Sebastián Trujillo (¿Quizás más narrativo que nunca?) comparte esta historia sobre recelos, talentos e imposibilidades de la noche. Ilustra José Bejarano.
Con el fuego de las velas el hechicero examinó la baraja. Luego pronunció una oración. Una de sus botellas estalló, regando el suelo de la habitación con migajas de cristal que flotaron en licor. Tembló e intentó ocultar el terror. La energía invocada se había manifestado, impregnando la atmosfera de un olor a flores de muerto y una borrachera antiquísima, malvada.
La energía tomó la figura de un esqueleto de dragón con las alas rotas. Cuando el hechicero se postró ante él, las velas del altar explotaron. La luna penetró la ventana con su luz; y proyectó un retrato siniestro entre ambos.
El hechicero le mostró fotografías de un saxofonista resplandeciendo en un atardecer oscuro. Apoyaba la espalda en una pared de grafitis. Estaba rodeado de prostitutas y vagabundos. Llevaba sombrero, gafas y vestía de negro. La imagen de un auténtico artista. Daba la impresión de pertenecer a otra dimensión. Usó el lenguaje extraño de su libro con pentagramas, embrujos y figurillas de Cristo al revés.
En la misteriosa lengua solicitó el favor de aniquilarlo por petición de su chica. Una chica desesperada, altiva como una torre y deseosa de poseer todo aquello que sus ojos azules miraban en los paisajes.
– ¿Qué habita en el corazón de la mujer? – preguntó el dragón en voz rugiente.
-Odio-respondió el hechicero, -dinero, celos y venganza. Le quiere destruir por buscar la melodía de un sueño. O algo así. Ha pagado mucho. Y dice que, si no es para ella, tampoco será para nadie.
***
Discutieron a madrazos, rompiendo floreros, discos, libros, ventanas, recuerdos. Batallaron en el incendio. Durante el forcejeo, ella le talló una equis con su navaja. En el perfil derecho. Viéndole la cara apuñalada, se cagó de risa:
– ¡Así darás asco a las mujeres! – y escupió.
El Saxofonista giró la cabeza hacia la salida del apartamento. Manchó el instrumento de sangre.
-Adiós, hija de puta.
Atravesó la puerta y se largó para siempre. Dejando la mitad de la cara en el piso. La chica lloraba. Afuera llovía. Caminando en el agua, entonó la canción del hombre solitario.
***
Uno de los huesecillos de su esqueleto se desplomó, similar a la tuerca de una máquina torturadora a punto de estropearse. El huesecillo levantó una nube de polvo.
-Soy Lucifer-replicó el dragón-vuestros deseos me han complacido. Le llevaré hasta el infierno con una cadena amarrada al pie. Y el saxofón será el altavoz de su agonía.
Entonces salió a cazarlo. Yéndose por las aberturas de la persiana, mutando en neblinas negras.
Bajo las estrellas de la calle, Lucifer intentó apuñalarle a través de un junkie. Pero no lo consiguió. Al escuchar el hermoso viento musical quedó hipnotizado. Con el alma sintió el sonido de las constelaciones. Hasta el punto de convertirse en su amigo rehabilitado. “¡Oh, milagroso hombre del Jazz!”, gritó el junkie.
El dragón, el hechicero y la chica estuvieron así durante años. Incluso emularon en él la catástrofe del antiguo Job. Sin embargo, parecía que, a cada desgracia, El Saxofonista avanzaba restaurado hacia la perfección, la inmortalidad resplandeciente. Provocando a modo de karma la muerte del hechicero y la desaparición putrefacta de la mujer. Murió enfurecida, alcohólica, sin un hombre que le besara con miel.
Pasado el tiempo, el dragón se detuvo a escucharlo por última vez. Analizó los detalles de sus derrotas. El Saxofonista había envejecido, mil años. Mientras la melodía sonaba con maestría, Lucifer lloró a causa de su caótica perversidad. Pidió perdón. Se arrepintió por haber perdido su naturaleza angelical. Y lo intentó, joder que lo intentó, redimirse para retornar al firmamento. Pero llegó el fin del mundo con sus centellas. Y nadie supo si lo había conseguido. El Saxofonista, por su parte, ascendió a la estrella que siempre le había marcado el camino desde las alturas. No hubo testigos o reconocimientos de su elevación. Y, en definitiva, importaba una mierda.