más en un intento de destruir de una buena vez su cuerpo y así, también, su voz.
Espósito, este cuento suyo me produce temblor, estremecimiento, repeluzno, temblequeo e impresión; esos túneles llenos de espectros. No los conozco y tengo que ir, si puedo conseguir que me fíen el billete de mil quinientos verdes en doce episodios en pesos, sin interés. Pero sigo con lo del cuento: me gustó mucho ese encuentro con el viejo beodo en lo que supongo debió ser un piringundín de Constitución. Me recordó los túneles que describe Orwell, en el libro ese sobre los mineros escoceses. En fin, terriblemente bueno y por breve, doblemente bueno. No espero menos de usted. Lo felicito.
Gracias troesma! Y sí, un piringundín de las estaciones de tren. Banfield, Rosario, Bahía Blanca. Y sí, también, seguro que anda Orwell metido por ahí, a caballo de sus traducciones, porque todo mi inglés no da ni para pedir un café. Un abrazo.
Muy buen cuento, Orlando. Me preguntaba a cuál desenlace se iría dirigiendo. No estaba preparada para ese. Miedo, tanto al ambiente en el que los dos personajes se reúnen como a las catacumbas a las que se hace referencia. Más miedo aún al terrible deseo que expresa el narrador como giro final. Y otra vez constato que la oscuridad de lo muerto casi es luz al lado de la oscuridad que vomitan ciertas vidas.
Gracias por tu comentario Patricia!