Un cuento sobre el circo y el hambre, escrito por Marcelo Zabaloy. Ilustración de Mariano Lucano.
El circo llega a la periferia de la ciudad con sus carromatos coloridos, la música, las jaulas con los animales y el anuncio de puestos de trabajo para los jovencitos desocupados. A las siete de la mañana se forman largas filas de aspirantes, muchos de los cuales no aceptan las condiciones que impone el gitano que atiende en el furgón más lujoso; Delfor, se llama. Algunos, inducidos por la hambruna de los últimos meses, deciden tomar la changa ya que de todos modos es viernes y el sábado pagarán los dos jornales juntos. Habrá vino y a lo mejor cigarros. La mañana fría de abril hace más rigurosos los perfiles de la carpa que ya comienzan a levantarse por la acción de unos seres invisibles que se deslizan debajo de las lonas multicolores, como fantasmas. O gusanos. Corren y gritan, hablan en la lengua de los gitanos, si es que alguien la conoce. El olor de las fieras es penetrante y agudo como los ruidos que hacen los molinetes y los engranajes resecos de las poleas y las roldanas. Las estacas son clavadas por un ejército de enanos que blanden unas mazas más grandes que ellos mismos, haciendo cimbrar el aire otoñal. De repente surge una discusión en uno de los coches del convoy. El griterío va creciendo en intensidad a medida que los galopes de las mazas devienen trote largo y paso hasta que por fin sólo se oye sollozar a una mujer. Los enanos miran hacia el remolque y tras sopesar discretamente la situación retoman el trote corto, el trote largo y finalmente el galope. En cuestión de minutos las estacas apenas asoman del suelo.
El mediodía marca la pausa del almuerzo y el personal se amontona frente al coche comedor para disfrutar de un plato de guiso que será descontado de la paga, cosa que se sabrá el sábado a la noche; por el momento el plato calienta un poco las tripas y los comensales no se preguntan demasiado por los ingredientes del potaje si bien es cierto que uno de ellos se niega a seguir pensando en lo que acaba de imaginar. El ají picante tapa los sabores e inflama los labios pero al mismo tiempo mitiga el frío y el vino sabe a té. Los hombres y las mujeres comen en silencio mientras los tigres y los leones rugen con un clamor hondo de angustia con barrotes. Se los ve flacos y enfermos. Un temor atávico se instala naturalmente en los hombres que comen apenas a unos metros de las jaulas. Uno rememora las historias de cristianos y catacumbas, de coliseos y de sacrificios humanos, el martirio como exigencia inapelable de los dioses. De la pausa del almuerzo a las primeras luces del atardecer se trabaja de un tirón enrollando lonas e izando cuerdas a la manera de los bergantines. Los grumetes subidos al palo mayor bromean con el trapecista semidesnudo que gira en el aire buscando las muñecas resinosas de la partenaire de los muslos como higos maduros. Cada impulso del trapecio los lleva más y más arriba hasta tocar la lona más extrema con la punta de los pies y en el clímax del vacío, en el límite del péndulo, la sangre que inunda las cabezas de los trapecistas parece querer salirse por los poros. La práctica vespertina va a finalizar una vez que los pies descalzos toquen la arena de la pista central (viva imagen del joven trapecista que Rémi Rorschash había descubierto y que, al solo efecto de perfeccionar su arte en un principio y como norma de vida después, se negaba a abandonar el trapecio hasta que al cabo de una prodigiosa exhibición final que había durado cuatro horas y en el momento que los bomberos subían la escalera mecánica para intentar rescatarlo después de haber realizado una postrera cabriola bizantina, se había estrellado en el medio de la pista). Pero el silencio se va instalando de manera acompasada, se acallan los loros que se van acomodando en los agujeros de la barranca; los leones y los tigres braman mortificados por el hambre y se apagan las luces de los alrededores para dar lugar a la entrada del jeep que en la Bahía Blanca de los más sotas todos conocen que arrastra una jaula tapada con una lona verde. La lona ahoga un coro de ladridos desesperados. Media hora más tarde, una vez finalizada la transacción y cuando las púas de la helada estallan en el aire, el jeep se retira con un traqueteo de jaula vacía, sin ladridos, rechinando, liviana, remunerada y saltarina.
Metáforas sacadas de la galera de un mago del lenguaje. Crece la tensión. Grande Zabaloy. Acompañado también, por la ilustración de Mariano Lucano, vívida y plena de movimiento. ¡Dos grandes!