Pequeña acrobacia narrativa de Sebastián Trujillo, ilustra José Bejarano.
De cierto os digo que, si no os volvéis y os hacéis como niños,
no entraréis en el reino de los cielos.
(Jesús en Mateo 18,3)
Durante la noche más hermosa del mundo el equilibrista halló su alma. Encima de la cuerda atravesaba el aire libre del circo. Tenía el aspecto del loco de la baraja. Aunque viejo y cabellos de ceniza amarrados con cintas. Estaba tan alto que causaba la ilusión de faltarle poco para agarrar las estrellas.
Abajo, en lo profundo, veía plataformas de navajas, gradas rellenas de multitud y al artista del fuego escupir nubes incendiadas sobre su cabeza. Avanzó, tratando de llegar al extremo izquierdo. Alguien llevó sus manos al rostro y miró a través de los dedos.
Fotografías blancas y negras parecían las escenas. Cientos de burbujas de transpiración estallaban y le aparecían nuevamente en su frente, la sien. En su cara había un ojo de cristal. Al lado del escupe fuegos la bailarina danzó en las navajas.
Pero se perforó los pies y salió del espectáculo lloviendo sangre y gritando que no volvería a girar al ritmo de su melodía. Actores pintarrajeados interpretaban vidas ajenas para comprender otro tipo de soledad. En el destino esperaba la muerte, fumando cigarrillos. Llevaba túnica y sombrero. Estaba atemorizada por la vida eterna.
Tomates y vino. Comían tomates y bebían vino en la tribuna. Verdad que muchos deseaban el desplome de la imagen del equilibrista. El vidrio del ojo explotó, rociando el abismo como si fueran migajas de hielo.
A cada paso en la cuerda algo del equilibrista iba a dar al vacío. La vestimenta, cabello, dientes, piel marchita, un órgano. Nadie daba crédito a lo observado. Intensas, las estrellas, resplandecían en la oscuridad. El brillo angustió a la muchedumbre. Empezaron a lanzar botellas y cascaras masticadas, como anhelando apagar las chispas de luz en el firmamento.
¡BASTA!, gritó una chica del público. Es la noche más hermosa del mundo. ¿Por qué quieren destruirla? Cuando terminó su advertencia, una mancha de gente escapó delirante, aterrada ante la última forma deslizándose aún en las alturas: un montón de huesecillos. Un esqueleto cubierto de polvo.
La muerte se quitó el sombrero, enalteciendo la travesía del hombre que por fin había cruzado. “Aquí tienes tu alma”, declaró aplaudiendo, empapada de llanto. Le entregó un ave plateada. Él volvió a su estado y forma pura de la infancia. Rugieron truenos. Desaparecieron. Entre los desechos regados en la superficie, cerquita del corazón y un lunar, los artistas encontraron el naipe del loco de la baraja.