El camino a Wigan Pier – Parte 2 – Capítulo 13

Compartimos el treceavo capítulo de El camino a Wigan Pier, un libro de George Orwell en el que el autor analizó la vida de mineros en la década del ´30. Capítulo final de lo que sería llamado el «testamento ideológico» de Orwell. Los capítulos anteriores pueden encontrarlos en este link. La traducción es de Marcelo Zabaloy y las ilustraciones de María Lublin.

Y finalmente, ¿hay algo que se pueda hacer al respecto?

En la primera parte de este libro ilustré, mediante unas pocas aclaraciones, la clase de embrollo en que estamos metidos; en esta segunda parte he estado tratando de explicar por qué, en mi opinión, tantas personas comunes y decentes sienten repulsión por el único remedio, es decir el socialismo. Obviamente la necesidad más urgente de los próximos años es captar a esas personas comunes y decentes antes de que el fascismo juegue su comodín. No quiero tocar la cuestión de los partidos y las maniobras políticas. Más importante que cualquier etiqueta política (aunque indudablemente la mera amenaza del fascismo pronto hará surgir alguna clase de Frente Popular) es la difusión de la doctrina socialista de una manera efectiva. Las personas tienen que estar listas para actuar como socialistas. Creo que hay muchísimas personas que incluso inconscientemente simpatizan con los objetivos esenciales del socialismo, y que se las podría convencer sin dificultad si se encontrara la palabra que los movilice. Todo el que sabe lo que es la pobreza, todo el que siente un odio genuino por la tiranía y la guerra, está potencialmente con el socialismo. Mi tarea acá, por lo tanto, es la de sugerir –necesariamente en términos muy generales– cómo se puede efectuar una reconciliación entre el socialismo y sus enemigos más inteligentes.

Primero, respecto de los enemigos en sí –quiero decir todas esas personas que entienden que el capitalismo es malo pero que reconocen que sienten como un escalofrío cuando se menciona la palabra socialismo. Como lo he señalado, esto puede rastrearse hasta dos causas principales. Una es la inferioridad personal de muchos individuos socialistas; la otra es el hecho de que demasiado a menudo se vincula al socialismo con una concepción panzona e impía del ‘progreso’ que repugna a cualquiera que tenga sentido de tradición o los rudimentos de un sentido estético. Trataré primero el segundo punto.

La aversión por el ‘progreso’ y la civilización de la máquina que es tan común entre las personas sensibles solo es defendible como actitud mental. No es una razón válida para rechazar el socialismo, porque presupone una alternativa que no existe. Cuando se dice, ‘yo objeto la mecanización y la estandarización –por lo tanto objeto el socialismo’, en realidad se está diciendo, ‘soy libre de vivir sin la máquina si elijo hacerlo’, lo cual es un sinsentido. Todos dependemos de la máquina, y si las máquinas dejasen de funcionar la mayoría de nosotros moriría. Se puede odiar la civilización de la máquina, y quien lo haga quizás esté en lo cierto, pero hoy no es cuestión de aceptarla o rechazarla. La civilización de la máquina está aquí, y solo se la puede criticar desde adentro, porque todos estamos adentro. Nada más que los tontos románticos se vanaglorian de haber escapado, como el hombre de letras en su cabaña estilo Tudor con baño y agua caliente y fría, y el machote que se retira para vivir una vida ‘primitiva’ en la selva con un rifle Mannlicher y cuatro camionadas de comida en lata. Y casi con seguridad la civilización de la máquina seguirá triunfando. No hay razón para pensar que se destruirá a sí misma o que dejará de funcionar por voluntad propia. Durante un tiempo estuvo de moda decir que la guerra pronto ‘hundirá la civilización’ por completo; aunque la próxima guerra en gran escala será por cierto lo suficientemente horrible como para que las demás parezcan broma, es inmensamente improbable que vaya a poner punto final al progreso mecánico. Es verdad que un país muy vulnerable como Inglaterra, y quizás toda Europa occidental puede sumirse en el caos con unos pocos miles de bombas bien ubicadas, pero por el momento no es imaginable una guerra que pueda barrer el industrialismo en todos los países simultáneamente. Podemos considerar que el retorno a una forma de vida más simple, más libre y menos mecanizada, por muy deseable quesea, no va a ocurrir. Esto no es fatalismo, es una mera aceptación de los hechos. No tiene sentido oponerse al socialismo con el argumento de la objeción al estado colmena, porque el estado colmena ya está aquí. La opción no es, por el momento, entre un mundo humano y uno inhumano. Es simplemente entre socialismo y fascismo, que en el mejor de los casos es el socialismo vaciado de sus virtudes.

La tarea de la persona pensante, por lo tanto, no es rechazar el socialismo sino decidirse a humanizarlo. Una vez que es el socialismo va en camino de establecerse, quienes puedan entrever los engaños del ‘progreso’ probablemente se encontrarán resistiendo. De hecho su función especial es hacer eso. En el mundo de la máquina deben ser una suerte de oposición permanente, que no es lo mismo que se un obstruccionista o un traidor. Pero en esto hablo del futuro. Por el momento el único curso posible para cualquier persona decente, por muy Tory o anarquista que sea por temperamento, es trabajar por el establecimiento del socialismo. Nada más puede salvarnos de la miseria del presente o de la pesadilla del futuro. Oponerse ahora al socialismo, cuando hay veinte millones de ingleses desnutridos y el fascismo ha conquistado media Europa, es suicida. Es como empezar una guerra civil cuando los godos cruzan la frontera.

De allí la gran importancia de desprenderse de ese mero prejuicio nervioso contra el socialismo que no se basa en ninguna objeción seria. Como ya lo he señalado, muchas personas a las que no les repele el socialismo sienten repulsión por los socialistas. El socialismo, como se lo presenta hoy, no es atractivo en gran medida porque aparece, al menos desde el exterior, como el juguete de maniáticos, doctrinarios, bolcheviques de salón y todo eso. Pero vale la pena recordar que esto es así solo porque a los maniáticos, los doctrinarios, etc., se les ha permitido estar ahí primero; si el movimiento fuese invadido por mejores cerebros y más decencia común, los tipos objetables dejarían de dominarlo. Lo que hay que hacer hoy es apretar los dientes e ignorarlos; se verán mucho más pequeños cuando el movimiento se haya humanizado. Por otra parte, son irrelevantes. Tenemos que luchar por la justicia y la libertad, y cuando se le quitan los desatinos el socialismo significa libertad y justicia. Lo único que vale la pena recordar son los fundamentos. Recular del socialismo porque tantos socialistas individuales son personas inferiores es tan absurdo como negarse a viajar en tren porque no le gusta la cara del guarda.

Y en segundo lugar, respecto del socialista en sí –más específicamente del tipo elocuente escritor de tratados.

Estamos en un momento en que es desesperadamente necesario que los izquierdistas de todos los tamaños dejen de lado sus diferencias y se unan. De hecho en alguna pequeña medida esto está sucediendo. Obviamente, entonces, la clase de socialista más intransigente hoy tiene que aliarse con personas con quienes no concuerda del todo. Como regla está en todo su derecho de no querer hacerlo, porque ve el verdadero peligro de aguar todo el movimiento socialista convirtiéndolo en una patraña rosa pálido más ineficaz incluso que el partido laborista parlamentario. Actualmente, por ejemplo, existe el gran peligro de que el Frente Popular que presumiblemente dará a luz el fascismo no sea de carácter genuinamente socialista sino que sea simplemente una maniobra contra el fascismo alemán e italiano (no el inglés). De allí que la necesidad de unirse contra el fascismo puede llevar a los socialistas a aliarse con sus peores enemigos. Pero el principio a seguir es este: uno nunca está en riego de aliarse con la persona equivocada siempre que mantenga en primer plano los fundamentos de su movimiento. ¿Y cuáles son los principios del socialismo? ¿Cuál es la marca de un verdadero socialista? Sugiero que el verdadero socialista es el que desea –no que meramente lo concibe como deseable, sino que lo desea activamente– ver derrocados a los tiranos. Pero me imagino que la mayoría de los marxistas ortodoxos no aceptarán esa definición, o solo la aceptarán a regañadientes. A veces, cuando escucho hablar a estas personas, y más aún cuando leo sus libros, tengo la impresión que para ellos todo el movimiento socialista no es más que una suerte de excitante persecución de herejías –un salto de acá para allá de frenéticos médicos brujos al compás de los tambores y entonando ‘¡Fan, fin, fon, siento un tufillo de desviación!’ Es por este tipo de cosas que es tan fácil sentirse socialista cuando uno está entre personas de la clase obrera. El obrero socialista, como el obrero católico, es flojo en teoría y apenas puede abrir la boca sin proferir una herejía, pero tiene el espíritu del asunto. Él comprende el hecho central de que el socialismo significa el derrocamiento de la tiranía, y la ‘Marsellesa’, si se la tradujera para su beneficio, lo tocaría más hondamente que cualquier tratado erudito sobre materialismo dialéctico. En este momento es una pérdida de tiempo insistir en que la aceptación del socialismo significa la aceptación del costado filosófico del marxismo, más la adulación de Rusia. El movimiento socialista no tiene tiempo de ser una liga de materialistas dialécticos; tiene que ser una liga de los oprimidos contra los opresores. Hay que atraer al hombre que habla en serio y alejar al liberal meloso que quiere la destrucción del fascismo extranjero para seguir cobrando pacíficamente sus dividendos –el tipo de farsante que aprueba resoluciones ‘contra el fascismo y el comunismo’, por ejemplo, contra las ratas y el veneno matarratas. El socialismo significa el derrocamiento de la tiranía, tanto en casa como en el extranjero. Siempre que se tenga ese hecho bien presente uno nunca tendrá muchas dudas acerca de quiénes son sus verdaderos seguidores. En cuanto a las diferencias menores –y la más profunda diferencia filosófica carece de importancia comparada con salvar los veinte millones de ingleses cuyos huesos se pudren por la desnutrición– el tiempo de discutirlas vendrá después.

No creo que el socialista tenga que sacrificar ninguno de sus principios esenciales, pero ciertamente tendrá que hacer un gran sacrificio de los exteriores. Ayudaría enormemente, por ejemplo, si el tufo a irascibilidad que todavía tiene el movimiento socialista pudiera disiparse. Si al menos pudiera hacerse una pila con todas las sandalias y las camisas color pistacho y prenderles fuego, y todos los vegetarianos, los abstemios y cristianos chupacirios fueran enviados de vuelta a casa en Welwyn Graden City para hacer tranquilamente sus ejercicios de yoga. Pero me temo que no va a suceder. Lo que es posible de todos modos es que la clase de socialista más inteligente se deje de alienar de las maneras más tontas e irrelevantes a los posibles simpatizantes. Hay tantas tonterías menores que podrían dejarse de lado. Tomemos por caso la penosa actitud del marxista típico hacia la literatura. De los muchos que me vienen a la cabeza daré un solo ejemplo. Parece trivial, pero no lo es. En el viejo Worker’s Weekly (uno de los precursores del Daily Worker) solía haber una columna de chimentos literarios del tipo ‘Libros sobre el escritorio del editor’. Durante varias semanas seguidas se habló mucho sobre Shakespeare; tras lo cual un lector encendido escribió para decir: ‘Querido Camarada, no queremos oír acerca de estos escritores burgueses como Shakespeare. ¿No podría darnos algo un poco más proletario?’ etc., etc. la respuesta del editor fue simple, ‘Si usted se fija en el índice de El capital de Karl Marx, verá que a Shakespeare se lo menciona varias veces.’ Y esto fue suficiente para silenciar al objetor. Una vez que Shakespeare recibió la bendición de Marx, se volvió respetable. Esa es la mentalidad que impulsa a la gente sensible común fuera del movimiento socialista. A uno no tiene que importarle Shakespeare para sentirse repelido por ese tipo de cosas. De nuevo, está esa horrible jerga que prácticamente todos los socialistas creen necesario emplear. Cuando la persona común escucha frases como ‘ideología burguesa’ y ‘solidaridad proletaria’ y ‘expropiación de los expropiadores’, no se siente inspirada por ellas, simplemente se fastidia. Incluso la sola palabra ‘Camarada’ ha hecho su pequeña contribución dañosa para el descrédito del movimiento socialista. Cuánto indeciso se habrá detenido justo al borde, tal vez en una asamblea pública, y viendo a los conscientes socialistas tratarse obedientemente entre ellos de ‘Camarada’ habrá salido desilusionado para meterse en el bar más próximo. Y su instinto es sano; porque, ¿cuál es el sentido de pegarse un rótulo ridículo que incluso después de un largo uso difícilmente puede mencionarse sin sentir un ligero rubor? Es fatal permitir que el interesado ordinario se vaya con la idea de que ser un socialista significa andar en sandalias y farfullando sobre el materialismo dialéctico. Hay que dejar en claro que hay lugar en el movimiento socialista para los seres humanos, o el juego se termina.

Y esto crea una gran dificultad. Significa que la cuestión de clase, diferente del mero estatus económico, debe ser enfrentada de un modo más realista de lo que se ha hecho hasta hoy.

Le dediqué tres capítulos a discutir la dificultad de la cuestión de clase. El hecho principal que habrá surgido, creo, es que aun cuando el sistema inglés de clases ha sobrevivido a su utilidad, ha sobrevivido y no muestra signos de morir. Confunde grandemente la cuestión asumir, como tan a menudo lo hace el marxista ortodoxo (ver por ejemplo el libro de algún modo interesante de Mr. Alec Brown El destino de las clases medias), que el estatus social está determinado solamente por el ingreso. Económicamente, no hay duda, hay solo dos clases, los ricos y los pobres, pero socialmente hay una jerarquía completa de clases, y los modales y las tradiciones aprendidas por cada clase en la niñez no son solo muy diferentes sino –este es el punto esencial– generalmente persisten desde el nacimiento hasta la muerte. De allí los individuos anómalos que se encuentran en cada clase de sociedad. Se encuentran escritores como Wells y Bennett que se han hecho inmensamente ricos y sin embargo han conservado intactos sus prejuicios de inconformistas de clase media inferior; hay millonarios que se comen las Eses; hay pequeños comerciantes cuyos ingresos son mucho menores que los de un albañil y que, sin embargo, se consideran (y son considerados) socialmente superiores al albañil; hay alumnos de internados gobernando provincias indias y egresados de escuela pública vendiendo aspiradoras a domicilio. Si la estratificación social se corresponde precisamente con la estratificación económica, el egresado de escuela pública asumirá un acento Cockney en el momento en que su ingreso cayera por debajo de las £200 al año. ¿Pero lo hace? Al contrario, se vuelve inmediatamente veinte veces más escuela pública[1] que antes. Se aferra a la Corbata del Viejo Colegio como a una línea de vida. E incluso el millonario que se traga las Eses, aunque a veces tome cursos de locución y aprenda un acento de la BBC, muy pocas veces consigue disfrazarse tan completamente como le gustaría. De hecho es muy difícil escapar, culturalmente, de la clase en la que uno ha nacido.

A medida que la prosperidad declina las anomalías sociales se vuelven más comunes. Ya no hay más millonarios que se comen las Eses, pero sí hay cada vez más y más exalumnos de escuela pública vendiendo aspiradoras de puerta en puerta y más y más pequeños comerciantes empujados al asilo de pobres. Largas porciones de la clase media están siendo gradualmente proletarizadas; pero el punto importante es que, por lo menos en la primera generación, no adoptan el punto de vista proletario. Estoy yo, por ejemplo, con una crianza de burgués y un ingreso de obrero. ¿A qué clase pertenezco? Económicamente pertenezco a la clase obrera, pero me resulta casi imposible pensarme como algo distinto de un miembro de la burguesía. Y suponiendo que tuviera que elegir bando, ¿a quiénes me uniría? ¿A la clase superior que trata de exprimirme hasta la última gota de vida o a la clase obrera cuyos modales no son los míos? Es probable que yo personalmente, en cualquier asunto importante, me una a la clase obrera. ¿Pero qué hay de las decenas o centenas de miles de otros que están más o menos en la misma posición? ¿Y qué hay de esa clase mucho más grande, que esta vez alcanza a millones –los oficinistas y grises empleados de todo tipo– cuyas tradiciones son menos marcadamente de clase media pero que por cierto no nos agradecerán que los llamemos proletarios? Todas estas personas tienen los mismos intereses y los mismos enemigos que la clase obrera. Todos son robados y maltratados por el mismo sistema. Y sin embargo, ¿cuántos de ellos se dan cuenta? Cuando llegue la emergencia casi todos ellos se pondrán del lado de sus opresores y en contra de quienes deberían ser sus aliados. Es bastante fácil de imaginar una clase media aplastada hacia las peores honduras de la pobreza y que sin embargo sigue teniendo un sentimiento amargamente anti obrero; lo que es, por supuesto, un partido fascista prefabricado.

Obviamente el movimiento socialista tiene que capturar la clase media explotada antes de que sea demasiado tarde; sobre todo debe captar a los oficinistas, que son tan numerosos y, si supieran cómo unirse, tan poderosos. Igualmente obvio resulta que hasta hoy no lo ha conseguido. La última persona en quien uno puede encontrar opiniones revolucionarias es un oficinista o un viajante de comercio. ¿Por qué? En gran medida, creo, a causa del sonsonete ‘proletario’ que se asocia con la propaganda socialista. Con el propósito de simbolizar la lucha de clases, se ha establecido la figura más o menos mítica de un ‘proletario’, un hombre musculoso pero oprimido con un overol grasiento, en contradicción con un ‘capitalista’, un hombre gordo y perverso con sombrero de copa y tapado de piel. Se asume tácitamente que no hay nadie en el medio; mientras que la verdad es, por supuesto, que en un país como Inglaterra casi un cuarto de la población está en el medio. Si uno va a insistir en ‘la dictadura del proletariado’, es una precaución elemental empezar explicando quiénes son el proletariado. Pero debido a la tendencia socialista a idealizar al trabajador manual como tal, esto jamás se ha puesto lo suficientemente bien en claro. ¿Cuántos de los temblorosos y miserables ejércitos de oficinistas y viajantes de comercio, que de alguna manera están mucho peor que un minero o un obrero portuario, se consideran ellos mismos proletarios? Un proletario –eso les han enseñado a pensar– es un hombre sin collarín. De manera que cuando uno trata de conmoverlos hablándoles de la ‘lucha de clases’, solo se consigue asustarlos; se olvidan de sus ingresos y se acuerdan de sus acentos, y vuelan en defensa de la clase que los está explotando.

Aquí los socialistas tienen por delante un gran trabajo. Tienen que demostrar, más allá de toda posible duda dónde está la línea divisoria entre explotador y explotado. Otra vez se trata de atenerse a los fundamentos; y aquí el punto fundamental es que todas las personas con ingresos pequeños e inseguros están en el mismo bote y deberían pelear en el mismo bando. Probablemente nos arreglaríamos con un poco menos de charla sobre ‘capitalista’ y ‘proletario’ y un poco más sobre quiénes roban y quiénes son robados. Pero de todos modos tenemos que desprendernos de este engañoso hábito de pretender que los únicos proletarios son los trabajadores manuales. Hay que instalar en el oficinista, el ingeniero, el viajante de comercio, el hombre de clase media que ‘ha caído en desgracia’, el almacenero del pueblo, el funcionario menor y todos los otros casos dudosos, que ellos son el proletariado, y que el socialismo es un buen negocio tanto para ellos como para el obrero vial y el peón de fábrica. No se les debe permitir pensar que la batalla es entre los que pronuncian las Eses y los que se las comen; porque si lo piensan, se unirán al bando de los que las pronuncian.

Estoy insinuando que las clases diferentes deben ser persuadidas para que actúen juntas sin pedirles, por el momento, que dejen de lado sus diferencias de clase. Y eso suena peligroso. Más bien se parece demasiado al campamento de verano del duque de York y esa deprimente línea de discurso sobre la cooperación de clases y poner el hombro que es puro jarabe de pico o al fascismo o a ambos. No puede haber cooperación entre clases cuyos reales intereses son opuestos. El capitalista no puede cooperar con el proletario. El gato no puede cooperar con el ratón; y si el gato sugiere cooperación y el ratón es lo suficientemente tonto como para aceptar, en un momento el ratón desaparecerá por el buche del gato. Pero siempre es posible cooperar sobre la base de intereses comunes. Las personas que tienen que actuar juntas son todas las que se rebajan frente al patrón y las que tiemblan cuando piensan en el alquiler. Esto significa que el pequeño propietario tiene que aliarse con el peón de fábrica, el mecanógrafo con el minero, el maestro de escuela con el mecánico de autos. Hay alguna esperanza de conseguir que lo hagan si se les puede hacer comprender dónde reside su interés. Pero esto no pasará si sus prejuicios sociales, que en algunos de ellos son al menos tan fuertes como cualquier consideración económica, son innecesariamente irritados. Después de todo hay una real diferencia de modos y tradiciones entre un empleado bancario y un obrero portuario, y el sentimiento de superioridad del empleado bancario está muy profundamente enraizado. Más adelante tendrá que librarse de él, pero este no es un buen momento para pedirle que lo haga. Por consiguiente sería una gran ventaja si esa provocación más bien insignificante y mecánica al burgués que es parte de casi toda la propaganda socialista, pudiera dejarse de lado por el momento. En toda la escritura y el pensamiento izquierdista –y en todo su recorrido, desde los artículos principales del Daily Worker hasta las columnas cómicas del News Chronicle– hay una tradición anti gentil, un persistente y a menudo muy estúpido burlarse de los amaneramientos gentiles y lealtades gentiles (o, en la jerga comunista, ‘los valores burgueses’). En buena medida son patrañas, viniendo como vienen de provocadores de burgueses que son ellos mismos burgueses. Pero hacen un gran daño porque permiten que un asunto menor bloquee a uno mayor. Desvían la atención del hecho central de que la pobreza es la pobreza, independientemente de que la herramienta con la que uno trabaja sea un pico o una lapicera.

Una vez más, aquí estoy, con mis orígenes de clase media y mi ingreso en torno a las tres libras por semana por todo concepto. En mi opinión sería mejor tenerme del lado de los socialistas antes que volverme fascista. Pero si se me mortifica continuamente sobre mi ‘ideología burguesa’, si se me da a entender que de alguna manera sutil soy una persona inferior porque nunca trabajé con las manos, solo se conseguirá enemistarme. Porque se me está diciendo que, o bien soy un inútil de nacimiento, o que debo cambiar de un modo que está más allá de mi poder. No puedo proletarizar mi acento ni ciertos gustos o creencias mías, y no lo haría si pudiera. ¿Por qué habría de hacerlo? Yo no le pido a nadie que hable mi dialecto, ¿por qué alguien me pediría que hable el suyo? Sería mucho mejor dar por sentados estos miserables estigmas de clase y enfatizarlos lo menos posible. Son comparables a una diferencia de raza, y la experiencia muestra que uno puede cooperar con extranjeros, incluso con extranjeros que uno no aprecia, cuando es realmente necesario. Económicamente, estoy en el mismo bote con el minero, el peón vial y el peón de campo; si se me recuerda esto pelearé a su lado. Pero culturalmente soy diferente del minero, el peón vial y el peón de campo; si se pone el acento en este hecho probablemente me arme en su contra. Si yo fuese una anomalía solitaria no importaría, pero lo que es cierto en mi caso es cierto en muchísimos otros. Cada empleado bancario soñando con el despido, cada pequeño comerciante tambaleándose al borde de la bancarrota, está esencialmente en la misma posición. Estos son la clase media que se hunde, y la mayor parte de ellos se aferran a su gentilidad bajo la impresión de que los mantiene a flote. No es una buena política empezar pidiéndoles que se desprendan el salvavidas. Hay un peligro bastante obvio de que en los próximos años amplios sectores de la clase media den un giro repentino y violento hacia la derecha. Haciéndolo pueden volverse formidables. La debilidad de la clase media hasta ahora ha estado en el hecho de que nunca han aprendido a combinarse; pero si usted los asusta para que se unan en su contra puede descubrir que ha despertado a un demonio. Hemos tenido una breve visión sobre esta posibilidad durante la Huelga General.

Es más: no hay posibilidad de enderezar las condiciones que describí en los primeros capítulos de este libro, o de salvar a Inglaterra del fascismo, a menos que seamos capaces de crear un partido socialista efectivo. Tendrá que ser un partido con genuinas intenciones revolucionarias, y tendrá que ser lo suficientemente numeroso como para actuar. Solo podemos conseguirlo si ofrecemos un objetivo que las personas comunes reconozcan como deseable. Por encima de todo eso, por consiguiente, necesitamos una propaganda inteligente. Menos sobre ‘conciencia de clase’, ‘expropiación de los expropiadores’, ‘ideología burguesa’ y ‘solidaridad proletaria’, por no mencionar las sagradas hermanas, tesis, antítesis y síntesis; y más sobre justicia, libertad, y la peste del desempleo. Y menos sobre progreso mecánico, tractores, la represa del Dniéper y la última fábrica de salmón enlatado en Moscú; ese tipo de cosas no forma parte de la doctrina socialista y aleja a muchas personas a quienes la causa del socialismo necesita, incluyendo a aquellos que pueden sostener una lapicera. Todo lo que se necesita es machacar dos hechos bien claros en la conciencia del público. Uno, que los intereses de todos los explotados son los mismos; el otro, que el socialismo es compatible con la decencia común.

En cuanto al problema terriblemente difícil de las distinciones de clase, la única política posible por el momento es insistir despacio y no asustar más gente de lo inevitable. Y sobre todo, basta de esos esfuerzos de cura musculoso para demoler las clases. Si uno pertenece a la burguesía, mejor que no se muestre demasiado ansioso para adelantarse y abrazar a sus hermanos proletarios; puede ser que no les guste, y si le muestran que no les gusta uno probablemente descubrirá que sus prejuicios de clase no están tan muertos como imaginaba. Y si uno pertenece al proletariado, por nacimiento o a los ojos de Dios, no se burle demasiado automáticamente de la Corbata del Viejo Colegio; esto cubre lealtades que pueden serle muy útiles si se sabe cómo manejarlas

Sin embargo creo que hay alguna esperanza de que cuando el socialismo sea una cuestión viviente, una cosa que importa a un gran número de ingleses, la dificultad de clase puede resolverse sola más rápidamente de lo que hoy parece imaginable. En los próximos años tendremos ese partido socialista que necesitamos o no lo tendremos. Si no lo tenemos, entonces se viene el fascismo; probablemente una delgada forma anglificada de fascismo, con policías cultos en vez de gorilas nazis y el león y el unicornio en lugar de la esvástica. Pero si lo conseguimos habrá una lucha, posiblemente física, porque nuestra plutocracia no se sentará quieta en un gobierno genuinamente revolucionario. Y cuando las clases extensamente separadas, que necesariamente formarán cualquier partido verdaderamente socialista, hayan luchado juntas lado a lado, pueden sentir diferente uno respecto del otro. Y entonces quizás, esta miseria de prejuicio de clase desaparecerá, y nosotros los de la clase media que se hunde –el maestro de escuela independiente, el famélico periodista free lance, la hija soltera del coronel con £75 al año, el graduado de Cambridge desempleado, el capitán de barco sin barco, los dependientes, los funcionarios públicos, los viajantes de comercio y los tenderos tres veces quebrados de los pueblos rurales– nos hundiremos sin más luchas en la clase obrera a la que pertenecemos, y orgullosamente cuando lleguemos allí no será tan terrible como temíamos, porque después de todo, lo único que tenemos que perder son nuestras Eses.


[1] Recordemos que en el Reino Unido, las escuela pública es privada y cara. Contradicción verosímil.

Escribe Marcelo Zabaloy

Traductor aficionado y libros traducidos publicados por El cuenco de plata: Ulises y Finnegans Wake de James Joyce y El atentado de Sarajevo de Georges Perec

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