Fantasmas en el castillo de Nyon

En Nyon, una ciudad suiza, destaca un castillo concurrido y misterioso. Al recorrerlo surge la posibilidad, tantas veces inasequible, de extraer el elixir de la belleza a partir de lo dañado, de lo imperfecto, incluso de lo sufriente. Anahí Almasia escribe sobre fantasmas actuales. ¿Quiénes habitan el noble castillo? Ilustra Mariano Lucano.

Cuando se visita el castillo de Nyon se tiene la impresión de estar a merced de fenómenos inexplicables. Pensándolo bien, siempre estamos sujetos, en última instancia, a lo misterioso. Lo propio del castillo es que no es precisamente un museo donde uno espera tener vivencias extrañas ni darse cuenta, como si te arrojaran un balde de agua fría de realidad, de que los lugares quedan cargados de lo que allí haya sucedido antes. Es cuando aquel pasado remoto del que sólo se tienen recuerdos por la historia escrita en los libros y te lanza sin preámbulos a ese entonces en el mismo sitio.

El chateau consta de cinco torres con cúpulas cónicas y alberga el Museo Histórico de porcelanas. La ciudad de Nyon está en el cantón de Vaud a pocos kilómetros de Ginebra. Son las flores ordenadas en canteros lo primero que impresiona, y el lago Lemán, por supuesto. También los edificios herederos de una estirpe romana dirigida por Julio César que fundó la villa allá por el año 50 a. de C.

Había visitado el castillo no bien llegué a Nyon como parte del reconocimiento de la ciudad. Ese aura medieval omnipresente sorprende a los latinoamericanos de visita. Había una exposición temporal que fusionaba porcelana y oro, arte contemporáneo y arte antiguo. El oro en la porcelana suele remitir al kintsugi japonés,que convierte la porcelana fracturada en un objeto que nos recuerda la historia de esa materia, sus cicatrices. La reparación entendida como resaltado de lo que ha sucedido y que constituye al objeto que es hoy. Una porcelana que dejó de estar perfecta y cuya belleza radica en la imperfección puesta en relieve.

Pero no todas son flores en el castillo de Nyon, en el tercer piso funcionó una prisión desde 1804 hasta 1979. Dicen en el pueblo, como diría Serrat, que visitar la parte alta del castillo es poco más que una recorrida en el tren fantasma de un parque de diversiones. Está dicho a viva voz en todos lados y en los folletos. Hasta tienen armado un juego de escape en las celdas del tercer piso. No entiendo por qué no lo vi en mi primera visita. Como si para mí no hubiera existido esa escalera que conducía al tercer piso, como si me estuviera vedada la visión de un lugar ocupado por alguien con capacidad de selección de sus visitantes. Me lamenté, no quiero engañarlos, cuando al estar afuera del castillo descubrí que una de sus más interesantes salas se me había escapado. ¿Cómo había sucedido?

Las noticias oscilaban desde muchachas que sufrieron desmayos al llegar al tercer piso y dolorosas sensaciones de estar poseídos energéticamente que relatan algunos visitantes. Quise creer que ya había pasado el momento, que todo eso no era más que imaginación del pueblo. Pero las cosas nunca son tan sencillas.

Tomé el tren una mañana con la intención de regresar, de encontrarme cara a cara con el monstruo que se había agigantado en mi mente por el poder de desaparecer de mi percepción la escalera que conducía al tercer piso, no fue sólo distracción, que podría haber sido. Compré la entrada y le avisé a la recepcionista del museo que venía nuevamente sólo a ver la antigua prisión. Ella me miró atónita, puede visitar todo el museo aseguró. Ya lo ví, señorita, están abiertas las salas de la prisión, ¿no es cierto? Oui, oui, nunca estuvieron cerradas, aseguró.

Si el kintsugi es el arte de reparar heridas, ¿cuánto tiempo toma reparar las energías que sobrevuelan los lugares de sufrimiento? Además, las paredes de las celdas hablan, tienen mujeres talladas en bajorrelieve en el yeso de las celdas, figuras, cruces, fechas, marcas que cuentan el tiempo, frases que son el desesperado grito de los que perdieron la esperanza. Y el deseo dando vueltas aún en las peores circunstancias, el recorte de la figura de Anita Ekberg en 1956 en la película Zarak el valeroso, que narra la historia de un hombre condenado a muerte por besar a Salma, una de las esposas de su padre, quien debe huir. Un héroe que había cometido una falta y que vivió perseguido, escapando.

Y si de narraciones se trata, los presos tenían una biblioteca: El prisionero de Senda, Los miserables, La pobre gente, El silencio de Marceline, donde puede leerse una anotación en lápiz: “yo he sufrido el martirio, en lugar de continuar esta vida prefiero que el señor me llame con él”. En otras páginas se lee “Detrás del muro de esta celda se encuentra un prisionero como yo. El se llama Karim… si puedes tener una voz como amigo durante tu estadía en este ‘palacio’, no lo dudes, mi amigo. Te juro que eso ayuda”, Christian, Marzo 77.

También las paredes están cosidas con inscripciones, la palabra que se impone al silencio de las celdas. La escritura que trasciende los muros y los tiempos. “Il est toujours trop tard? C’est l’heure de sourire de honte”, “¿Siempre es demasiado tarde? Es hora de sonreír avergonzado”, ese estado del prisionero que se sabe observado, juzgado, que sonríe, ¿sonríe ante quién?, ante la terrible verdad de estar sometido a un poder, una autoridad ante quien sólo se puede sonreír como un loco o un hipnotizado, no ya quejarse, no ya enfurecerse. La vergüenza, entonces, sería el color afectivo del que fue descubierto y queda expuesto ante la mirada del otro. La percepción de esta falta subjetiva permite un límite, un secreto que perdura en el papel como enigma.  

Ilustraciones en las paredes y anotaciones de pensamientos sueltos en las páginas de los libros de la biblioteca de la prisión amplían el espacio. La imaginación como escapatoria de las paredes que encierran. La salida de siempre para no quedar a merced en todos los aspectos de la subjetividad, el cuerpo podría estar encerrado, pero no los pensamientos. La vida, eso es lo que se comprueba, se filtra hasta por las frías paredes de piedra y se asoma al ventanuco para mirar el horizonte que insiste en estar allí.

Por eso no me asombra que algunas personas se hayan desmayado y llego sugestionada para que, si algo me sucediera, pudiera pedir ayuda. No vaya a ser que me atrape un agujero de gusano y me lleve a través del tiempo. No estoy segura de saber regresar. Por las dudas, subo las escaleras de piedra del desierto museo, un anciano que desciende me pregunta al pasar y en inglés si hay ascensor. Le digo que no creo, pero me quedo pensando, ¿sería él parte del engaño del tiempo? ¿Acaso si no hay ascensor y la escalera de repente se interrumpe como si se borrara de la percepción y ya nadie de este plano la ve, los visitantes podrían quedar atrapados en el piso superior con los fantasmas?

Por las dudas, me siento en un banco también de piedra y observo al hombre que, con esfuerzo, emprende la odisea de descender hasta la planta baja. No sé qué pensar. Quizás él era mi último aviso antes de ser engullida por el castillo. Envío un whatsapp y aviso como quien no quiere la cosa que estoy de visita en el tercer piso del castillo de Nyon. Dejar señas, pistas, un sendero que no pueda borrarse.

Estoy en la primera celda, los vidrios que cubren las inscripciones en las paredes reflejan imágenes que ese superponen a lo que fotografío. El pasado atrás del vidrio, el presente en el reflejo. Leo que Nabucodonosor, Salomón, Gengon y Job quatre fortetétes. Estos cabezaduras, ¿lo serían por qué motivo?

¿Se le podría hacer kintsugi al castillo? ¿Sanar sus cicatrices? ¿Acaso no fue la intención de autoridades y curadores al emprender la tarea de recuperar la memoria también de su cárcel? Hoy escribo esto porque logré salir. Quizás queda, con cada visitante, un plano de tiempo y espacio material inmaterial que perdura en el sitio. Los lugares cargados de fuertes vivencias humanas restan como espacios que subsisten atrayendo energías extrañas, aliens energéticos, demandantes de atención, de los que forzosamente hay que ocuparse.

Hay un libro sobre una mesa del segundo piso, donde está la colección de porcelana entregada a Napoleón y luego recuperada para su exposición. Una ofrenda de contenido político de cuyos beneficios posteriores permanezco ignorante. Silencio en las salas mientras me siento espiada por algo mayor que las cámaras. El celular como aparato fotográfico a todo vapor. Yo, ladrona contra el tiempo, robando información que está a la vista. ¿Qué temo? Corro la perilla del celular, lo silencio como si fuera un ser caprichoso, porque me da bronca que me delate con el click constante de cada imagen.

Como ya dije, logré bajar esas escaleras y me recupero todavía de la impresión del mes de Halloween o Samhain o de brujas y brujos tan cerca de las paredes medievales. La mente que busca explicaciones ante lo desconocido, muchos siglos después de que se fijaran las pesadillas humanas sobre las piedras de las monumentales obras. Lo siniestro es quizás eso, el instante en que un conocido y noble castillo se vuelve casa de fantasmas.

En la conferencia que Borges ofreció en la Escuela freudiana de Buenos Aires cuenta cuatro pesadillas, dos verdaderas y dos de la literatura, que posiblemente fueron verdaderas también, aclara. Se refiere al nobile castello del Infiernoen la Divina Comedia de Dante. El castillo está ceñido por siete murallas. Ese número que no solo conmovió a Dante y que sugiere toda clase de ilusiones. Dante está junto a Virgilio cuando avanzan hacia ellos las cuatro sombras de los grandes poetas de la Antigüedad: Homero, Ovidio, Lucano, Horacio. Virgilio le dice que salude a Homero, quien admite a Dante como el sexto en su compañía. Dante, que no ha escrito todavía la Comedia, porque la está escribiendo en ese preciso momento en que eso se narra, se sabe capaz de escribirla. Esta es la magia de las palabras que anticipan con sus actos una realidad. ¿Quiénes habitan el noble castillo? Las grandes sombras de los paganos, condenados a ese eterno castillo por carecer de Dios. Está Aristóteles, Platón y también el sultán Saladino. Borges describe el silencio de los filósofos, todo silencioso y todo terrible. La pesadilla, aclara entonces, ocurre en el noble castillo y no en el Infierno que, sería solamente una cámara de tortura.

Algunos podrán pensar que lo que le sucede a los visitantes del castillo de Nyon es sólo una pesadilla diurna. Otros, entre quienes me encuentro, intuimos que la inmortalidad está ligada a lo pagano, porque, Dante mediante, sabemos que son ellos los que permanecen pululando como sombras eternas en los castillos terrenales.

Escribe Anahí Almasia

Anahí Almasia nació en Buenos Aires, es argentina y española. Es psicóloga de la Universidad de Buenos Aires y Magister en Patologías del Desvalimiento de la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales. Algunos de sus trabajos y tesis psicoanalíticos dan cuenta de una búsqueda artística alrededor de la obra de Borges, Gabriel García Márquez, Yves Klein y Frida Khalo. Sus libros de ficción son Matu Ketami. El tiempo de Troful, El Juego de Barbazul (junto a Valeria Castelló Joubert), el libro de cuentos Lo que el viento no se llevó (en coautoría con Luz Darriba). Trabaja actualmente en una película y en diversos proyectos culturales.

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2 Comentarios

  1. Hermoso relato!

  2. Muy bueno Anahí! Como estar ahí…

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