«¿Era el comienzo o el final de una década, y por qué esa pregunta hacía que los días transcurrieran tan vertiginosamente?» se pregunta Mauricio López en este cuento que narra formas de configurar un viaje muy personal a través del tiempo. Dibujo de María Lublin.
Limitándome a remover la tierra para recuperar un recuerdo enterrado, como todos lo hacemos. Pues existen indicios, si no me equivoco, de que todos recordamos, andamos buscando algo furtivamente.
Virginia Woolf
Bajo tierra debían de estar las luces. No sabría precisar en qué año se gestó ese debate, el de saber determinar dónde deben de ir las luces, si a una altura inferior o superior a nosotros. Quizás sería interesante saber qué vínculo tiene ese debate en relación a cómo se construye o cómo se pierde una década. Si sería mejor ver las décadas desde arriba o desde abajo, o contemplarlas cuando están presentes o cuando ya se han ido. De mi parte, pienso que las luces que se nos disparan desde abajo, en el suelo, o bajo tierra, nos conceden mayor visibilidad. Cuando se extrajo del barro y de las piedras un candelabro primero, luego un farol y, por último, se divisó la cabeza llena de barro de un perro cachorro, pensé repentinamente en las cosas que nos sobrecogen. El pequeño respiraba tranquilo y no se apresuraba a transmitir emoción alguna sobre el barro que bañaba todo su pelaje. Por varios días más, se siguió buscando lo que había desaparecido con las crecientes de agua y yo seguí atento a que apareciese algún objeto centelleante que explicase lo que estaba ocurriendo. Estaba confundido. ¿Era el comienzo o el final de una década, y por qué esa pregunta hacía que los días transcurrieran tan vertiginosamente? Me provocaba cierto nerviosismo el ver cómo cada día y cada semana se convertía en una renuncia, en una disidencia. Músicos que decidían no volver a dar un concierto, actores que dejaban a un lado lo que habían hecho hasta entonces, atletas que ponían súbitamente punto final a sus trayectorias e incluso libreros que se manifestaban cansados del oficio y optaban por cerrar puertas y despedirse. Yo mismo busqué por varios días entre la tierra estropeada y las aguas empozadas, a la espera de poder hallar ese artefacto que me mostrase la mejor explicación para esa ola de renuncias de algún modo inexplicables. Continué tratando de encontrar un pequeño carrusel adonde hubiesen ido a parar las motivaciones de tantas personas que habían decidido cerrarle la puerta a las cosas que los movían antes del cambio de década. Lo más sensato para mí era perderme en esa fantasía, pues qué derecho tenía yo a decirle a conocidos y desconocidos dónde habían dejado sus viejas tentativas. Quedaron allá, en el pasado lejano. A los músicos no podía decirles nada, puesto que no tenían tiempo para ese tipo de quejas o indagaciones, y les importaba más el sostenimiento de un sonido o una nueva combinación de acordes que cualquier otro aspecto exterior. A los atletas y a los actores las cuestiones temporales los afectaba sobremanera, por eso no era muy amable de mi parte explayarme sobre un tema casi hiriente para ellos. El único caso accesible era el de mi librero, un hombre amable pero distante, del que nunca se oía alusión alguna a familia o amigos, y al que quizás la época de hacerse padre le había pasado por un costado, sin que él o los visitantes de la librería cayésemos en cuenta de ello. Ahora, que llegaba el tiempo de darle cierre a su oficio de décadas, quedaba por conocer en qué o en quién se podría refugiar ese hombre. De mi parte, que lo conocí desde que era adolescente, en los años en que comenzaba a interesarme por lo que pudiese residir en los libros, tampoco podía decirse que fuese acompañado con un coro o una banda detrás mío, pues, sin duda, de las innumerables veces que visité la librería, mi compañía eran los libros con los que salía de allí, casi siempre poco tiempo después de la hora de apertura. Allí estábamos, un tipo que dedicó toda su vida a una librería, viendo que nadie tenía mucho que decir al respecto, y un lector que no sabía en qué espacio habría de moverse en los próximos años. Fuese o no una ciudad desmemoriada la que habitábamos, lo cierto es que estábamos frente a los últimos días de un lugar impregnado de ficciones y de historias que se quedaban en el aire, como la de mi propio librero. Cuando me vio llegar, a pocos días del cierre definitivo, la expresión en su cara bien decía que debía borrar inmediatamente la expresión fúnebre con la que venía, o podía prohibirme la entrada. Este oficio es así desde un comienzo, dijo estrechándome la mano. “Una gran parte del trabajo de ser librero consiste en eso, en dejar ir las historias, por mas que vengan encuadernadas en ediciones especiales, por mas que en el fondo queramos que esos libros nunca se vayan de la librería. Adónde han ido a parar esos libros que vi salir hace mucho por las puertas de esta librería, es algo que francamente nunca sabré; si se encuentran en manos de otra generación, si fueron vendidos a un precio ínfimo en un trasteo, si fueron donados a una biblioteca pública o si fueron puestos en un cesto de basura. Esos libros seguirán cumpliendo un papel importante allá donde vayan, así como lo seguirán haciendo para mí los que han hurgado una y otra vez entre estos estantes. Yo, que nunca fui a una escuela de letras, (y esto ojalá lo escriba uno de los visitantes de la librería que llegaron a hacerse escritores), aprendí más de las personas que visitaban este lugar que de los mismos libros. Además, que no se confundan los términos. En nuestra ciudad solemos confundir renunciar con extrapolar. Aquí lo único que se está haciendo es mover este mueble viejo que soy yo y llevarlo a otro lugar. Un lugar incierto, es verdad, pero no por eso menos llamativo”. Que dijese esas palabras, con esa expresión de calma y de orgullo por haber entendido su trabajo de esa manera, me hizo ver que no lo preocupaba en lo más mínimo continuar con una vida diferente a lo que había sido la suya hasta ahora. Años después, cuando lo encontré en un pueblo de Boyacá, trabajando en un local que era mitad venta de objetos de madera mitad venta de antigüedades, me dijo que debió dedicarse a fabricar primero todo lo que pudiese hacer con la madera y luego sí debió pensar en los libros. Primero debes hacerte de unos estantes y luego sí pensar en hacerte de una biblioteca personal, fueron sus palabras más o menos textuales. Luego declaró que, al final, todos los que de algún modo hemos permanecido cerca a los libros, terminamos haciendo parte de las contradicciones entre la madera y el agua. Los árboles y las plantas necesitan del agua para poder crecer y, sin embargo, algunos parecen enfermar por el exceso de ese líquido, y las guitarras necesitan del sudor de las manos para poder llegar a sonar lo mejor posible y, de cualquier modo, si el agua las cubre durante un tiempo prolongado, terminan por estropearse. Su mujer se ofreció a enseñarme la otra mitad del local, donde estaban todas las antigüedades. Me enseñó tocadiscos, rocolas, molinillos, campanas de hierro, carruseles con animales salvajes en miniatura como protagonistas, máquinas que no esperaba que todavía existiesen y otros objetos no aptos para nostálgicos. No llevaba mucho dinero, pero era lo suficiente para salir de allí con lo que quise llevarme, el carrusel con los animales salvajes en miniatura y un farol viejo que, según la mujer, era resistente al lodo, a las inclemencias climáticas y, sobre todo, al paso del tiempo. Un farol así puede iluminar desde el suelo o desde lo más alto de un castillo medieval, le dije. Una luz así puede alumbrar hasta las décadas que pensamos pérdidas, dijo ella. Ahí estaba mi librero alzando la mano en gesto de despedida, en sus últimos años y acompañado de una chica con toda una vida por delante, y ahí estaba yo, con los objetos de la tienda de antigüedades que pude elegir, dispuesto a donarlos al lugar que alguna vez fue su librería.