El discurso perfecto

Pequeño detrás de escena de un discurso por Marcelo Zabaloy. Texto que retoma la temática del ensayo Politics and the english language de George Orwell cuya traducción realizada por el mismo Zabaloy se publicó la semana pasada y pueden encontrar en este link.

El ministro le pidió un texto contundente. Le dio veinte minutos. El pobre escribiente quiso ofrecerle un discurso perfecto y se prometió escribirlo. El comienzo fue difícil y le llevó un buen tiempo decidirse por un comienzo que fuese descriptivo, poderoso y sintético. Después de un sinfín de titubeos optó por lo primero que pensó y escribió, muy orondo: Este ministro sostiene. Quedó conforme. Uno solo tiene que seguir sus intuiciones de escritor y el discurso simplemente surge de un modo u otro. No se preocupó en un principio por los puntos sobre los que su discurso perfecto debe extenderse. El ministro, inmerso en otros menesteres urgentes, no se lo dijo. Por el momento se conformó con un comienzo suficientemente elocuente y conciso y un criterio que le sirviese de método y contorno; el contenido es prescindible, como todos los que escribimos discursos comprendemos por el mero hecho de ejercer el oficio. Empezó por el borde, por los conceptos previos o prolegómenos discursivos que si bien no son el discurso en sí deben ofrecer indicios de contenido, guiños, signos premonitorios de un núcleo duro, de convicciones firmes que determinen un modo de ver el mundo con un criterio específico. Resolvió entonces los conflictos de estilo que no permiten errores. Un solo término impropio y el efecto que se pretende conseguir se pierde en un pozo y el expositor se hunde en un desprestigio del que es imposible emerger. Por eso es que el oficio de escritor de discursos, un oficio poco menos que desconocido, un oficio riesgoso y horriblemente retribuido, tiene muy pocos cultores. El hombre se decidió por un estilo neutro que estuviese lejos de expresiones vehementes y de conceptos deprimentes. El público, el oyente, no debe recibir estímulos que le inquieten el espíritu porque un espíritu inquieto por lo común se vuelve inquisitivo y un espíritu inquisitivo no sufre bien un discurso que solo se mueve por el contorno de los conceptos o que pretende producir cierto tipo de efectos entre los súbditos o los electores. El límite entre lo difuso y lo específico es un sendero estrecho, lleno de escollos. El escritor de discursos debe ser, sobre todo, hombre o mujer, mujer ú hombre, prudente en todo el sentido del término. Por eso el verbo sostener que puso como título Este ministro sostiene. Y desde luego que el enfoque pontificio, ese Él, que permite referir los hechos propios como hechos de terceros, exime y permite verse uno diferente de como es. Sostener es un buen verbo, pensó, desde el momento que es sinónimo de soporte y de decir, lo que es propio de todo ministro que se respete, sostener con hechos lo que dice. Encendió el enésimo pucho. Se puso de pie y recorrió reflexivo el recinto. Miró el reloj y se dijo, tenemos quince minutos, como si fuese uno de un grupo, como si no estuviese solo y con el tiempo justo: los veinte minutos que le pidió el ministro. Se sentó de nuevo en el cómodo sillón de cuero verde con botones de bronce y siguió escribiendo. Este ministro sostiene que… Y se detuvo, con el mentón puesto sobre sus diez dedos unidos como soporte, en un doloroso esfuerzo por conseguir un término coherente con ese que suspensivo. ¿Qué sostiene el ministro? … que el rumbo emprendido por este gobierno siempre es coherente -ese es el término justo, pensó- con los intereses del pueblo. En el primer renglón de un discurso es beneficioso introducir los intereses del pueblo. Un buen principio es un requisito ineludible de todo buen discurso.  Los intereses del pueblo son nuestros propios intereses. Un buen refuerzo de lo dicho precedentemente. Repetir no es siempre ocioso, pensó, porque repitiendo es como uno consigue que se le fije un concepto en el cerebro. Y decimos propios en los múltiples sentidos del término: limpio, justo, correcto y otros muchos que son bien conocidos. El renglón siguiente se complicó. El rumbo y los intereses del pueblo. ¿Cómo seguir? Intentó definir un enemigo inexistente, misterioso, sorpresivo que sirviese de unitivo. El recurso del enemigo común tiene virtudes que un sesudo silogismo emitido con el mejor de los criterios, científico y riguroso, no posee. Con repentino convencimiento escribió: En este momento difícil, con el enemigo que nos tiende un sitio perverso. Miró el reloj y comprobó, sudoroso, el inflexible correr del tiempo. Trece minutos. Decir lo menos posible queriéndolo decir todo, se dijo, es imposible. Es como un discurso mudo que se difunde por un medio inexistente entre un público sordo. Pero el ministro le dijo veinte minutos y el sudor del cuello le corrió frío por el medio del dorso. Encendió otro pucho y retomó el doloroso oficio de escribir lo que otros le exigen. Sólo un pueblo unido puede vencer un sitio perverso e injusto como éste que nos tiene un enemigo insensible y cruel. Insensible y cruel le gustó, si bien no hubiese podido decir por qué. Posiblemente por ser dos términos que tienen que ver con el dolor, uno corto y otro menos corto; cuestión de equilibrios sonoros, pensó. Lo mismo se dijo de perverso e injusto. Consideró el recurso de un oxímoron, recurso siempre efectivo. Y escribió: Estruendoso silencio del obús. Poniendo el obús en silencio excluyó un sinnúmero de opciones que hubiese podido incluir como lógico fin de un conflicto mudo: explosión, estrépito, y muchos otros. Que nos tiene en vilo pretendiendo sumirnos en el miedo.  Vio correr los segundos en su reloj. Continuó. Todo miedo debe tener un motivo, estuvo por escribir pero reflexionó y se dijo que por lo común los miedos son sentimientos defensivos del espíritu que no tienen sustento en hechos concretos o verosímiles. Hubiese querido poner “el miedo es sonso” pero se figuró el gesto del ministro leyendo y teniendo que decir esto de que el miedo es sonso dos renglones después de decir lo del enemigo insensible y cruel que nos tiende un cerco perverso e injusto. Le resultó ilógico, incoherente, ridículo y se felicitó por el repentino impulso que lo censuró. Después de todo, coincidió consigo mismo, él es su propio censor. El enemigo cree conocernos, pero desconoce todo sobre nosotros, desconoce nuestro temple, nuestro orgullo, el poderoso impulso de nuestro sentido épico. En esto de épico dudó un poco porque le sonó el eco de un detergente. Deterger. Un sentido épico poderoso y limpio. Los términos que surgen de modo repentino, que no son fruto de un sesudo proceso de reflexión, siempre tienen un sentido, incluso si son errores y si este épico fuese un error hubiese sido un error limpio que no lo es, es decir no fue un error sino un impulso. Quede, pues. Miró de reojo el reloj. Trece minutos. No debemos perder tiempo, se instó en modo pontificio. El enemigo pretende dividirnos. Ilusos. Nuestro deber es recorrer juntos este difícil sendero lleno de peligros. Sostener que el enemigo quiere dividirnos es un típico recurso de comité. ¿Quién puede querer dividir lo que es indivisible? ¿Por eso lo de ilusos? Lo pensó y no le resultó inverosímil; incluso se sorprendió por el seudo silogismo. Lo incorporó como un legítimo truco retórico. Porque es de ilusos y zopencos pretender dividir lo indivisible. Punto. Sonrió oyendo los vítores del pueblo. Sonó en sus oídos un himno estridente. Hoy y siempre nuestro pueblo consiste en un solo bloque, sólido, inflexible y consistente. El bloque frío y gris requiere un toque de color y un soplo tibio. Pero no por ser sólidos e inflexibles somos un pueblo gris o frío, ni mucho menos. Vivimos inmersos en el soplo tibio de nuestros seres queridos, unidos todos en un mundo lleno de color. No se permitió seguir subiendo por los senderos del optimismo porque el ministro viene de decir que recorremos senderos llenos de peligros y hubiese sido impropio que de repente se exprese, sin ningún motivo que lo justifique, como un colorido pelele. Hubo dos o tres vítores tibios, estuvo por…  pero lo dejó. El optimismo es seductor, no lo niego –reflexionó– pero quien seduce esconde, porque si no tuviese qué esconder, ¿por qué seducir y no imponer? ¿Imponer optimismo? Lo seductor del optimismo es que nos promete el sol, el triunfo y un porvenir feliz. No es poco. Es imposible no sentirse bien con estos eventos en el horizonte. Le sonó bien como reflexión pero no consideró propicio el contexto. Miró de reojo el reloj. Dos minutos menos. Suspiró. Se puso serio, frunció el ceño, impostó un gesto severo y escribió: El enemigo nos cree débiles, pero déjenme decirles que cometen un terrible error. Y ese menosprecio del enemigo, ese desconocimiento de nuestro fuego interior, es un beneficio. Mejor que nos ignoren y que nos desprecien. Los sorprenderemos como Ulises interrumpiendo su festín y un rio bermejo, viscoso, tibio y espeso…(y oyó: Heureux qui comme Ulysse…). El ritmo del verso lo tentó y por poco lo pone si no hubiese sido que miró de nuevo el reloj y comprobó con horror que el tiempo corre, imperceptiblemente lento, pero corre. Un río bermejo, impuro, tibio y espeso. No supo cómo seguir, puso punto en festín y borró el resto. Pero en el mismo momento recordó unos versos, y escribió: festín y un rio bermejo, viscoso, tibio y espeso, veremos corriendo en nuestros surcos un obvio símil de un trozo de otro himno, xenófobo y cruel como todo himno que se precie (nos sillons). Porque himno y pendón son los signos de un pueblo. Entonemos juntos nuestro himno e icemos nuestros símbolos sin rubor –revisó el verbo y lo revisó de nuevo porque desconfió del corrector– Icemos, el glorioso pendón que Nuestro Supremo Héroe nos legó. Con los poquísimos indicios que le dio el ministro, por no decir que no le dio ninguno, el escribiente no pudo menos que sentirse libre de ir por los senderos que surgiesen. El suyo tuvo que ser un discurso disyuntivo por definición. En estos momentos de peligros inminentes que se ciernen sobre el horizonte oscuro y tormentoso, en estos momentos en que el pecho del hombre no tiene otro remedio que henchirse o huir… Le brotó en un segundo como si se lo hubiese escrito otro. Se detuvo de nuevo y encendió otro pucho porque el que tuvo entre los dedos se le desintegró. En estos tiempos violentos en que vemos que nuestros principios éticos son puestos en ridículo por unos opositores que no son sino servidores del enemigo… Es menester dividir; siempre dividir, incluso si esto desmintiese lo dicho en el sentido opuesto, es decir, el deber de unirse, porque dividir es el secreto del poder, se dijo muy serio el escribiente, pero por supuesto sólo lo pensó y no lo escribió, reivindiquemos nuestro estilo de vivir. Les propongo un boicot. No compremos el petróleo de nuestro enemigo. No compremos los televisores, los electrodomésticos de nuestros enemigos. No usemos el dinero, verde peste, que ellos imprimen y que es el tóxico veneno que impide nuestro crecimiento. Escuchó multitudes rugiendo; vio un extenso ondeo de pendones tricolor, celeste, oro y nieve extenderse entre retiro y constitución. Oyó los estruendosos vítores del pueblo enfurecido con un enemigo invisible, odioso, desconocido y cruel. Se figuró el rostro severo del ministro volverse compungido y fundirse en húmedos estrechones con sus fieles seguidores en el proscenio, pleno de emoción y sonreír con un tierno mohín. Un dulce cosquilleo le corrió por el cuello y el dorso y se le perdió en el fondo del sillón. Se sintió conforme. Miró el reloj y se concedió los tres últimos minutos. El murmullo del pueblo se fue extinguiendo. Les pido un último esfuerzo… Creyó oír unos silbidos estridentes, pero de todos modos siguió escribiendo. Porque es con esfuerzo que obtendremos el triunfo que nos merecemos. ¡El futuro es nuestro! He dicho. En el silencio frío del recinto el escribiente creyó oír los bombos, los cohetes, los himnos, los coros y el bullicio de un pueblo feliz. Revisó, corrigió unos pocos errores, puso y quitó tildes, sustituyó dos o tres verbos sosos por otros dos o tres sin mucho sentido pero con otro poder sonoro. Imprimió el documento y lo entregó, justo en el vigésimo minuto, como se le pidió.

Escribe Marcelo Zabaloy

Traductor aficionado y libros traducidos publicados por El cuenco de plata: Ulises y Finnegans Wake de James Joyce y El atentado de Sarajevo de Georges Perec

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El fantasma verde 5

Todos contentos: Lena la llamaba «le pâtisserie», el Flaco «la confi» y los ministros de la iglesia mormona «the bakery», la cuestión era que el barrio entero desfilaba para comprar los productos que salían del horno de Doña Tota

Un Comentario

  1. Marcelo el escribiente y Mariano el dibujante. ¡Qué combinación de talentos! Felicitaciones. Una pregunta para Marcelo: ¿alguna vez dictaste un curso para escribas de discursos de políticos?

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