Marcelo Zabaloy, uno de los traductores más lipogramáticos de los últimos tiempos, encara la épica de leer todo lo escrito por César Aira. Hoy abordamos la primer reseña, la que corresponde a Evasión y otros ensayos. Pueden leer el prólogo a este particular proyecto en este link. Ilustra en esta ocasión Lucas Iranzi.
En este último tiempo he venido leyendo escritores vecinos, gente de mi pueblo que escribe muy bien y que tiene prestigio; escritores de mi pueblo y de pueblos vecinos cuyos libros fueron vertidos en diferentes léxicos y que recibieron premios ecuménicos o fueron convertidos en guiones de cine con producciones estilo Hollywood, por ejemplo Los crímenes de Oxford, cuyo guion se escribió siguiendo el excelente libro Crímenes imperceptibles o Sobre Roderer, que reseñé en Colofón, entre otros.
Hoy quiero extenderme un poco sobre el célebre escritor pringlense reconocido en el mundo entero. Porque Coronel Pringles, el pueblo y no el coronel ‘mestizo y del pobre indio perseguidor; de todos los mestizos, el peor’, es mi origen o mejor dicho el origen del ser que me llevó nueve meses en su vientre. Pringles es el pueblo de mis predecesores, de mis tíos y mis primos. Pringles es el pueblo de mi niñez, es el sitio donde monté el primer potrillo brioso, donde presencié con ojos incrédulos el primer degüello de un cordero, donde conocí en el sentido bíblico el primer cuerpo de mujer. Por eso no es un pueblo común y corriente. Que su célebre escritor recibiese recientemente el premio Formentor es un plus que me produce un enorme contento. Estos son mis motivos de hoy. Escribir sobre dos o tres de sus cien libros que leeré si se me concede el tiempo requerido.
Pero no puedo eludir un punto que en su momento me produjo cierto retorcijón de escroto y me tuvo lejos de los textos de mi notorio vecino. No sé dónde leí o incluso no sé si lo leí o me lo dijeron, que en un periódico se expresó sobre el inventor de los cronopios diciendo que sus mejores textos fueron menos que los peores de Borges. Y como me dolió, decidí no leerlo. Pero el tiempo es un viento que todo lo remueve y en ese espíritu y siguiendo los consejos de un librero de los buenos, me fui de su negocio con los primeros dos libros. Yo muy contento y con unos pesos menos en el bolsillo y el librero sonriente y con mis tibios pesos en su bolsillo.
Y los leí enteros entre jueves y viernes siendo los dos, por ser su costumbre de escribir libros breves, libros breves.
Y bien, entonces, excepto por ese viejo preconcepto que he descripto, ese encono estúpido defendiendo los intereses ideológicos o estéticos de un escritor en perjuicio de otro, interviniendo como juez en vituperios que no me fueron dirigidos, pude leer sus libros con ojos como quien dice nuevos si leer con ojos nuevos de lector viejo quiere decir leer sin prejuicios y por el puro gusto de leer.
Dicho esto, después diré lo otro. Porque yo mismo suelo incurrir en digresiones, me gustó el modo que tiene de ir y venir con sus cuestiones sin mucho respeto por el orden ortodoxo de los cuentos. Y de pronto, en medio de un notorio sinsentido, este célebre escritor oriundo de mi querido Coronel Pringles, si bien desde mozo convertido en precoz vecino de Flores y por consiguiente en un típico porteño de mi flor, comete un repentino e imprevisible movimiento dextrógiro o levógiro y emite un giro expresivo digno de un genio de nivel supremo. En ese sentido, el brillo de sus expresiones en medio de un remolino de lo que se ve como estupideces inconducentes, es digno del oficio de un brujo, un hechicero, un médium o de quien tiene el prodigioso don del ilusionismo.
Reconozco en sus textos los vestigios de Roussel (uno de sus ídolos), sobre todo describiendo con rigor técnico dispositivos sorprendentemente complejos. Me figuro los siete circuitos del dueño del inmueble recorriendo con sus compinches los vergeles y los pensiles exhibiéndoles los siete prodigios ecuménicos de su suntuoso Locus Solus. Ni qué decir de los pigmeos y los efectos sorprendentes producidos por explosiones inconcebibles. Son muy suyos estos y muchos otros verosímiles y verosimilitudes que descubro en sus textos porque he sido en cierto modo un seguidor de los libros de Roussel, que es un escritor no muy sencillo de leer. Y en este punto es como si sólo él pudiese escribir sobre Roussel. Lo mismo sucede con otros escritores si uno se quiere meter con sus fetiches. Se ponen como locos. Por ejemplo los expertos en Joyce. (Respecto de este último, creo que el célebre escritor pringlense no es muy devoto). Él dice que quienes no sienten contento con ellos mismos, quienes no son felices, no escriben nouvelles ni novelones dignos de leerse. No lo sé; si él lo dice, puede ser.
De nuevo digresión; ¿por qué los escritores se sienten con el derecho de decirnos qué leer? ¿Por qué sienten que deben ser siempre, todo el tiempo, unos tipos ingeniosos? ¿Por qué tienen ese impulso irresistible de ir diciendo un nombre después de otro, por ejemplo Proust, Joyce, Perec, Orwell, Chesterton, Prévert, Nietzsche, etc., etc., etc? Pero. Pero. Pero. Sobre gustos… Él tiene todo el derecho del mundo de decir que los escritores del Oulipo no lo convencen y que lo que producen o produjeron son ejercicios de estilo, jugueteos inconexos y estupideces de todo tipo. Oh.
¿Cómo puede ser que un tipo desperdicie su tiempo (oh, el tiempo perdido) escribiendo un libro en el que elude uno de los signos imprescindibles del léxico? Supongo que lo dijo por El de ese Perec ido. Y dice que el infierno debe ser un sitio donde los réprobos deben escribir todo el tiempo ese tipo de libros. Pero entonces, ¿que puedo decir yo, un ilustre desconocido, que cometió ese tipo de insólito delito y justo, justo, con el libro de Perec y con el Ulises de Joyce? Fin de digresión.
Es delicioso leer lo que escribió este excelente escritor, este hijo dilecto de Coronel Pringles. Por ejemplo voy leyendo y me encuentro con esto: En un mundo donde todo debe cumplir un tipo de función, el oficio de escribir, consciente de su condición de inútil, reconoce que el único modo que tiene de sobrevivir, es producir deleite y sorprender.
Y discurriendo con él mismo se dice: ¿Por qué no nos es suficiente con el simple Escribir Bien que nos viene de origen? Los lectores reciben con gusto lo que nos surge sin esfuerzo. Porque esos textos son lo previsible que ellos quieren leer. Por querer escribir Mejor mereceremos el desprecio de los críticos puesto que posiblemente les compliquemos los métodos que tienen por costumbre… El doctor Johnson escribió en su juventud y dejó de escribir ni bien recibió el primer dinero de su pensión que le otorgó el rey. Dijo célebremente: “el que escribe por otro motivo que el dinero es un imbécil.” Después, según el fidedigno Boswell, sentenció que todos los hechos del hombre en el período que le toque vivir, el conflicto bélico, el querer, el oficio, el ocio gozoso, lo emprende con el único propósito de no perder el tiempo.
En fin, es imposible seguir discurriendo sobre un hombre que escribió cien libros. ¿Qué no se puede decir de él?