Un cuento de Orlando Espósito que retrata la distopía en la que se puede transformar un viaje en el que todos quieren ser parte del colectivo. Dibujo de Mercedes Roch.
Hace veinte minutos que espero, ¿lo habré perdido? No es tanto tiempo. La ansiedad me pone loco. Por suerte estoy solo. ¿Habrá cambiado el recorrido? ¡No! ¡Allá está! A pesar de las llamas y el humo puedo verlo. ¡Ya viene!
Se acerca. Agito los brazos. Llega a la esquina. Arrima al cordón, frena y abre la puerta. El chofer me hace un gesto. Subo. Aplico el plástico sobre el dispositivo, verifico que descuente el viaje y me corro hacia el fondo, donde veo espacios vacíos.
Dos o tres me observan con cierto recelo. Trato de mostrarme tranquilo. Sonrío. A pesar de todo hay ambiente de fiesta. No. Nada de fiesta. No es alegría; es exaltación, euforia. Va rápido por la avenida maniobrando a lo bestia. Se adelanta en el tránsito como puede. Está obligado a sortear obstáculos, esquivar autos incendiados, eludir trampas. Es hábil, tiene oficio.
Cada vez que hace una parada se produce un alboroto. Son muchos los que quieren subir. Imposible. No hay lugar suficiente. Se escuchan alaridos. El vehículo se hamaca sacudido por la furia de la turba. Botellas y cascotes se estrellan contra la carrocería. Vidrios que se hacen trizas. Los que quedan abajo putean.
Va bien. La mayoría sonreímos porque estamos conformes con el andar que llevamos. Lo que importa es moverse. La gente ocupa los asientos a medida que sube. Se los ve satisfechos. Avanzamos. Atrás alguien entona una canción. ¿Un cántico? Es una melodía pegajosa.
Miro por la ventanilla. Hay sol, día templado, no hay viento. El humo negro que sale de algunos edificios sube recto hacia el cielo. Pasan camiones repletos. Muchos portan banderas. Saltan y gesticulan. Amenazan. Rostros deformados por la ira. No me preocupo. Estoy tranquilo. Acerté al ponerme el saco marrón con la camisa al tono.
El que maneja sabe, tiene oficio; por algo es el que va al volante. Dan miedo los aullidos y los golpes contra la chapa cuando se detiene. Aunque cada vez lo hace con menos frecuencia, no siempre puede evitarlo. Como ahora.
Adelante se genera una refriega. Entre dos agarran a trompadas a uno que puja para abrirse paso. Pelean los que quieren ingresar contra los que están arriba. Los nuestros aceptan a unos y rechazan a otros. Menos mal que me vine al fondo. No faltan los que se cuelgan de los manillares y tratan de poner un pie en el estribo. Protestan. Otra vez estamos en movimiento.
De repente, veo caer un puño como un martinete sobre una cabeza. Uno de los que controlan el acceso cae de rodillas. El del puñetazo es corpulento. Fue el que subió último. No pudieron pararlo. Está adentro. Intentan sujetarlo. Zafa. Empuja. Viene para acá.
Uno le traba una pierna. Cae de bruces. Con la punta de los dedos toca uno de mis zapatos. Retiro el pie, miro a través de la ventanilla. Trato, porque la escena me fascina y no puedo evitar que mis ojos vuelvan a él.
Veo a uno que saca de debajo del asiento del conductor un palo corto y grueso. Viene dando voces. «¡Dejenmeló! ¡Dejenmeló!» Levanta los brazos y le sacude un bastonazo. Se siente el estallido del hueso al quebrarse; la mano que trataba de agarrarme se afloja y queda inmóvil.
El que aplicó el trancazo pulsa el botón del timbre. Nos detenemos. Entre cuatro toman el cuerpo. Lo arrojan a la calle. Aplausos. Retorna la calma. Vuelven a ocupar sus lugares. Atrás siguen cantando.
Proseguimos. Vamos a buena velocidad. El chofer evita hacer paradas donde ve que hay grupos nutridos. Cuando sigue de largo se oyen insultos. Cada vez somos más, sólo quedan tres butacas sin ocupar. Hay quienes van parados. El del garrote permanece apostado junto a la lectora de tarjetas.
Sube una mujer con dos chicos. Tratan de cortarle el paso. Se defiende. Brama. Clava las uñas. Quiere pasar. Insulta. Lucha. La aferran entre dos. El jefe le sacude una buena en las costillas. Gime. Los otros ríen. Los chicos lloran. Los apartan. Uno desgarra la blusa, otro levanta la pollera y rasga en jirones la bombacha. Se turnan. Hay risas. Ella me mira pero doy vuelta la cabeza y observo lo que ocurre afuera.
La mujer llora. La oigo por encima del rugido del motor. Giro hacia ella. La miro pero no me ve. Se tapa los ojos con el antebrazo. Suena el timbre. El micro se detiene. Escucho el siseo del mecanismo neumático al abrir. La tiran sobre el pavimento. Aplaudimos. Tenía un tapado azul. No me había dado cuenta de que era azul. Miro en derredor. Compruebo que todos llevamos abrigos de color marrón con blusa o camisa al tono.
Atrás, un himno alcanza acordes de gloria. Son acordes mayores, brillantes. Un poeta recita estrofas que hablan de heroísmo. Un escultor da unos toques de cincel a una piedra. Tomo apuntes para la historia. Se hace un alto con el objeto de colocar una placa cambiando el nombre de la avenida. Los del garrote vigilan que nadie suba mientras oímos el discurso.
Reanudamos la marcha. Pocas cuadras después hay un revuelo detrás de mí. Todavía queda uno que viste de verde. Venía disimulado debajo de un manto marrón pero el que estaba sentado a su lado dio el aviso. Rodeamos el asiento. El hombre alza las piernas hasta juntar las rodillas con el mentón. Trata de proteger la cabeza. El de la estaca está lejos, a mis espaldas. No logra arrimarse porque hay mucha gente. Le hago una seña: «¡Dame! ¡Dame!» Me la pasa.
Es pesada, se siente bien entre las manos, es contundente. La levanto bien alto. Descargo un golpe de furor. Se escuchar un ¡crac! El cráneo se parte. Una sustancia semilíquida chorrea. Es como una crema rosada.
Nos detenemos para arrojar al intruso a la zanja. Aplausos. Palmean mi espalda, me halagan y felicitan. Arrancamos. Ahora sí que vamos rápido, muy rápido.
De pronto, veo la avenida cortada por una barricada de tambores de los que brotan llamas. Más atrás distingo maquinas amarillas atravesadas que impiden el paso. Hay mucha gente, banderas. Oigo disparos en ráfaga. Nos ametrallan. El parabrisas estalla. Hay una explosión. Gritos. Gemidos. Todos tratan de alcanzar la puerta trasera. Forcejean, se apretujan en el pasillo. Desesperados, rompen los vidrios y saltan a la calle. Los hombres de verde forman un semicírculo que los atenaza bajo las negras bocas de las armas. Están rodeados. Imposible escapar. Los balean a quemarropa.
Me escondo detrás del respaldo de un asiento. Mis manos tiemblan. Trato de quitarme el saco marrón.
gran cuento! muy manejo del suspenso, de los tiempos, cómo va acumulando intensidad la trama hasta que estalla
Agradezco tu comentario Melina.
Uno más de los cuentos de Orlando que es imposible leerlo sin sentir emociones contrapuestas. Sensaciones de lo humano fuertes y para pensar más allá de ser un » cuento». Felicitaciones!
Gracias por tu comentario, Dora.
Un bondi (un bus) repleto de hombres, mujeres y niños unidos por el miedo, el humo y los gritos de terror de los que quieren subir y no pueden. Uno sube de prepo, el mismo que desciende muerto por un golpe que le rompe el tiesto. Y esos vestidos, uniformes ocres… Terrible, Espósito, usted es un escritor de fuste. Sus golpes duelen, hieren, demuelen, conmueven. Como pidió Gombrowicz, me toco el oído derecho en su honor por no inferirle un elogio. No deje de escribir; sus fieles seguidores se lo pedimos.
Gracias por tu comentario, Marcelo.
Caracteristica infaltable en sus cuentos, la vivencia de sus relatos, que sumerjen al lector en cada accion y emoción del mismo, La miseria humana aparece muy clara en el accionar de los personajes:ira, descontrol, cobardia, etc Una vez mas felicitaciones
Gracias por comentar Virginia.
Ayer hice un comentario a este cuento y no lo veo.
Comienzo y … resulta Imposible detener la lectura. Suspenso desde que subo al colectivo. Porqué escribo en primera persona❓Porque tienes la picardía y habilidad, de provocar en el lector , la Magia de introducirlo en la escena❗️
FELICITACIONES ORLANDO❗️
Gracias Diana, querida amiga de mi Banfield.
¡Qué espantoso Orlando! Hemos prendido fuego a la ciudad, nos camuflamos y matamos al que tenemos cerca, tan solo por el color que desluce y aún así peleamos por seguir en este bondi. Ni la cena de mascarones de Prevert me causó tanto asco. Estupendamente construido el horror y el espejo de la miseria que somos. Tengo un escepticismo muy cercano al tuyo. Joderse!
Gracias Adolfo. Y aún, con todo, vivir es maravilloso…
Muy fuerte el cuento pero no podés dejar de leerlo. Te engancha y a medida que lees vienen a la cabeza las imágenes como una película.
Me encantó!!!
Mercedes, agradezco tu comentario.
Excelente Orlando, fuerte e inteligente, como siempre; tantos planos y mensajes superpuestos… una genialidad!
Gracias Marcela por tu comentario.
Una vez más, el autor, con su detallado y vivido relato, nos sumerge en un viaje, que encierra el devenir de una historia brutal, descarnada y atemporal, donde “todo vale “, cuando afloran descontrolados, los bajos instintos de la miseria humana.
Gracias Mirta por tu comentario.
Querido amigo.
A pesar que tus cuentos son admirables no puedo sustraerme de la realidad.Para mi ya no es ciencia ficción es la realidad y sufro y me angustio.
Pobre mi Argentina
Gracias por tu comentario Susana.
Puro vértigo y frenesí, imposible parar.