En el día de hoy compartimos un cuento de Juan Manuel Terré que integra el volumen Para el lado de las islas (Barnacle, 2016). Ilustración de María Lublin.
Vamos por el camino viejo, una recta de tierra con montes de naranjas y batatas a los costados. Luisito pedalea a mi lado, su bicicleta destartalada no deja de hacer ruido. En mi portaequipaje llevamos las tramperas y la jaula con el cabecita. Antes de salir la cubrí con una tela para que no se asuste y no se golpee.
—El Gallo dijo que pasando la curtiembre está lleno —dice Luisito.
Tiene el pelo revuelto y no para de aspirarse los mocos que le bajan hasta la boca. Después de pedalear media hora, llegamos a la curtiembre. El portón de entrada está abierto. El Gallo hace changas ahí: apila las bolsas de arpillera, barre y a veces va al pueblo a comprarle puchos al capataz. Luisito deja caer la bicicleta y le grita para que salga. El Gallo se acerca caminando despacio, es negro y flaco, parece una ca-ña con patas.
—Gallo, ¿dónde están los cabecitas?
—Cerca de las vías, subí al manubrio que manejo yo —dice el Gallo. Luisito sube de un salto.
Salimos del camino y encaramos por una huella deshabitada. El sol cae de punta, no es la mejor hora para cazar cabecitas. Tampoco la época. Los cabecitas vienen en el verano y recién estamos a mitad de la primavera. Si el Gallo los vio será porque están cambiando de hábitos. El año pasado no agarramos ninguno, dicen que las fumigaciones y el desmonte los corrieron para el lado de las islas. Mi cabecita es viejo pero canta como ninguno, así que si hay, los va a llamar a todos.
Llegamos a las vías. Luisito salta del manubrio y va rápido hasta el terraplén, agarra piedras del costado de los rieles y nos empieza a tirar. El Gallo lo corre y cuando lo alcanza lo empuja contra un cañaveral que hay detrás. Luisito sale entre las cañas con los brazos rasguñados.
—¿Qué empujas, vos?
—¿Y vos cómo te llamás? —me pregunta el Gallo.
—Martín.
—Martín, agarrame el salamín —se burla y Luisito se empieza reír a carcajadas.
—Martín y Luisito, dos pendejos bien putitos —sigue el Gallo.
—Pará vos, esqueleto de gallo —Luisito se pone serio.
El Gallo lo agarra de la remera y le cachetea la nuca. Luisito putea. Les digo que no hagan quilombo, que van a espantar a todos los pájaros. El Gallo me imita la voz burlándose. Es muy feo, anda en cuero y con un pantalón que parece un taparrabos. Caminamos con las bicicletas de tiro por el costado del terraplén. Del otro lado de las vías hay un alambrado y más allá un campo. Es un buen lugar. Desato las tramperas y las empiezo a preparar. Luisito hace lo mismo con unas varillas de pega. A mí no me gusta cazar con pega porque a veces cuesta despegarlos y si tirás podés quebrarles las alas. Además con este sol se seca rápido y para que vuelva a pegar hay que mojarla y enrollarla otra vez en la varilla. Y si vamos a cada rato los pájaros no se acercan. Hay que quedarse lejos y no hacer ruido, no como estos dos enfermos que gritan y se tiran piedras.
—Che, si hacen quilombo van a espantar a todos los pájaros —les grito.
—Eh, Martín.
—¿Qué?
—Agarrame el salamín.
El Gallo la tiene afuera, se la agarra y la mueve para todos lados.
—Mirá que lindo salamín —dice y camina hacia mí.
Luisito desde un costado se ríe como un tonto, el Gallo gira y lo encara.
—Che, Luisito, haceme una paja —Luisito da unos pasos para atrás.
—Chupamelá, esqueleto de gallo —dice y salta al otro lado de las vías.
El Gallo se ríe con la boca bien abierta, le faltan la mitad de los dientes. Después se pone a mear sobre unos yuyos.
Cuando terminamos de armar todo, cuelgo la jaula en un poste y le saco la tela, el cabecita empieza a saltar adentro. Pongo la trampera al costado y Luisito clava dos varillas en el poste siguiente. Nos alejamos por el otro lado de las vías en dirección al cañaveral; antes de llegar escucho que el cabecita comienza a cantar. El Gallo preparó un escondite cortando algunas cañas, dice que detrás hay un monte de naranjas y se va. Ojalá no vuelva. Busco un lugar cómodo para sentarme y ver las jaulas. El sol cae a pique, no es la mejor hora para cazar. Tendría que haber traído también un jilguero, de ésos hay todo el año. O un corbatita, me pareció ver una bandada cuando salimos de la curtiembre.
—Che, Luisito ¿vos creés que el Gallo vio cabecitas?
Luisito está tirado de espalda entre las cortezas secas de las cañas, mastica el tallo de un pasto como si fuera un chicle.
—¿Y por qué me va a mentir? Si dice que los vio es porque los vio.
Arranca otro pasto y se lo pone en la boca. Ya no se aspira los mocos, le quedaron dos aureolas blan-cas en los agujeros de la nariz.
El sol le da de lleno al llamador que salta de un palito a otro dentro de la jaula. No para de cantar. Ya pasó como una hora desde que pusimos las tramperas y todavía no vimos ningún cabecita. El Gallo no volvió. Luisito se quedó dormido de espalda con la boca abierta. Un pájaro baja al terraplén, a unos metros de las tramperas.
—Eh, despertate.
Lo empujo con el pie y se sienta sobresaltado.
—Mirá.
El pájaro salta hacia el alambrado y se para en una de las varillas, intenta volar pero se le pegan las patas. Aletea desesperado y se le pegan las alas. Se voltea y queda colgando como un murciélago. Luisito sale corriendo y yo voy detrás. Veo que lo tironea pa-ra despegarlo.
—¡Con cuidado!
Es tarde, ya lo tiene en la mano. Apenas se mueve.
—Le quebraste las alas, bestia.
—Es un chingolo de mierda y me llenó de plumas la pega —dice y lo tira con fuerza contra los durmientes.
El chingolo rebota y cae del otro lado de las vías. Lo encuentro entre los yuyos. Todavía está tibio. Le salió sangre del pico y de un ojo.
—Pendejo tarado ¿cómo vas a hacer eso?
—Para qué lo querés, están llenos de piojos.
—Vos, estás lleno de piojos.
Luisito se escupe las manos y se pone a limpiar la pega. Vuelvo al escondite y cuando me estoy por sentar me empujan de atrás, caigo al piso y el Gallo cae arriba mío.
—Salí, sucio.
Está todo transpirado y apesta a naranjas.
—Te asustaste, mariconcito. Comé una.
—No tengo ganas.
Llega Luisito y agarra una de las naranjas que están en el piso. El Gallo le pega en la mano y se la saca.
—Pedí permiso, enano.
—Qué, si son afanadas…
—¡Shh! Hay uno en el alambrado —digo.
Luisito se asoma para ver y quiebra una caña.
—Quedate quieto —dice el Gallo y le amaga una cachetada.
Está parado sobre uno de los postes, a un metro de la trampera; mueve la cabeza desconfiado.
—¿Vieron que había? —dice el Gallo.
Mi cabecita salta de un lado a otro de jaula chillando. El otro da saltitos sobre el alambre y se empieza a acercar. Es macho pero todavía no marcó, tiene la cabeza bien negra y el pecho se le está empezando a poner amarillo. Se para al lado de las pegas. Que siga, que no salte ahí, mejor la trampera. Vuela y se queda aleteando sobre el llamador. Se va a ir. No, baja y se para en el borde de la jaula. Vio el alpiste. Salta adentro de la trampera y la tapa se le cierra encima.
—¡Cayó!
Corro y el Gallo me sigue, cuando llegamos me empuja y agarra la trampera.
—Pará, hay que taparlo, si no se va a golpear todo —le digo.
—Este es mío —dice y se va.
—Dámelo, chorro —lo empujo.
El Gallo suelta la jaula y me agarra del cuello. Trato de zafarme pero me tira de boca al piso y me dobla los brazos por la espalda.
—Soltame, me hacés doler.
El Gallo se ríe. Llega Luisito y se ríe también.
—Pasame la soga, enano.
Luisito le trae la soga que usamos para atar las tramperas. Me ata las muñecas con fuerza. Duele. Siento la tierra en mi cara.
—¿Querés un cabecita?
Sale de arriba mío y se arrodilla adelante. Se desprende el pantalón y la saca.
—Mirá qué lindo cabecita —me la acerca.
Volteo la cara todo lo que puedo, la tierra de la boca se hace barro.
—Ya está. Dejalo, Gallo.
—Callate, pendejo, o querés que te haga lo de la otra vez.
Se para y va detrás, se sienta sobre mis piernas, con una mano me sujeta la espalda y con la otra mano me baja el pantalón. No me puedo mover, no tengo fuerzas.
—Soltame, negro hijo de puta.
—¿A ver qué tenemos ahí? Qué lindo culito…
Hago un esfuerzo para girarme pero no puedo. Lloro de asco y vergüenza.
—¿Querés que te la ponga un poquito?
Veo la trampera tirada a un costado. El cabecita salta desesperado golpeándose contra los alambres. Está atrapado, no hay forma de que salga pero sigue luchando.
—Dejalo, Gallo.
—Sí, demasiado llorón, me parece que le empezaba a gustar. La próxima se deja —dice, después agarra la trampera y se va.
Luisito me saca la soga y se sienta a un costado. Me mira, serio, sin decir nada.
—Qué me mirás, pendejo de mierda —doy dos pasos y así, como vengo, le pego una patada en las costillas.
Se queda tumbado sobre el pasto. Voy al alambrado, agarro la jaula con el llamador y tiro las pegas lejos. Vuelvo y lo veo parado al lado de su bicicleta llorando, se la tiro al piso y salto arriba. Se quiebran los rayos y se dobla una rueda. No va a hacer más ruido esa porquería. El pendejo llora más fuerte y la cara se le llena de mocos. Ato la jaula en mi bicicleta y me alejo.
Como pájaros enjaulados. Todos.
Interesante observación
Muy bueno. Terrible cómo va armando el clima.
Gracias por la lectura!
Que interesante observación. Gracias!
Oh. J.M. Bruto cuento. Excelente cuento. Me gustó muchísimo. Todo duele, ese pobre chingolo entre los rieles con el pico roto y pibe en el suelo con el otro energúmeno que se lo quiere coger. Esto es decir. Esto es escribir. El resto, no todo, es cierto, son reflexiones de eruditos sobre erudiciones de eruditos. No quiero excederme con los elogios porque me producen rubor en serio pero, che, J.M., tu cuento es digno de ser leído, lo que es mucho decir en estos tiempos de hiel.
Al que le está dando pudor, querido Marcelo, es a mí! Gracias x la lectura y tanta adjetivación positiva. Ayuda a no de dejar de escribir en estos tiempos de hiel ✋