Fuego en Kokoro

Ilustraciones: Lucas Iranzi

El volcán está rodeado de oscuridad/ y un trueno repentino/parece hundir las haciendas cercanas./ En esta oscuridad pienso en los hombres/ y en el acto de procrear/ veloces, inclinados, sentados, de pie, derrumbados,/ en los lamentos de millones de billones de hombres/y la mano eterna de la mujer/ moviéndose suavemente a un lado./ Veo su sexo helado dentro de una roca gigante/ deshecho ahora…/ Y escucho los gritos que podrían ser los gemidos de un / moribundo/ o las apasionadas quejas del amor.

Malcom Lowry. El Volcán en la oscuridad. (Trad J.L.Panero)

 

Tras arrancar de sus vestimentas los broches labrados en oro con que se adornaba, los puso en alto y así golpeó el recinto de sus órbitas oculares. Y las pupilas de sus ojos, ensangrentadas, inundaban en tromba sus mejillas y no dejaban remitir el goteo chorreante de sangre, sino que chorreaba en tromba una negra inundación de granizo coagulado y sangre.

Sófocles. Edipo Rey (Trad. José Vara Donado)

 

 



Kokoro sigue ahí. Debajo del volcán. La última erupción, en las navidades de 1963, destruyó gran parte del pueblo y mató a dos tercios de la población. Podrían haberse ido a otra parte, pero los sobrevivientes decidieron quedarse. Se consideraban hijos del volcán y no entendían su vida sin el imponente padre a sus espaldas. «Tal vez esa sea la razón de nuestra prosperidad»-me dice, Barragán, el alcalde-. «Si no fuera por la conciencia de la futilidad de lo accesorio seríamos todos unos vagos». Eleuteria, su mujer, disiente. «Callate bobo»-le dice-.»Con ese argumento también podrías justificar molicie y abandono. Total, ¿de qué sirve nada si en cualquier momento todo se puede ir a la mierda?». Había llegado a Kokoro por primera vez hacía casi veinte años, cuando era muy joven y carecía de cualquier comprensión del tiempo. «¿Lo ve?»-observa Eleuteria cuando le cuento-. «Acá eso sería imposible, el volcán es como un reloj que marca la cuenta atrás». Los habitantes de Kokoro son todos un poco filósofos. Eso queda claro en los dos bares del pueblo. En «El Nacional» se juntan los fatalistas, que consideran que el destino de cada individuo y por lo tanto el del pueblo todo, ya está determinado y que ninguna acción, voluntad o deseo individual puede hacer nada por torcerlo. En «El Progreso» piensan diferente. «Faltaba más»-interrumpe el Doctor Acosta-.»Los de enfrente-y señala despectivamente el otro bar-son unos negados y unos vagos que jamás asumen el fracaso y que se lo achacan a Dios o a un volcán. Mire -me dice- las razones por las que erupciona un volcán están perfectamente explicadas por la ciencia. Es más -agrega- casi todo lo que sucede está perfectamente explicado por la ciencia. Somos nosotros, con nuestras acciones y omisiones, los que nos construimos el destino. ¿Quiere una copa?», me pregunta. Acepto un vaso del vino espeso hecho con las vides robustas que crecen en la ladera sur del volcán. «Si tuviéramos que definirnos nos agradaría acaso ser considerados como existencialistas tardíos, sabe. Como si fuéramos las uvas tan dulces que crecen cuando se acaba el otoño».

Salgo de «El Progreso» y me dirijo al puerto. Kokoro está asentado en una ladera terminal del lado este del volcán, protegida del viento furioso que atraviesa medio mundo para azotar las piedras y los líquenes que parecen hacer todo lo posible por contenerlo. El pueblo fue construido en la bahía de los Genoveses, protegida a su vez de la intemperie y de la furia del mar por el atolón de coral donde se encuentra la mejor pesca submarina de todo el sur.

En el límite oeste de la bahía se juntan los surferos y hacia allí me dirijo. Porque aquí, en esta parte salvaje de Kokoro, fue donde aprendí a cabalgar las olas.

«No me sea cursi, muchacho. Que así dicho parece que lo fuéramos todos». Pantaleón, El Panta, patriarca de los surferos de Kokoro, reprueba mi frase. «Nosotros intentamos ser elegantes. Eso es lo menos que podemos hacer. No nos gusta enrollarnos tanto con las palabras como las sectas de los bares. Lo nuestro es más de acción». Y hace una pausa. «Más de no-acción en realidad», deja caer su novia joven, interrumpiéndolo. Lo aclaro porque el Panta siempre tiene dos o tres novias a la vez, siempre respetando las tres clásicas categorías kokorianas: muy joven, joven, madura. «Un miembro de las sectas pensaría que mi apodo tiene que ver con el panteísmo, sabe. De ahí lo de tanta novia y tanta vida». La novia joven me mira con los ojos soñolientos y agrega: «¡Pura vida!», y hace el gesto que tanto detesto. La novia madura le llama la atención. «Mire niña, guárdese ese puño donde mejor le quepa mientras hablamos con este señor». Cuando ven mi cara alucinada las tres se ríen al mismo tiempo. «Es una representación, hermano. No te lo tomes en serio. Las turras se conjuran para tomarte el pelo. En realidad ni siquiera son mis novias». La madura me pega un codazo. «El Panta ya está viejo para tanta hembra junta», me dice, mostrándome una sonrisa inocente. «A él sólo le gusta surfear», se lamenta la muy joven. El susodicho se encoge de hombros. «¿Que le vamos a hacer, hermano?», y se pone a cantar el gran éxito guajiro de los setenta: «Yo  soy así/y así  nací/» . La más joven me agarra de la mano y me lleva a la playa y se aprieta a mi cuerpo y me dice al oído. «Esta vez tardaste mucho tiempo en regresar», me dice. «Me confunde con otro», pienso. Pero ese es un hecho habitual en mi vida y no la saco del error.

Llegué a Kokoro con Carlos y Luis. Carlos insistía en que la correcta pronunciación de su nombre era Karlos, porque era vasco, vamos. Luis era un gallego de La Coruña que llevaba media vida en Londres. Cuando cruzamos la frontera un gendarme aburrido por la parsimonia eterna de la selva les preguntó la nacionalidad y ambos respondieron al unísono: vasco/gallego. El gendarme se mató una mosca de la mejilla, manchándose de sangre la mano y exigió los pasaportes. Al verlos le gritó a un subordinado: «¡Españoles!», y los dejó pasar. Mis amigos aceptaron la confirmación de sus peores pesadillas pero prefirieron un insulto menor a quedarse del otro lado del río, donde los mosquitos eran más gordos y todavía sobrevivían las pirañas. Cuando vio el mío me puso la mano asesina de moscas en el pecho y me preguntó: «¿Qué tipo de argentino eres?».

Entendí su aprehensión; ya me había pasado todo el tiempo a lo largo del viaje. Miradas de resquemor o desconfianza, pruebas sucesivas que debías superar para ser aceptado, desconfianza y resentimiento, eran incontables los atropellos y abusos cometidos por los argentinos a lo largo de la costa, los ríos, las mesetas, las selvas y los desiertos: como una plaga incontenible que le echaba en cara a todos su prosperidad e inteligencia; abusaban en todas partes de las mujeres y de los hombres, engañándolas con una labia insuperable u ofendiendo con su histeria invencible la masculinidad de los caballeros que con el tiempo habían aprendido a apretar los puños. Miré la mano en mi pecho y respondí de la peor manera posible: «Eso tendrías que preguntárselo a tu mujer». Antes de que el puño de gendarme me aturdiera por un buen rato me reproché la respuesta dada, pero no mucho, la verdad.

Desperté en un calabozo oscuro, de cinco de largo por dos de ancho, más parecido a una caja de zapatos que a una mazmorra. Una puerta de chapa tapiaba la entrada. Una ventanilla enrejada, cubierta con un plástico sucio, a tres metros de altura, dejaba entrar alguna claridad. Estaba tirado en el suelo. Había manchas de sangre seca. Había mierda antigua. El olor a orina me ahogó y me irritó los ojos. «Váyase a aquel rincón, compadre» -me advirtió una voz que surgió de las tinieblas-. «Allá se vomita mejor». Fui arrastrándome y lancé. No era el primero. Mi compañero era un hombre greñudo y muy machacado por puños y palos. Decía llamarse Contreras. «Acá en la selva todos cumplimos una función. Todos hacemos siempre lo mismo y representamos el papel que nos toca lo mejor que podemos». No entendí a qué se refería. «Yo por ejemplo…». El ruido de la puerta de chapa abriéndose lo interrumpió. «Vení vos, argentino». El gendarme asesino de moscas me agarró de los pelos y me sacó a la fuerza. Nunca supe lo que Contreras había intentado decirme. El gendarme me arrastró por un pasillo y me tiró a los pies de su oficial. «Vaya, Ganímedes», le ordenó y le tiró un hueso. El gendarme lo miró lleno de odio. «Vaya, Ganímedes. Es una orden». El gendarme se puso en cuatro patas y agarró el hueso con la boca y siguió en cuatro patas hasta el patio. «Cierre la puerta»-me pidió el oficial. Me sorprendí cuando agregó: «Por favor». «Siéntese»-me dijo-. «¿Quiere tomar alguna cosa en particular?». Me mostró un mueble bar muy bien surtido. «Vaya, para ser argentino está bastante callado, amigo». «Mire a lo que me condujo ser un bocazas». Se rió. «No se amargue, Ganímedes intenta olvidar como puede que es un simple perro y que yo soy su amo». Me preparó un gin tonic muy cargado. «Pero bueno, tampoco es muy buena idea tentar a un perro rabioso. Yo por mi parte acá me aburro mucho y sé apreciar a un argentino cuando tengo la fortuna de que alguno se presente». Me extendió la mano: «Soy el comandante Ovidio Laguna, mi madre era rioplatense, así que la mitad de mi sangre entiende de soberbia e inteligencia». Me contó que sedujo a las mujeres equivocadas en su anterior destino, en la capital, y que dada su brillante hoja de servicios en vez de fusilarlo lo destinaron a este puesto perdido de la frontera entre la selva y los mosquitos. Me llevó a su casa, me permitió bañarme, me prestó ropa limpia, y me tuvo hablando con él sin parar ni dormir durante dos largos días. Hablamos de mujeres, nos contamos aventuras, criticamos a Sábato y ensalzamos a Bioy. Nos arrodillamos juntos ante la mención de la palabra sagrada «Maradona» y nos burlamos del gendarme al que obligaba a hacerle de perro fiel. Al tercer día me acompañó hasta el muelle. El barco había quedado retenido con el lógico enfado de tripulación y pasaje. «Lo hice para que siguiera viaje junto a sus amigos españoles», me dijo. Y me dio un fuerte abrazo. «Si vuelve por acá yo mismo tendré que matarlo». Estuve por agregar alguna frase inteligente y llena de sarcasmo pero por primera vez en mi vida elegí callarme. Cuando el puesto se perdía en la niebla de la amanecida, Karlos respiró tranquilo. «Menos mal que te mantuviste callado». Y Luis agregó: «¡Estos argentinos del caralho!».

Yo me tendí en cubierta y me dormí arrullado por el sonido del viejo motor del «Espíritu de Dios», que se internaba en un afluente del gran río. Tres días después llegamos a Kokoro.

Lo primero que me sorprendió de Kokoro fue el graffitti en el muro de la Estación. Decía: «Si te matan no te quejes». Lo descubrió Karlos, Luis agregó su clásico «caralho» y los tres entendimos al mismo tiempo que en ese sitio más valía andarse con cuidado. Todavía se veían cuchillos y revólveres en la cintura de los habitantes. Kokoro tenía fama de ser lugar de contrabando y de trata de blanca. Decían que por su puerto habían pasado más mujeres que por cualquier otro lugar de la República. Decían que las probaban en los cabarets de la zona y que después las despachaban por todos los garitos que acompañaban a los camiones que distribuían la coca que entraba junto a las putas. De todo eso nos dimos cuenta a los cien metros de la Estación cuando nos detuvieron. Un Taunus nos cerró el camino y tres tipos de civil se bajaron encañonándonos con unas viejas itakas. «¡Contra la pared!», gritó el más bajito. No era necesario gritarnos porque nosotros éramos tipos muy bien educados, estuve a puntos de decirle. Karlos se dio cuenta y me pateó el tobillo. Apoyamos las manos en la fría superficie mal pintada. El enano nos separó las piernas pateándonos los pies. «¡Cachealos vos, Barragán!», ordenó. El tal Barragán era el más alto y flaco. No supo qué hacer con la escopeta así que se la colocó bajo el brazo. El tercero en discordia le preguntó, alejándose unos metros: «¿Le pusiste el seguro, animal?». Barragán se puso completamente colorado y le dijo al enano a modo de justificación: «Es que no se me da bien cantar y subir una escalera al mismo tiempo, mi cabo». «Dejá»-dijo el cabo-. «Lo hago yo», y le pasó la escopeta. Después de cachearnos y quedarse con el poco dinero que teníamos nos pidió los pasaportes. Miró las fotos con detenimiento. Miró los sellos de salida y de entrada que acumulábamos. Como quien no quiere la cosa, preguntó: «¿Motivo de su visita?». Cuando vio que yo abría la boca Luis se adelantó. «Es que queremos vivir un poco de aventuras antes de que nos cace alguna mulher, mi capitán». Al enano le pareció divertida la frase y el acento, sentirse por un rato capitán ayudó un poco también. «Me hacés acordar a mi abuelo», le dijo, sorprendentemente sensible. «¿De qué parte de Galicia sos, gallego?». «De A Coruña, capitán», respondió Luis forzando aún más el acento. Al enano se le humedecieron los ojos. «A ver, Barragán, escoltá a los señores a la pensión de la Eleuteria y decile a esa zonza que van de parte mía». El enano se llevó las escopetas que portaba Barragán y se subió al Taunus. «Nos vemos esta noche, muchachos», dijo. «Es un simple cabo», agregó Barragán.

-Esta noche es la kermesse-nos contó Barragán. Estábamos en el comedor de la pensión de la tal Eleuteria, una mujer tan flaca como Barragán y que no ocultó su turbación al verlo.

-¿Y tenía que mandarte justamente a vos?-le preguntó haciéndose la enojada.

-Y…ya sabés como es el cabo- le respondió Barragán avergonzado, agachando al cabeza, sin darse cuenta de nada.

Frente a nosotros, sobre la mesa de madera limpia y muy pulida, humeaban tres platos con una espesa sopa de congrio que jamás he logrado olvidar.

Eleuteria tenía el corazón tan grande que se obligaba a hacerse la mala. Por eso me puso esa cara cuando le dije que me habían robado el dinero y que sólo podía ofrecerle un trueque a cambio de mis días de estadía. Yo tenía un bolsito lleno de artesanías de los arahuacos de Manaus, que había comprado en la reserva india, le ofrecí un collar de escama de ipaipí y de semillas de candorós por cada día de hospedaje, las semillas parecían perlas rojas y las escamas brillaban con más matices que el diamante del Sirmarillón. Me dijo que se lo pensaría, pero después, cuando nos llevó a la habitación, vi que había preparado tres camas.

Golpes en la puerta nos despertaron al atardecer. Era ese interludio de luz espectral de los trópicos, justo antes de que se hiciera completamente de noche. Habíamos caído exhaustos en las camas preparadas con tanto esmero por Eleuteria después de meses de dormir colgados en hamacas. Mis compañeros siguieron roncando como bestias medievales pero yo fui a abrir. Nunca he resistido una llamada, tal vez porque toda la vida he mantenido despierta la esperanza de que al final fueran las sirenas. Pero no eran las sirenas, era un viejo al que tuve que sostener para que no cayera de bruces. Olía a aguardiente y sudor.

-Discúlpeme, muchacho -me dijo- pero me enteré de que habían llegado tres extranjeros uno de los cuales era argentino.

-Soy yo- le dije, preparado para lo que fuera.

El tipo me abrazó con fuerza y me dijo, al borde de las lágrimas:

-Compañero, permítame un abrazo de hermano. Le devolví el abrazo dada mi buena educación.

-¿Me permitiría pasar?- preguntó con un acento neutro en el que no me costó distinguir aires aristocráticos.

La habitación era bastante grande, las tres camas estaban contra las paredes, en el medio había una mesa con cuatro sillas. El viejo se sentó y de algún bolsillo secreto sacó una botella.

-Venga, muchacho. Tómese un trago conmigo, en realidad he venido a despedirme, pero para hacerlo correctamente antes debía presentarme.

Se paró como pudo y habló con una mano apoyada en la mesa. Para ese entonces mis compañeros ya estaban despiertos y lo escuchaban atentamente desde sus camas.

-Mi nombre es Venancio Ramos. Viví durante cuarenta años enamorado de la misma mujer con la que construimos una casa, plantamos árboles, criamos caballos y cultivamos una huerta. Sólo nos faltaba un hijo. Pero el destino nos fue adverso. Además de los sucesivos abortos, dos que alcanzaron a nacer se murieron a los días, pobrecitos.

Tomó un largo trago de la botella. Me la pasó, yo hice lo mismo y se la pasé a los otros.

-Cuando ya desesperábamos nació una niña. Bella y fuerte como un milagro. Y me sentí feliz y completo junto a los dos seres que más amaba en este mundo. Hasta que uno de ellos desapareció.

Entonces la mano que lo sostenía no resistió su peso y el viejo cayó sobre la mesa. Lo senté y le pasé la botella.

-Venga -le dije-. Pegue un trago y siga contando.

Me di cuenta de que estaba siendo brusco al obligarlo a continuar una historia que seguramente le seguiría doliendo, pero la curiosidad y el aguardiente me obligaban a actuar de esa manera tan extraña.

Mis compañeros seguían atentamente todo lo que sucedía tendidos en su camas.

-Se la llevaron una mañana. La vi salir a hacer la compra y ya no regresó jamás. La buscamos por toda la zona y nada.

Tomó otro trago.

-Nada, nunca más. Nada.

El viejo se agarró la cabeza con ambas manos. Los codos contra la madera. Daba vergüenza oírlo llorar.

-Siga, velho -le pidió Luis-. Siga con esa historia del caralho.

-Vendí todo, la casa, los jardines, las huertas y los caballos y compré kilos de cocaína para tomar hasta reventar. Compré también una furgoneta y me largué a la ruta con mi hija. Sin darme cuenta aparecí en este pueblo de mierda.

Hizo un corte brusco y nos preguntó.

-¿Quieren tomar?

-Y bueno, dele.

-¿Tienen donde ponerla?

Teníamos bolsitas de plástico donde guardábamos la plata y el pasaporte. Plata ya no teníamos y el pasaporte estaba bajo la almohada.

El viejo sacó una bolsa enorme llena de coca y nos llenó las nuestras metiéndola a lo bestia con una cuchara.

Nos pasamos toda la noche de la kermesse tomando. La Eleuteria nos vendió un par de botellas de aguardiente que pagó el Viejo.

A la mañana siguiente con el viejo éramos como hermanos. Antes de despedirse me dijo.

-Prometeme que si me pasa algo cuidarás de mi hija.

Se lo prometí, claro, en mi estado le hubiera prometido cualquier cosa.

Aunque llevábamos un día despiertos ninguno de los tres pudo dormir. Así que bajamos al pueblo a dar una vuelta y terminamos jugando al fútbol con los niños indígenas.

Jugábamos en una placita en la que los antiguos habitantes del lugar que habían sobrevivido a erupción del 63 y a la depredación del contrabando y del narco se juntaban. No había hombres. Estaban muertos o trabajaban como esclavos. Las mujeres se reunían en círculo a tejer los agüallos que venderían en el mercado. Los niños, descalzos, la cara sucia de barro y mocos, escuálidos por la escasa alimentación pero felices como todos los niños, jugaban sin ningún tipo de orden táctico al fútbol; se limitaban a correr todos juntos detrás de la pelota. Imaginé que era a causa de la ausencia del hábito de ver partidos verdaderos en la tele o en la cancha. En el pueblo era imposible, los indígenas tenían prohibida la tele y la única cancha estaba sepultada por dos metros de lava. Así que con mis compañeros pusimos orden. Las madres acostumbradas al abuso y a la prepotencia de los blancos no hicieron nada. Después me dirían que una o dos habían apretado sus navajas con fuerza. Dividimos a los niños en tres equipos dirigidos por cada uno de nosotros y los organizamos en primitivos esquemas antediluvianos de defensa, medio y ataque. El arquero, ante la escasez de voluntarios, era volante. Organizamos un precario campeonato que se prolongó hasta el atardecer. Cada tanto alguno de nosotros desaparecía detrás de una loma y volvía al rato con una misteriosa energía renovada. Poco a poco las madres fueron desatendiendo sus tejidos hasta que, como todas las madres del mundo, sólo prestaban atención a sus hijos y participaban con gritos de los avatares del juego. No hubo ni un reproche ni un insulto. Aceptaban las variaciones del azar y de las propias habilidades de los niños de la misma manera que aceptaban la furia cíclica del volcán.

Cuando volvíamos a la pensión el Taunus conducido por Barragán nos cerró el paso.

-Suban- nos dijo, intentando sonar perentorio.

-Ni de coña- respondieron mis amigos al unísono y después de invocar los peores sentimientos con una peineta siguieron caminando. Estaban rígidos y decididos.

A mi, Barragán me caía bien, lo había visto deshacerse en atenciones con la Eleuteria y como buen especialista en seducción me reía de sus errores de bulto. Así que subí al coche decidido a sacar el tema y darle una mano.

Cuando estaba por comenzar con los consejos básicos, Barragán me miró y me dijo:

-Anoche al cabo se le fue la mano.

Apreté los dientes, ¿o ya los tenía apretados desde había rato? Traté de disimular mi rigidez achacándosela a los calambres que siguen a toda extenuante actividad física.

-Estaba ofendido porque no aparecía el gallego por la kermesse. Imagine que el tipo había llevado un álbum con las fotos de su abuelo. Y ustedes nada. Cuando se hartó se calzó la pistola al cinto y se fue para la pensión. Llegó bufando y se topó en el estrecho pasillo de entrada con el viejo Ramos, que salía. Uno de los dos tenía que cederle el paso al otro, pero ninguno reculó. El cabo se la tenía jurada al viejo porque era el único extranjero al que no podía venderle la joya de Kokoro, como él llamaba al polvo de talco y comida de bebé que hacía pasar por pura merca kokera. También sospechaba que el viejo le jodía ventas cortándose solo sin pagar porcentaje o mordida, lo que era considerado como la peor forma de mala educación. Por la autopsia se vio que el viejo andaba saturado de merca pura y dura y que si el cabo no le pegaba dos tiros en la cabeza posiblemente hubiera reventado de un infarto antes de llegar a la calle. La cosa es que el viejo le arreó un mamporro en la cara al cabo y le dijo, tratándolo como si fuese un niño: «¡Salga del camino de un hombre, pendejo!». A lo que el cabo respondió de la peor manera posible, como ya le he contado.

En vez de lamentarme por la suerte del viejo me sorprendí de que no hubiéramos notado ni el ruido de los disparos ni las manchas de su sangre cuando atravesamos esta mañana el pasillo.

Entonces me acordé que el viejo tenía una hija y que yo le había hecho una promesa.

-¿Y la hija?- le pregunté a Barragán.

Se sorprendió de mi pregunta. Evidentemente no estaba enterado de nuestro encuentro.

-Creo que hacía un tiempo que no se hablaban. No está enterada, supongo.

-¿Dónde puedo encontrarla?

Barragán encendió un cigarrillo. Le pareció bien la idea de que le ahorrara a él el trabajo de contar una desgracia.

-Al oeste de la bahía. Donde las grandes rompientes. Está juntada con la banda de surferos del Panta.

No se lo agradecí y bajé del coche.

-Dese una ducha si va a verla.-  Imaginé mi aspecto.

Le señalé el macizo de hibiscus rojos y casi delirantes que crecía vigoroso gracias al poder de la tierra volcánica.

-Recoja algunas y arme un bonito ramo para la Eleuteria. Se puso colorado. O lo imaginé. No estoy seguro.

-En días como este la vida parece hermosa pero en realidad es una mierda- me dice el hombre de cuerpo fibroso y cabellos largos y gastados por el sol que se fuma un porro a mi lado. Se hacía llamar el Panta y estaba considerado el líder de los surferos de Kokoro. Me hablaba señalando el mar liso como un plato.

-No se deje confundir. Parece hermoso pero no lo es.- Y da una profunda calada.

Hacía años construyó una cabaña contra los acantilados y se retiró del mundo, limitando su vida simplemente a surfear. No se le conocía ningún otro interés, salvo las mujeres y  la maría pero estos eran considerados como avatares del surf. Se ganaba la comida enseñando a los entusiastas a mantenerse erguidos en una tabla.

-El viento lo es todo, sabe amigo.

Me pasa el porro pero no lo acepto. Otro se hubiera ofendido pero no el Panta. Se encoge de hombros y sigue fumando. Me señala una bella adolescente que se interna en el mar.

Está muy quemada por el sol. Tiene el cuerpo muy desarrollado para los quince años que el Panta me asegura que tiene.

-En este lugar las mujeres tradicionalmente se casaban a esa edad. El casamiento era en realidad una venta encubierta. A los treinta ya eran abuelas. Así que si siente alguna alteración hormonal ante la vista de tanta belleza no se sienta culpable amigo. En otra parte tal vez, pero aquí no. Aquí todo lo que sienta a ese respecto es normal.

Le hice caso y me dejé invadir por la placentera sensación de observar un cuerpo fibroso y estilizado, un cuerpo muy joven en el que se mezclaban con gracia lo mejor de la inocencia de la niñez y la explosión glandular de la adolescencia más arrebatada.

-Sí- afirmó el Panta exprimiendo las últimas evanescencias de todo lo esencial que puede abarcar un poco de papel quemado-. Los genes del viejo Ramos seguirán viviendo en plena gloria.

Y se rió de su hallazgo porque la bella ninfa que nadaba como la hija de una sirena se llamaba Gloria y había nacido para cambiarme la vida.

 

 

-A pesar de que no haya olas la vida es hermosa.

-Vaya cambio.

Se encoge de hombros.

-Si después de una vida en el mar no aprendés a aceptar el cambio es que ninguna ola ha servido para nada.

-¿Nos vamos a pasar toda la mañana hablando como los del Progreso?

No hay respuesta. La paradoja es que el Panta está igual. No ha perdido ni un pelo de la cabellera desteñida por la sal ni ha ganado un gramo de un cuerpo todavía fibroso y muy quemado por el sol.

-Te he visto arriba de un tablón.

-Te dije que he aprendido a aceptar lo irremediable.

-¿Ya no fumás?

-¿Ya no estás rígido?

Nos reímos.

Está nublado. Algunos relámpagos en el horizonte. Comienza a soplar fuerte el turbión.

-¿Te animás?

-Si después no me tomás el pelo, sí.

-Vale. Pero entonces me obligás a tomártelo ahora.

Somos dos cincuentones atravesando las olas hasta la rompiente. A mi me cuesta más esfuerzo porque cada vez que pego la cabeza a la tabla para que la ola no encuentre resistencia y me pase limpiamente por encima del cuerpo aterido me arrepiento de la mala vida llevada. Me arrepiento de no haberme quedado en esta playa, hace tantos años, junto a Gloria. Pero cuando después de otra charla trascendental, sentados en las tablas, esperando, me yergo sobre la tabla, sobre la ola, y surfeo, me olvido de todo y me dejo arrastrar hasta la orilla; y cuando la ola se extingue, sin perder la línea ni la elegancia, piso de nuevo la arena húmeda donde ella me esperó aquella primera vez.

-Me han dicho que tiene algo que contarme de mi viejo.

El Panta había actuado de emisario. Había estado también todo el día enseñándome a usar una tabla. Me propuso un tablón para empezar pero me emperré en una corta. Era joven y estaba entusiasmado, lo que no evitó los golpes contra la arena del fondo, los raspones contra los arrecifes, el tirón de la tabla arrastrada por las grandes olas que casi me arranca el tobillo, hasta que me erguí con las piernas temblando para volver a caer. Cayendo una y otra vez, todo el tiempo, tragando agua, vomitando el caldo de congrio, limpiándome los pulmones y el alma en el mar, en un pueblo perdido de la costa sureña, en el que en  un breve instante, en un tiempo misterioso como es siempre el de los milagros, se levantó la brisa y todos corrieron al mar. Cuando noté la firmeza de mis piernas y la flexibilidad de mi cuerpo ya estaba en la orilla.

-He cabalgado mi primera ola-dije, orgulloso. El Panta me miró preocupado.

-No vuelvas a decir esa cursilería nunca más. Las olas no son caballos.

Y eso mismo me repitió Gloria, cuando le conté lo que ella había estado mirando desde la orilla.

-Las olas no son caballos, tonto-agregó, abriéndome la puerta de su casa para dejarme pasar.

Y me ahogaron las ganas de meterle la cabeza entre las piernas y lamerle la sal. Pero disimulé y le dije:

-Es cierto. Tengo que hablarte de tu papá.- La acompañé a la morgue.

En una habitación bochornosa donde no había ni hielo ni ventilación, tirado en el suelo, estaba el cuerpo de Ramos. Su hija miraba la cara destrozada, la ropa manchada de sangre y orina, el pecho mal cosido. No habían licuado los fluidos y una mancha marrón se extendía como una asquerosa aureola. El olor me hizo vomitar en un rincón. Siempre vomito en los rincones, como si estuviera castigado. Mientras me recuperaba la miré. Su cuerpo fuerte se apretaba contra las calzas ajustadas, contra la camiseta que apenas podía contener la fuerza vibrante de tanta vida. La energía de sus pechos me galvanizaba y me ardía en la garganta. La hubiera tirado al suelo ahí mismo y me habría metido dentro de ella como un lobo hambriento, manchándonos de los detritos de un hombre muerto.

-¿Estás bien?- me preguntó, ella, que estaba de pie junto a los despojos de su padre asesinado, me lo preguntó a mi que sólo pensaba en violarla como un salvaje en guerra florida. Como un voraz depredador que después escribiría con una navaja roma su nombre en su carne, para no pasar desapercibido ni quedar impune. «Fui yo», diría, sin miedo, pero tampoco sin coraje. Fui yo.

-¿Vamos?-me preguntó.

-Pero, ¿qué vas a hacer con él?- Y señalé el cuerpo muerto.

-Él ya no es él.

Afuera, a la sombra de los grandes ficus, agregó:

-Ya no lo era desde hacía demasiado tiempo.

Noche de tormenta. La pensión de la Eleuteria tiembla. Los techos de chapa nos protegen de la lluvia. Cierro los ojos, no me duermo a pesar de que hace tres días que estoy despierto. A mis amigos les pasa lo mismo. Luis habla solo debajo de la sábana mojada de sudor. Karlos me cuenta una vez más su pasado como mediocentro de los alevines del Bilbao. No lo escucho. No puedo dejar de pensar en Gloria. En el cuerpo de Gloria. En la sonrisa de Gloria. En la voz de Gloria. Cuando la acompañé de vuelta al campamento del Panta aproveché a rozarle el brazo, la pierna, y se daba cuenta y no me decía nada. Un par de veces pegué mi cuerpo al suyo y no se apartó. Noté sus pezones erguidos. Imagino ahora sus labios húmedos buscando mi boca. Tiemblo protegido de la lluvia por las chapas. Llueve de una manera diferente en Kokoro. En el río una densa oscuridad nos envolvía cuando se desataba la lluvia inclemente de los trópicos. Me guarecía en la hamaca como si fuera una vaina que me protegiera de la oscuridad. Pero acá, en la pensión, todo es de otra manera, como si yo pasara de un sueño a otro, de un soñador a otro. Golpes en la puerta interrumpen mi devagar por la nada. Ninguno de mis colegas se siente aludido por los golpes, pero yo acudo, porque sigo esperando el llamado de las sirenas.

Abro la puerta. Gloria temblando, empapada. Me sonríe.

-Vi luz y subí- me dice con la inocencia del que cree que pronuncia esa frase por primera vez.

-Entrá, dale- le digo.

Está descalza, un short de jean minúsculo, una musculosa mojada, pegada a la piel.

-Estoy mojada- me dice. Agarro una toalla

-Vení que te seco- le digo.

-No quiero que me seques.

Me tira en la cama y se sube a mi cuerpo.

-No creo que pudieras.

Descubro una gotera. El viento azota el ventanal. Luis y Karlos abandonan la habitación, como discretos suicidas que se lanzan de un barco en alta mar sin hacer ruido.

Estoy dentro. Adentro esta caliente. No quiero salir.

-No salgas- me dice. No salgo.

Amanece. La tormenta fue parte de un sueño. El olor a humedad y a fruta podrida entra por la ventana abierta. Gloria se durmió un rato en mi pecho. Su pierna izquierda doblada sobre mi vientre. La babilla que le cae de la boca me moja el pezón izquierdo. Está desnuda sobre mi cuerpo que se niega a descansar. No he podido acabar ni dormirme. Siempre me pasa lo mismo pero no puedo negar los regalos del viejo Ramos. Así que moviéndome lo mínimo tomo un poco del contenido menguante de la bolsita. Gloria se sorprende cuando siente mi lengua caliente entre sus piernas, pero no demasiado.

Al tercer día mis amigos se atreven a golpear la puerta.

-Nos vamos- me dicen. La Eleuteria les había preparado otra habitación pero la temporada de lluvias los espanta. Además ya no pueden contar conmigo.

No nos decimos nada a pesar de que llevábamos medio año viajando juntos. Sólo un abrazo.

-Ya nos veremos.- me sonríen.

Cierro la puerta a mi espalda. He olvidado todo lo que está del otro lado.

-Amor-me dice la niña-. Tengo hambre. Me traes algo de comer, ¿si?

-Comeme a mi.

-Después- me dice y se cubre el cuerpo desnudo, resobado y sucio después de tres días encerrados, con la almohada. La abraza con sus piernas. Su carne fuerte, su piel tostada, su cabello quemado por el sol-. Sos muy travieso, amor. ¿Lo sabías?

La miro con ojos de fuego.

-Quemaremos Kokoro- le digo.

-Quemá a tu bruja- me dice, y tira la almohada.

La miramos salir del tubo. Era una ola mediana, cruzada, nada fácil de trazar.

-¡Viste cómo la toma!

La verdad que no, pienso. Estoy enloquecido. Sólo veo el trozo de tela triangular que cubre su sexo. Sólo veo sus pechos desnudos enfrentando la sal. Me arde el cuerpo. Pero disimulo. Llevo una semana sin dormir.

-Ahora vengo, Panta.

Necesito alejarme del viento para cargar pilas.

El Panta me agarra el brazo. Insiste en hacerme fumar.

-Tenés que relajarte un poco, hermano. Hace una pausa.

-Estás tan duro que te vas a quebrar.

No lo escucho pero me quedo porque en ese momento ella se tiende sobre la tabla y bracea. Las olas le pasan por encima. El sol le hace brillar el culo mojado. Huelo su cuerpo desde la orilla. La garganta no deja de arderme. La saliva me quema.

-¿Te puedo decir algo?

El Panta es muy respetuoso.

-Preferiría que no, Panta-le respondo, ansioso.

-Vale-me dice. Y se calla. Me pasa el porro. Lo ignoro.

Ella corre hacia nosotros con la tabla bajo el brazo. Parece una niña. Hasta que volvemos a la habitación y deja de parecerlo.

 

 

 

Me van a matar. Es irremediable. Algo habré hecho.

Con Gloria decidimos abandonar la pensión e instalarnos en una caseta en la comunidad del Panta.

Gloria jugaba a ser una mujer y yo me sentía un hombre. El Panta me miraba con preocupación pero no me decía nada. Su filosofía de vida se lo impedía. Años después me enteré de que fue uno de los miembros fundadores de la secta de El Progreso. Era demasiado heterodoxo y libre como para permanecer en el rebaño, aunque fuera un rebaño lúcido y libre. Sostenía, según me explicaría antes de mi fuga, que creía firmemente en la flexibilidad, en la negación de todo lo que sea rígido, se alejó de lo mundano para hacer surf cada día, y de esa manera estar en el mundo sin darse cuenta, como una gota que cae sin rozar a las demás en una lluvia de primavera.

«¿Te das cuenta de las terribles metáforas que tengo que inventarme para explicar lo inefable?». Y me daba un abrazo. «A veces pienso que los capullos de El Nacional tienen razón y que hagas lo que hagas nunca podrás escapar de tu destino». Y decíamos a coro, para espantar sospechas tan peligrosas, exagerando las vocales:

-¡El yuyu! ¡El yuyu!

Y nos íbamos a surfear. El mar como antídoto. La alegría como escudo.

Pero nada de eso impidió que el día que volvía a la pensión para recoger mis cosas un Taunus ominoso me interceptara y que el enano, después de voltearme de un culatazo, me dijera:

-Estás detenido por violación de menores.

Otro culatazo me mandó a un mundo silencioso y oscuro, del que salí cuando abrí los ojos amarrado a una vieja silla de madera en un calabozo iluminado por una terrible luz que pendía sobre mi cabeza.

Tirados en el suelo estaban Luis y Karlos, o lo que quedaba de ellos. Apenas respiraban pero no se si eso era estar vivos.

Estaba también el enano, que me mostró unos papeles.

-Acá están las declaraciones de los testigos. Según parece secuestraste a la hija del occiso Ramos y te la llevaste a tu cuarto de la pensión y se la entregaste a tus amigos para una bacanal de sexo y cocaína.

-¡Barragán!- bramó el enano-. Libere para siempre a los testigos.

Barragán eludió mirame y con el tercero en discordia arrastraron los cuerpos de mis amigos y me dejaron solo con el enano.

-No ha sido bueno para tu salud cogerte a la piba- me dice el enano-. A mí me correspondía, o no sabés que en este pueblo si matás a alguien te quedás con todas sus pertenencias.

Me pega un culatazo en la cara.

-Pensá que en otras épocas había que comérselo.

-Se te hubiera complicado ese trámite, enano. Ramos era demasiado grande para tu tamaño.

Una cachetada en la cara.

-La metiste donde no debías, boludo.

No me resistí al sarcasmo, era mi única defensa, además, me la puso en bandeja:

-La metí donde vos no llegabas.-  Me pegó otro culatazo.

-Sabés qué, hijo de puta, pensaba matarte sin más- se bajó el pantalón-. Pero ahora te voy a hacer lo que vos le hiciste a ella.

-Tendrás que subirte a un banquito, enano.

Apretó los puños, acercó su cara a la mía, sabía que lo haría, tipos como ese necesitan odiarte de cerca.

-Ahora vas a ver, hijo de…

Un frentazo dado con toda la fuerza que me quedaba le partió al nariz y lo interrumpió, cayó para atrás, la sangre me llegó a los labios e hizo un bello arco de gotas rojas mientras caía en cámara lenta. Si no se desmayaba, si se recuperaba enseguida, yo estaba perdido, todo dependía de lo certero de mi golpe y de la forma de su caída.

Golpeó con la nuca y perdió el sentido. La itaka se disparó y reventó la luz. Trozos de la bombilla cayeron como pequeñas espinas de cristal sobre mi cara. Me puse de pie, levantando la silla conmigo y salté, al caer, con todo mi peso encima, la vieja silla se partió y pude soltarme. No esperé a que el enano reaccionara. Cuando abrí la puerta, Barragán me echó a un lado y le pegó un tiro al enano en la cara.

-A veces la gente simplemente se muere- me dijo Barragán-. O se suicida, ¿no es cierto, Gómez?

-Es cierto- respondió Gómez-. El Cabo andaba muy deprimido últimamente.

Barragán aprovechó la situación, hacía tiempo que no soportaba la deriva enloquecida del enano y que no estaba de acuerdo con los procedimientos, además, se rumoreaba que el gobierno legalizaría las drogas y la prostitución por lo que Kokoro por fin dejaría de depender de esa lacras y podría ser una ciudad decente. También ayudó que hubiera seguido mi consejo y que se hubiera atrevido a regalarle un ramo de flores a la Eleuteria que estaba esperando alguna señal desde hacía demasiado tiempo. Gloria colaboró entregándole a Barragán la furgoneta de su padre cargada con la mejor coca de la costa, que Barragán liquidó el fin de semana previo a la legalización. Con el dinero se compró la casa en que viviría los próximos veinte años con la Eleuteria y un prestigio que con el tiempo lo llevaría a ser el alcalde electo más longevo de la República.

Luis y Karlos se recuperaron en la comuna del Panta, donde los había llevado Barragán. Se marcharon una madrugada sin despedirse, se sentían avergonzados, aunque yo jamás los había acusado de nada. Pero el hecho de que hubieran claudicado y que yo en cambio me hubiera enfrentado al enano los avergonzaba tanto que tuvieron que huir amparados por la oscura niebla que todo lo cubría anunciando el calor infernal del verano.

Con la desaparición de la furgoneta y de mi bolsita, pude al fin, después de dos semanas, dormir y acabarle adentro a Gloria. Pero algo se había quebrado en mí. Algo que me impedía disfrutar del mar o de mi mujer, porque así la consideraba y así se definía ella. Cada vez que intentaba expresarlo en palabras me salían metáforas peores que las del Panta. Ni siquiera las charlas agotadoras en los bares de las sectas sirvieron para iluminarme un poco. Me sentía apesadumbrado, como si una carga muy pesada me hundiera la espalda. Entones, la primer mañana de otoño, iluminada por los relámpagos que se cruzaban amenazantes y bellos en el cielo, Gloria me dijo que estaba embarazada.

Con su panza hinchada de casi 38 semanas parece una niña traviesa que se hubiera comido una lechona. Es una barbaridad, pero es una broma que le hacemos con frecuencia con el Panta. Eleuteria nos reprende porque dice que esas cosas no se le dicen a una embarazada, que una mujer es una mujer, «y más si es una niña», agrega con una lógica tan extraña que nos deja convencidos y desconcertados. Sin embargo, sigue siendo una niña cabeza dura que se enoja conmigo si le reprocho que en su estado no debería ni siquiera intentar pararse en el tablón. Me grita llena de furia: «¡No sos mi padre!», con el mismo tono con el que le debió gritar al difunto Ramos: «¡Ya no sos nadie para mandarme!». Así que esa mañana, como todas las mañanas, se fue a la playa arrastrando el tablón en el carrito que nos dejó el Panta para no hacer ninguna fuerza inútil. Lo que no hizo fue volver a la hora acostumbrada, en la que yo terminaba el infinito desayuno que contribuía a alimentarla a ella y al bebé. Cuando entró el Panta y me miró con esa cara me di cuenta de que algo andaba mal. Fue directo al grano para evitarme especulaciones dolorosas:

-Se cayó y el tablón le golpeó el vientre. Tiene mucha perdida.- Me quedé congelado. Ciego.

-Está en la orilla. No sabemos qué hacer.

Corrí desesperado; adivinando el mundo que me rodeaba. Estaba tendida con la cabeza apoyada en las piernas de Barragán, que se estaba fumando un fino mañanero con el Panta cuando pasó todo.

-Quedate tranquilo que ya fueron a buscar a la Eleuteria-me dijo, como si en esas palabras hubiera un secreto consuelo.

Intenté disimular la furia que sentía. Gloria lo notó porque no quise mirarla.

-Ayudame ahora-me dijo-. Aunque sea por tu hijo y castigame después si querés. Tragué saliva e hice un esfuerzo.

-No digas tonterías, boba-le acaricié la cara-. Todo va a a salir bien. Me puse pálido cuando vi la sangre corriendo por su pierna.

Por suerte uno de los filósofos de El Progreso estaba paseando por la playa y se acercó al darse cuenta de que lo único que hacíamos era esperar.

Tanto daba que fuera al destino o a la Eleuteria, parecíamos ciegos acólitos de las doctrinas defendidas por los habitúes de El Nacional.

-Perdón que me meta. ¿Y si la acostamos en el tablón y la llevamos al hospital en mi camioneta?

Ninguno dudó ni titubeó. La cargamos en la caja y arrancamos levantando polvo. A los quince minutos entrábamos en Urgencias cargando un tablón con mi mujer y mi niño goteando sangre.

El médico fue escueto.

-Lamento informarle que el feto no muestra señales vitales.

Me abracé al Panta. Desde que Gloria me anunció el embarazo todo había cambiado en mi vida. En cierto sentido había descubierto a una persona diferente, un tipo comprometido y enamorado que por fin tenía un objetivo. Dormía como un niño porque el egoísmo había desaparecido. Ahora, como en un bucle, estábamos como antes. Un sabor amargo me invadía la boca y me quemaba las manos. Cuando el médico terminó de hablar agradecí que Gloria no estuviera presente porque seguro que habría visto a una niña imprudente y asustada y no a una mujer dura y segura de sí misma. Una mujer que hubiera superado sus necesidades básicas y estúpidamente lúdicas, como surfear, para elegir una conducta más prudente. Una inconsciente que jugaba a la embarazada y que vivía su futura maternidad como si fuera un simple juego de muñecas, algo divertido, pero no tan trascendente como para cambiarle la vida.

-Lo siento, amigo- me dijo el médico, estuvo a punto de apoyarme la mano en el hombro, pero se contuvo-. Eso no es todo. El golpe movió la placenta y por ahora es imposible extraer el feto.

¡El feto! ¡Vaya manera de referirse a un ser vivo! A un ser vivo procreado con todo el amor del mundo. El Panta me paró el puño cerrado cuando salía dirigido a la cara del médico, que siguió hablando como si no pasara nada.

-Habrá que esperar un tiempo prudencial y llegado el caso arriesgarnos a abrirla para sacárselo.

Y agregó, como si fuera necesario:

-Ojalá no lleguemos a ese extremo porque entonces podría peligrar la vida de la madre.- «Llámela Gloria, simplemente. Esa niña ya no es madre de nadie», pensé.

Tuve veinte años para arrepentirme cada día, cada hora, de mis actos. Le echaba a ella la culpa de todo. A su inmadurez, a su cabezonería infantil. Yo me mantenía al margen. Yo había cambiado, había elegido ser un padre responsable y feliz. Yo le preparaba el desayuno y las comidas. La alimentaba y le cantaba y la hacía reír. Yo estaba pendiente  de ella mientras ella se dedicaba a comer, a quejarse, a mearse en la cama. Ella lloraba en las noches cuando me creía dormido. Así que me convencí que de alguna manera lo había hecho a propósito. Que había provocado el accidente para quitarse un peso de encima. Me veo reprochándole todo a una niña indefensa, herida, que cargaba en su vientre un niño perfecto, deshaciéndose en el líquido en que había nadado como un pez, y no puedo soportarlo. Hace veinte años que me odio cada día, que me castigo cada día. Por eso he vuelto a Kokoro, como el asesino que vuelve al lugar del crimen a pedirle perdón a la víctima, aunque sea inútil, aunque la víctima no pueda escucharlo porque desde el momento en que la vida le fue arrebatada su conciencia comenzó a pudrirse.

-Todos estos años he sido un fantasma, Panta- le dije la primera noche de mi regreso. Había hecho un gran fuego. Me sorprendió que no me invitara a fumar.

-Lo he dejado. Mi vida es más simple que nunca. Sólo surfeo.- No hubo un reproche. Apenas me vio me reconoció y me sonrió.

-Llegaste a tiempo para ser testigo del final de todas las historias- me dijo, iluminado por el fuego que parecía puro resplandor de estrella muertas-. El volcán está avisando desde hace un par de años. No hay nada que hacer, dicen. Habrá que abandonar el pueblo porque va a explotar acabando con toda la vida. Cubriendo todo el pasado y el presente con lava. Quemando los recuerdos y abrazando al amor y a los deseos con ese hermoso fuego del infierno.

El ruido de las olas rompiendo y el crepitar de la madera eran un extraño arrullo que me hacía entrecerrar los ojos.

-Las sectas debaten sobre lo que tenemos que hacer, según unos; o sobre lo que tendríamos que hacer, según otros. A mi me da igual. Yo ya he tomado una decisión.

-¿Y cuál es, Panta?

-La misma que tomé hace cuarenta años atrás. Surfear lo que me quede de vida. No hablamos más en toda la noche.

Al amanecer los rescoldos de la gran fogata apenas nos calentaban.

-No tiene sentido que hagas nada. Total el volcán lo solucionará todo.

-No Panta-le dije-. En eso estás equivocado. El volcán soy yo, hermano. Me miró haciéndose el sorprendido

-El fuego que devastará Kokoro.

Nos reímos, las palabras que expresan lo inefable sonaban tan cursis como siempre.

 

 

Al principio fue el gas. El olor que hacía imposible respirar. Después las explosiones. Nadie veía nada. Ni un resplandor. Pero todos las oíamos. Después la lava. Pequeños riachos ardientes que hacían el mismo ruido que millones de serpientes asesinas. Barragán ordenó la evacuación. El ejército cargó a los rezagados y a los necios en camiones. La gente no estaba convencida del todo. A nadie le parecía que la situación pudiera ser tan grave como la pintaba la prensa y los científicos. Un éxodo de cientos de coches y camionetas y carros tirados por mulas abandonaba el pueblo. La gente se llevaba todo lo que podía. Las viejas sentadas en las cajas de los camiones se abrazaban a sus pertenencias más queridas. Nadie lloraba porque todos pensaban regresar. Está vez el volcán no los tomaría por sorpresa como en el 63. Esta vez no moriría nadie porque a nadie se dejaría atrás. Las sectas, antes de marcharse se enfrentaron por última vez en la calle que separaba los dos bares. Nadie dijo nada. Sobraban las palabras. Se abrazaron los unos con los otros y pactaron nuevos debates. Firmaron una declaración final que conformaba a todos. «Esto no demuestra nada», decía el papel garabateado con tinta verde.

Yo me escondí en la caseta del Panta. El Panta se quedaba. Barragán había ordenado que lo dejaran en paz. Los viejos amigos se dieron la mano y se sonrieron. El Panta le regaló las gallinas que la Eleuteria metía en cajas de cartón. Antes de irse le dijo al Panta: «Decile a tu amigo que ya sabe lo que tiene que hacer».

El cielo estaba negro al mediodía. Lo acompañé a la playa. La furia del volcán despertaba la furia del mar.

-¡Mirá que olas, hermano!- me dijo y me abrazó y se fue con la gun que no usaba desde hacía años bajo el brazo. Me lo había explicado una tarde de tormenta.

-Cuando hay olas grandes me olvido que soy un viejo y saco esta tabla. La llamamos gun y nació para las olas grandes. Usarla sin sentido es profanarla.

Gun como pistola- le dije.

Gun como pistola!- le grité. No me escuchó. No quise mirarlo. Le di la espalda y fui hacia el volcán, que había detenido las pequeñas explosiones y que parecía un monstruo prehistórico conteniendo el aliento para el ataque definitivo.

Me dirigí a la caseta donde vivía Gloria.

-Va a estar ahí. No se va a ir-me dijo la Eleuteria cuando le conté mis planes-. Desde que la abandonaste todos supimos que no se iría jamás de aquí. A las dos semanas se produjo un milagro y se movió la placenta. Parió un niño hermoso. Delicado. Perfecto.

Hizo una pausa.

-Pero vos ya te habías ido

Cada palabra era una brasa que me mordía la carne, buscando el hueso.

-Nació con los ojos abiertos-me dijo-. Por eso creo que ella hizo lo que hizo.

Mientras subo debajo de una lluvia de fuego por el sendero cubierto de cenizas, rodeado por la vegetación imponente que comienza a arder, imagino a una niña desesperada, abandonada por el hombre al que amaba, devastada por la culpa, ella que era la más inocente de todos, clavándose las tijeras de la Eleuteria en los ojos para no ver nunca más lo que a su niño le había sido negado.

Gloria vive sola, en una caseta en el bosque lindero con el cráter.

-¡Ya voy Gloria!-digo en voz alta-. ¡No lograras detenerme!- le grito al volcán que está a punto de explotar-. ¡No lograrás matar a un hombre que por fin vive después de tantos años de estar muerto!

El volcán me ignora y explota. Y el fuego arrasa Kokoro.

Yo lo atravieso.

Tengo que ver a Gloria.

 

Escribe Gabriel Bertotti

Gabriel Bertotti nació en Bahía Blanca en 1963. Ha publicado los libros de relatos La aventura ausente (2010) y Los techos de agua (2015); la novela Luna Negra (2012) y las crónicas de Margen Críitico (2017). Sus últimos relatos han aparecido en la Revista 27. Escribe un post infinito en FB https://www.facebook.com/luna.negra.3766952

Para continuar...

El Saxofonista y Lucifer

Sebastián Trujillo (¿Quizás más narrativo que nunca?) comparte esta historia sobre recelos, talentos e imposibilidades de la noche. Ilustra José Bejarano.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *