Anahí Almasia realiza una pequeña reflexión sobre la pandemia y la civilización.
Una reproducción de la piedra Roseta me observa desde la biblioteca y a veces yo también la miro como si fuera a decirme algo. Es una meditación como cualquier otra. Entre los pensamientos que surgen insiste este: ¿conocer otras lenguas amplía la percepción de lo que nos rodea? O lo que es mejor decir: ¿vemos más y mejor cuanto más aprendemos de lo diferente?
A partir del momento en que inventaron la escritura que divide prehistoria de historia, las civilizaciones dejaron plasmadas sus visiones del mundo. En las tablillas cuneiformes de la antigua Babilonia hay canciones épicas, contabilidad, viejos enojados porque los jóvenes no los respetan y poemas de amor. Somos los mismos desde el comienzo de los tiempos, seres deseantes y esperanzados en busca del amor y del sentido de la vida.
Entonces llegó Champollion y descifró los jeroglíficos y una civilización cobró sentido para occidente. Todavía falta descifrar la pandemia de hoy. ¿Nos abrirá los ojos frente a las otras especies y la ecología? ¿Nos volverá más egoístas o más sensibles frente al prójimo? ¿Entenderemos algo nuevo de este lenguaje de distancias y barbijos?
Deberíamos recibir un libro al nacer con instrucciones para vivir. Mientras tanto, escribimos en las tablillas de hoy que son las computadoras, las tablets y los cuadernos improvisados en cualquier papel, con la intención de dejar un grano de arena que heredarán los que vendrán en la larga cadena de las civilizaciones. Sería deseable que esa partícula sea lo más armónica posible porque, como dice un viejo axioma que se le podría aplicar al virus: “Nos conocimos por una razón, o eres una bendición o eres una lección”.