El 29 de enero de 1845 se publicaba en el periódico semanal The Evening Mirror el poema The Raven, mejor conocido como El cuervo para los hispanoparlantes. Revista Colofón homenajea al escritor norteamericano de la mano de un texto «híbrido», tal y como lo define su propia autora, Carmen Rosa Orozco. Ilustra José Bejarano.
Resulta que años después de mi muerte en Baltimore he regresado a vivir junto a mi vecina Sarah Morante, soy alcohólico de nuevo y me llamo Víctor Fuentes, me arrastro por las paredes, a veces mancho de diarrea el piso próximo a mi apartamento; ella me repulsa así como mi padrastro, tal como ella he suprimido mi apellido paterno, piensa en atacarme con un palo pero no lo realiza, John también lo quiso hacer en su lecho de muerte para que no me le acercara, pero ya sólo deliro por Virginia, mis hermanos me encontraron en la plaza Del Lago llorando por ella, por esos hijos que no pudimos tener.
Te miro desencajada en la mirada del cuervo que se posa sobre mi taza de té. Tu cara es lo único que recuerdo en los momentos que no tengo alimento, unos sorbos de brandy sirven para perderme en las fauces interiores de mi revesada mente, no pude acceder a la fortuna de mi amada madre Frances, recuerdo los paquetes con comida y ropa que me enviaba, duermo encima de su tumba y no encuentro descanso sobre mi sombra ni en los escritos que voy arrojando a la intemperie, las editoriales no han querido publicar los cuentos digitales que piso bajo la lluvia, pero los 50 dólares que gané por un Manuscrito encontrado en una botella trajeron un poco de calma a mis agotados días. La luz se achica y recojo el corazón carbonizado de Shelley de la gaveta, los mechones de pelo de sus hijos muertos, el corazón destrozado del falso Prometeo que ahogó mis dudas. Podría invertir la historia o todas las historias que he leído o escuchado para no enloquecer, la bruma siempre es densa en el paraíso, me he encerrado a escribir como un demonio en la buhardilla ignorando la inclemencia del frío. Reynolds me ha engañado: afeitó mi bigote y me puso una camisa holgada, fui una de las piezas de su ardid electoral, por eso ahora babeo dentro de la zanja; hoy es 3 de octubre de 1849 y James me aclara que he estado una semana desaparecido, pero no logro recordar nada. Elizabeth, la querida Elizabeth, siempre me dijo que volviera a Boston, pero su prematura muerte no sincronizó con mi lánguida premonición del hijo ausente y muerto.
Mi hermano ha fallecido en Angaraveca, se estrelló contra un árbol y terminó dormido en la cuneta, dos ladrones le perseguían para robar su moto, de igual forma se la llevaron dejándolo a él sin vida. Recibo una pensión del ejército, mis compañeros de West Point han editado mi libro Poems, lo cual costó 170 dólares. Abandoné a la única mujer que me amó, se llamaba Irma Plottier y venía de lo profundo del páramo El Zumbador, sus mejillas eran rojas de aspecto natural, imitaban a las de un arlequín, su cabello color miel llegaba hasta la cintura, me traía alimentos preparados y pan, tenía que quedarse en mi apartamento porque salía un solo bus al día hacia el sitio donde ella vivía, gritaba mi nombre y no le contestaba, pero mi odiosa vecina Sarah que era creadora de contenido para una empresa de cosméticos siempre le abría la reja del pasillo para que pasara.
Veía con desprecio el desorden en mi sala, los zapatos regados por el piso, las medias encima del comedor, los ratones comiendo de los platos dejados semanas atrás en la mesa de centro. Me odiaba, sentía que podía oler con un telescopio y un pitillo a la vez el mal olor proveniente de mis pies y axilas. Siempre Sarah, tan amargada y hermosa, sabía ocultar su perversa y agotadora depresión detrás de su silencio y bello rostro. Recobró su ánimo para atormentarme en ese lapso en el cual tomaba con vehemencia ron a pico de botella, poco le importaba que fuera un escritor famoso y maestro del horror.
Vomito sobre el láudano que quiere apresurar mi muerte, conozco a profundidad el tema de la muerte, sobre querer morir y no concluir nada más, espesando La caída de la casa Usher sobre mis pestañas; detener todo en el leitmotiv del hartazgo, la pérdida de fe y la derrota, no poder más, tengo cuarenta años y no puedo más, por ello, tía María quiero que mueras conmigo en esta cabaña pobre en Nueva York; mi capa negra es lo único que cobija a Virginia además de mis lágrimas atravesadas por la infamia y el hambre. Víctor ha leído el memorial ofensivo de Griswold, lo ha leído en un inglés balbuceante pero entendible, Irma Plottier lo ha abandonado debido a su impotencia y manos temblorosas, su aliento etílico le repugna; la caída en desgracia, la inmundicia y la soledad son su asidero. Víctor es alcohólico y no logra morir, bebe con desespero y sin pudor para morir mientras traduce al sánscrito mi poema Annabel Lee. Sarah oculta sus ganas de morir tras el labial color rojo, recuerda con ternura las bolsas que le enviaba su madre cuando estaba en el psiquiátrico ubicado en las afueras de su ciudad. Edgar, Víctor y Sarah, tienen en común ciertas cosas: prescinden del apellido de su padre, desean morir de manera anticipada a los eventos, reciben paquetes de mujeres cercanas y escriben en la oscuridad. Eso es todo y nada más.