Dibujo: Lucas Iranzi

Inglés

Un cuento sobre el comienzo de la Guerra de Malvinas y ciertas paranoias sin domesticar.

Cuando se desató la guerra de Malvinas yo estaba en casa de Ana, mi novia, haciendo el amor. Lo recuerdo muy bien porque después de terminar, Ana se levantó de la cama y prendió la radio, que era lo que siempre hacía cuando terminábamos, y ahí nos enteramos de que la Argentina entraba en guerra con Inglaterra. Recuerdo que Ana se puso a llorar porque le daba miedo que los ingleses invadieran el país. Le pedí que se tranquilizara y le dije que los ingleses no invadirían el país ni ninguna ciudad y que esta era una guerra para recuperar la soberanía de las islas. Ana dijo que aun así tenía miedo. Entonces yo la abracé y prometí protegerla de cualquier inglés que anduviera por ahí. 

Tres semanas después del inicio de la guerra estábamos con Ana en un supermercado y vimos a un inglés. Ana lo reconoció enseguida. 

—Hugo —me dijo—, me parece que aquel es un inglés. 

Yo me di vuelta para mirar al tipo que acababa de entrar y no noté nada de inglés en él, incluso me pareció reconocerlo de algún lado. 

—No, Ana —le dije—. No me parece un inglés. 

—Te digo que es un inglés —insistía Ana—. Andá y preguntále algo, vas a ver que es un inglés. 

Me parecía una estupidez que yo fuera a hablar con el tipo para saber si era inglés o no, además yo estaba seguro de que no era. 

—No es un inglés —dije—, yo lo conozco, lo he visto venir varias veces al supermercado. 

—¿Pero alguna vez hablaste con él? —quiso saber. 

—Nunca. 

—¿Entonces cómo estás tan seguro de que no es un inglés? Podría ser un inglés encubierto. Escuché en la radio que los ingleses andan de civiles y que se mezclan con la gente para estudiar el comportamiento de los argentinos. 

—¿El comportamiento de los argentinos? —pregunté. 

—Sí, nos estudian para saber cómo nos comportamos, así se les hace más fácil vencernos en la guerra. 

—¿Dónde escuchaste eso? 

—En la radio —dijo y se puso a guardar las compras. 

Yo estudiaba al supuesto inglés: llevaba una campera marrón y unos zapatos de cuero también marrones, parecía más un texano —si no fuera por la ausencia de sombrero— que un inglés. A lo mejor no es inglés y es un yanqui, pensé. Los gringos son aliados de los ingleses. No sería la primera guerra en la que coparticipan y cuidan mutuamente sus intereses. 

Saqué una pastilla de menta y me la eché en la boca. Vi cómo el posible Inglés se metía entre la góndola de comida enlatada, después lo vi tomar una lata de conserva y estudiarla con detenimiento. Tomó unas diez latas más y las tiró adentro del carrito. Ana me miró, después miró para el lado del inglés: 

—Está comprando provisiones —dijo. 

—Diez latas no son provisiones —argumenté. 

—Diez latas alcanzan para alimentar a un grupo de cinco —dijo—. A lo mejor tiene rehenes. 

Volví a mirar para la góndola donde estaba el inglés: seguía eligiendo comida enlatada. Besé a Ana en la frente y le dije que se tranquilizara, que estaba seguro de que ese tipo no era un inglés. Ana dijo que no podía sacarse la idea de la cabeza. 

—Vos sabés, Hugo, —dijo— que yo tengo un sexto sentido para estas cosas. 

Cuando llegamos a casa (durante la primera semana de la guerra nos habíamos mudado juntos a un departamento del barrio Pichincha), Ana me dijo que estaba segura de que aquel tipo del supermercado era un inglés y que si volvía a verlo por el barrio ella misma se iba a encargar de avisarle a la policía. Le dije que no se precipitara, que a lo mejor el tipo no era un inglés y que, en ese caso, ella iba a quedar como una loquita de la guerra. Prefiero quedar como una loquita de la guerra y no como un cadáver, me dijo, y prendió el televisor y se puso a preparar la cena. Yo me senté en el sillón, prendí un cigarrillo y me puse a pensar en todo ese asunto de la guerra y del supuesto inglés que habíamos visto. A lo mejor era como decía Ana y los ingleses andaban entre nosotros. A lo mejor no. Por otra parte, cuando se enteró de lo de la guerra, Ana se puso muy nerviosa; es posible que estuviera algo paranoica y que viera ingleses en todos lados. Recuerdo que mucha gente veía ingleses por todos lados en ese tiempo, por el año ochenta y dos y ochenta y tres y hasta comienzos del ochenta y cuatro. Lo importante era mantener la cabeza fría y no caer en ese juego que se parecía más a una inquisición que a un acto deliberado. 

Cenamos con la televisión encendida viendo las repercusiones de la guerra. Era una guerra fácil decían. Los ingleses no se adaptarían a estas tierras, además el argentino es un bicho fuerte y nada se compara a la fuerza de nuestros hombres: esos pibes chaqueños y jujeños que están acostumbrados a vivir en condiciones extremas; para ellos una guerra es un juego de chicos. 

Apagamos el televisor y nos fuimos a la cama; Ana había conseguido sacarse por un momento el asunto del inglés de la cabeza y esa noche hicimos el amor y estuvimos escuchando radio hasta muy tarde. A la mañana siguiente, cuando desperté, Ana me dijo que habíamos hundido un barco. 

—Nosotros —dijo— los argentinos… hundimos un barco. 

Me senté a la mesa y Ana me preparó una taza de café y me pasó una edición matutina del diario. Leí el encabezado: ¡Hundimos un barco! 

—Parece que estamos ganando, Hugo —me dijo. 

Tomé un trago de café y dejé el diario sobre la mesa. 

—El diario dice que es cuestión de tiempo para que los ingleses abandonen la isla —seguía Ana. 

—Esperemos que todo termine pronto —dije y me levanté de la mesa y le di un beso. Antes de marcharme le dije a Ana que si notaba algo extraño, que me llamara al trabajo. Me dijo que lo haría. 

En el trabajo les comenté a Roberto y a Carlos el tema del inglés. Roberto me dijo que todo era posible y que los ingleses eran muy inteligentes y aplicados. 

—¿Pero vos creés entonces que ese tipo es un inglés? —pregunté. 

—Yo creo que sí —dijo Roberto. 

—¿Y vos? —le pregunté a Carlos. 

—No sé —dijo—, tendría que verlo. Pero si vos decís que compraba latas de conserva puede ser que sí. A los ingleses les gusta mucho ese tipo de comida. 

—Lo importante es que ya lo tenés identificado —dijo Roberto— y el tipo no se va a hacer el loco porque sabe que lo vieron. 

—Él no vio que yo lo estaba mirando —dije. 

—Si es un espía, como creemos que es, hasta habrá tenido tiempo de leerte los labios cuando hablabas con Ana. 

Carlos se rió: 

—No sé si tanto —dijo—, pero que se dio cuenta de que lo espiabas, seguro. 

Cuando llegué a casa Ana me dijo que había estado preocupada porque había visto al inglés merodear por el barrio. 

—Se puso ahí, Hugo —me dijo, mostrándome por la ventana la vereda de enfrente— y no dejaba de mirar para la casa; entonces llamé a la policía y le dije que había visto a alguien sospechoso y a los cinco minutos apareció la policía y le pidió los documentos y después lo dejaron ir. 

—¿Le dijiste a la policía que era un inglés? 

—No, porque vos dijiste que no lo hiciera. 

—¿Por qué no me llamaste? 

—No quería molestarte porque sé que te fastidia el asunto del inglés. 

—Tendrías que haberlo hecho… hablé con Carlos y Roberto, les conté la historia y ellos también piensan que el tipo es un inglés. 

—¡Te dije! —gritó Ana. 

—Roberto piensa que el tipo nos puede estar siguiendo porque descubrimos que es un espía. 

Entonces Ana se puso a llorar. 

—Pero vos dijiste que lo conocías, Hugo… 

—Si, pero nunca hablé con él. 

—¿Y si nos mata? ¿Eh? Será mejor que nos cambiemos de barrio. 

Abracé a Ana y le dije que se quedara tranquila, que el tipo no nos haría nada y que seguramente lo de la policía le habría servido de escarmiento. 

Dos días después de aquella escena volvimos a encontrarnos con el inglés, y esta vez, a diferencia de la primera, no me quedó ningún tipo de dudas de que aquel sujeto era realmente un inglés. Incluso le noté modales de inglés que antes no le había notado; la forma de caminar, por ejemplo, y de mirar: miraba con desprecio como si nos tuviera asco. 

—Ahí está —dijo Ana tomándome del brazo. 

—Quedáte acá —le dije. 

Ana comenzó a temblar, me apretaba el brazo con violencia y temblaba. 

El inglés nos clavó la mirada. 

Entonces… la inquisición, la caza de brujas: 

—¡Che, inglés! —gritó Ana— ¡inglés, por qué no te volvés a tu país! 

La gente comenzó a darse vuelta. El tipo miró a Ana, parecía no entender que se dirigía a él. 

—Sí… vos, inglés… no te hagás el zonzo, ¿por qué no te volvés a tu país? 

Uno de los que estaban al lado mío me preguntó si el hombre era un inglés. 

—Sí —dije—. Es un inglés hijo de puta, que viene a acá para estudiarnos. 

—¿A estudiarnos? 

—Sí. Escuché en la radio que estos hijos de puta se hacen pasar por civiles para sacarnos información. 

La gente comenzó a alborotarse. Ahora todos le gritaban cosas al inglés: 

—¡Hijo de puta! —gritó uno. 

—¡Pirata! —gritó otro, y enseguida voló una lata de atún que fue a parar al la panza del inglés, que se arrodilló tomándose el vientre con las manos, como si estuviera haciéndose un haraquiri. Entonces alguien saltó sobre él y lo hizo caer al suelo, y la gente empezó a golpearlo… y le pegaban y lo escupían y le gritaban que se fuera a su país, que las Malvinas eran argentinas. El inglés no hacía nada para defenderse. Entonces yo también me acerqué y le di una buena patada en las costillas y el inglés dio un gritito de dolor. 

—Eso te pasa por sucio inglés —le dije y le volví a dar otra patada, esta vez cerca de la oreja. 

El inglés empezaba a sangrar. 

—¡Revísenle si trae identificación! —gritó uno. 

Entonces le empezaron a revisar los bolsillos de la campera y del pantalón y le sacaron una buena suma de dinero y los documentos. 

—Acá dice que nació en Bahía Blanca —Dijo el que le había quitado los documentos. 

—A ver —pidió uno. 

—Puede estar falsificado —dijo alguien del montón. 

—Pedile que cante el himno —gritó otro. 

—A ver, inglesito —dije—. Cantáte el himno argentino. 

El inglés me miró con ojos de loco, parecía que en cualquier momento iba a empezar a gritar. 

—¡Dale, cantá! —dijo uno y le dio otra patada para animarlo. 

El inglés escupió un chorrito de sangre y nos miró a todos y se detuvo en Ana. 

Entonces la caza llegó a su fin: 

—¿Por qué me hacés esto, Ana? —dijo y se puso a cantar.

Escribe Sebastián González

Hablar de uno nunca es fácil. Supongo que habría que empezar por el lugar de nacimiento, la fecha y esas cosas. O tal vez se podría obviar y simplemente mencionar el acontecimiento más importante de mi vida, que sería (se cae de maduro): nacer. O tal vez no. En todo caso nací en Gualeguaychú, la llamada “capital del carnaval” para los espíritus alegres, y la llamada “ciudad de los poetas” para los espíritus más melancólicos. ¿El año? Mil novecientos ochenta y cinco. Lo demás es un largo bostezo que intento suprimir con la escritura. A veces tengo suerte y consigo que algunos de mis escritos integren libros de antología, formen una novela o un libro de cuentos. A veces no.

Para continuar...

El fantasma verde 5

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