Híbridos, entre lo humano y su transgresión    

Los seres híbridos produjeron desde tiempos antiquísimos una proliferación de relatos, fantasías y deseos variopintos. Y si bien, tradicionalmente se los vincula a la fealdad y a la perversión, incluso, en el caso de la Esfinge griega, a la noción psicoanalítica del terror a la castración, ellos no dejan de embelesarnos con su atracción siniestra. En esta nota analizamos algunas hibrideces mitológicas y literarias, así como el impacto del concepto en la configuración de ciertas identidades actuales.

El Minotauro: la hibridez entre la monstruosidad y el erotismo

Algunas hipótesis etimológicas sobre la palabra latina “híbrido” la emparientan con la griega hybris, que hace referencia al exceso y transgresión de los límites.

Un híbrido biológico se caracteriza tanto por la mezcla (entre diferentes especies, poblaciones, etc.), como por su esterilidad. Entre mayor es la exuberancia y la originalidad de un individuo, menor su probabilidad de reproducción. Sin embargo, por lo menos en la mitología griega, la hibridez se vuelve un asunto de lo más voluptuoso.

La oreada Creta es el escenario de una de estas mezclas, cuando un toro níveo y lúbrico enciende las pasiones inmorales de la reina Pasifae, esposa de Minos. De la unión nace un ser deforme de tronco taurino y cabeza humana, su nombre es Asterión, más conocido como Minotauro, en clara alusión al esposo traicionado de la infiel reina.

El minotauro es, por tanto, ese momento liminar del desborde; ya que el monstruo es fruto del amor entre un toro y una reina “ilustre y prostituida”, como describe Julio Cortázar en “Los reyes”. Éste lleva, así, la marca no sólo de una monstruosa hibridez biológica sino también de la doblez moral de su madre.

La trasgresión moral rima con la exuberancia politeísta griega que es sinónimo de hermafroditismo, mezclas monstruosas y metamorfosis; y rima también con la cosmología atiborrada de materia, recordemos que, según los mitos, el origen del cosmos se sitúa en el Caos, sopa primordial y confusa de todos los elementos.

Y todo esto fue la expresión de una hybris arcaica que rompía con las jerarquías de los géneros y las especies constituidas, horror de pensadores clásicos posteriores como Platón y Aristóteles y que será -parcialmente- exorcizada, a partir de los primeros siglos de nuestra era, por el pensamiento cristiano.

Las sirenas: de objeto del deseo al sacrificio de la identidad

Los híbridos son por lo general monstruosos, el mencionado Minotauro, la Esfinge tebana, los centauros, silenos, faunos y quimeras, entre otros, son claros ejemplos de ello; sin embargo, podemos mencionar una excepción, a saber, las sirenas. Quienes fueron, sin dudas, hermosas, aunque no menos inquietantes que sus pares monstruosos.

La figura de la sirena ha mutado profusamente a lo largo de la Historia de la literatura, desde la homérica híbrida de ave y mujer, hasta la más actual mujer/pez.

La personalidad de la sirena también ha sido cambiante, en la antigüedad y medioevo configuró el arquetipo de mujer seductora y perversa. Las sirenas tuvieron que esperar hasta el siglo XIX para acceder a una imagen más humana, sufriente y enamorada, con el relato de Hans Christian Andersen, “La sirenita”.

Sin embargo, la redención de la imagen de la sirena, llevada a cabo por Andersen, implica una transformación profunda en un ser sacrificial.

Detengámonos brevemente en la trama. La Sirenita habitaba las profundidades del océano, en las superficies vivía un príncipe, cuando la Sirenita lo vio, se enamoró ardientemente y su condición de criatura doble devino monstruosa al reflejarse en la humanidad cabal del príncipe. La solución parecía simple, consultó a una bruja y realizó un pacto. En orden a obtener el amor del hombre, sacrificó su cola de pez a cambio de piernas. Pero el pacto demandaba un sacrificio más profundo, más cruel, y total. El objeto de intercambio no era la cola, de la que quería deshacerse, sino su voz; su don más preciado y en torno al cual se codificaba su identidad total.

Los tiempos del trato estaban prefijados de antemano por la astuta bruja, la Sirenita debía ascender a la superficie y podía convivir con el príncipe; pero se convertía en menester lograr su amor antes del amanecer del tercer día; de lo contario, su alma, junto con su cuerpo, se disolvería en espuma de mar. Previsiblemente, la cosa salió mal y se le revela que el hombre amado contraerá matrimonio con otra mujer, con una verdadera.

La Sirenita, desahuciada, recurre nuevamente a la bruja, pero es ya demasiado tarde, un sacrificio debe ser ejecutado; la bruja le otorga una daga, con ella debe cercenar la garganta del príncipe para evitar su propia aniquilación. La Sirenita se acerca, al filo del alba, a la habitación donde duerme el príncipe, el puñal pulsa al acercarse al rítmico latir del corazón del amado, todo depende de un único corte rápido y fatal. Pero la Sirenita, incapaz de tal acto, deja caer el puñal a la vez que los primeros rayos del sol iluminan el rostro del hombre. Ya es tarde, se disuelve en espuma del mar. Una versión posterior de Andersen suaviza el destino de la heroína y permite que su acuosa alma ascienda a vivir con los espíritus del aire.

De cualquier manera, la Sirenita, no deja de ser monstruosa, porque la hibridez, en el cuento de Andersen, no implica exuberancia sino una carencia y una disociación -la Sirenita se halla profundamente disociada primero de su cuerpo, luego de su voz y, finalmente, de su libido y de su existencia total- y como tal, aún en pleno siglo XIX, lo híbrido debe desaparecer.

El híbrido: ese monstruo que nos habita

Los relatos protagonizados por seres híbridos en general, y la Sirenita en particular, evidencian que si hay algo que debe ser sacrificado en la doblez del híbrido es nada más y nada menos que la identidad. Sin embargo, hoy en plena posmodernidad y procesos de deconstrucciones varios, las identidades de frontera, y las hibridaciones se muestran más fuertes que nunca.

Quizás hemos tomado consciencia de que las perversiones, fealdades y sacrificios de los seres híbridos se asemejan más a las nuestras. Tal vez hemos entendido finalmente que somos más parecidos a los monstruos que a aquellos héroes excelsos y marmóreos que nos miran inalcanzables desde una dulce y platónica eternidad.

Autores posmodernos afirman que, desde lo más profundo de su monstruosidad, el híbrido explicita una característica inherente a la identidad, sobre todo nuestra propia identidad personal, y es que ésta no consiste en un origen prístino sino en una construcción que se consigue luego de diversos y recurrentes intentos frustrados e hibridaciones monstruosas ante las que, en el mejor de los casos, nos oponemos y sucumbimos alternativamente.

Bibliografía

Aguilar, Teresa. (2016). “Del híbrido griego al ciborg” En Daimon. Revista Internacional de Filosofía, Suplemento 5, 177-186, ISSN: 1130-0507 (papel).

Bernabé, Alberto, Pérez de Tudela, Jorge (eds.). (2012). Seres híbridos en la mitología griega, Madrid: Círculo de Bellas Artes.

Cortázar, Julio. (1949). Los reyes, Buenos Aires: Gulab y Aldabahor.

Escribe Gabriela Puente

Gabriela Puente nació en Buenos Aires durante el invierno de 1979, licenciada en Filosofía por la UBA, maestranda por UNDAV, primera mención en Certamen de Ensayo Filosófico de la Facultad de Filosofía y Letras UBA, su tesis de licenciatura fue publicada por Editorial Biblos en 2018, publicó varios artículos en revistas académicas; actualmente se dedica a la docencia y colabora en diversos medios.

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