Marcelo Zabaloy describe su experiencia en la 46ta Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Ilustra María Lublin.
Fui a la Feria del Libro acreditado como colaborador de la Revista Colofón y por consiguiente no tuve que hacer cola ni por supuesto abonar la entrada. Una señorita sumamente amable me recibió con una sonrisa y me entregó la credencial en dos minutos. Hacía dos años que no iba a Buenos Aires y la encontré hermosa. La tarde tibia y esa lenta lluvia ocre desde los plátanos, las plazas bien cuidadas, la quietud del sábado a la tarde y la sonrisa de bienvenida de la señorita que me extendió la credencial me predispusieron bien.
Una vez adentro recorrí uno tras otro los distintos pabellones en medio de una enorme cantidad de gente de todas las edades; vi muchas delegaciones escolares con niños y jóvenes mirando con sorpresa y atención los libros desplegados en stands especialmente armados para atraer sus ojos nuevos. No sufrí empujones ni codazos. No escuché gritos ni improperios. La circulación era fluida y las indicaciones de los carteles bien visibles, incluso para mí.
Todo lo que tenía previsto ver lo encontré sin dificultad e incluso asistí a una sola presentación, la de Eufemismos, un libro escrito por una sobrina mía, Ana Negri, que vive en México desde que sus padres se exiliaron en el 76. En ese libro leí cosas que creía haber olvidado y otras que termino, muy tarde, de descubrir. En uno de esos puestos de libros usados, como siempre se dijo y que un nuevo léxico se empeña en llamar ‘de viejo’ como a las despensas del barrio se les dice ‘negocios de cercanía’ –obvios eufemismos bien en contexto– encontré dos libros de Marechal y un ensayo sobre Lugones todo por trescientos pesos. Y como si eso fuese poco un ejemplar usado de Por favor, ¡plágienme1, de Laiseca por el que entregué tres monedas de cien pesos. Laiseca se hubiese puesto furioso.
En el stand de El cuenco de plata observé con orgullo los libros de Joyce y me compré dos de Enrique Symns que había prestado hace años y que desde luego jamás recuperé: La banda de los chacales y El señor de los venenos.
En uno de los muchos bares de la Feria del Libro charlamos con Lucas Iranzi de todo un poco. Me comprometí a escribir algo para Bloomsday y después, muy zorramente, quise convencerlo de publicar unas reseñas mías sobre el célebre escritor pringlense pero no lo conseguí y cuando lo vi bostezar discretamente me puse de pie y lo dejé ir.
Me maravilló la posibilidad, que ya concreté, de mandar a imprimir por el sistema Livriz, de Docuprint, tres ejemplares de Odiseo que fueron recibidos en pocos días en Montevideo, en Ciudad de México y en Bilbao por un precio mucho menor al que me hubiese costado mandar desde aquí, por correo, los tres libros a los destinatarios.
He visto gente haciendo cola para que autoras y autores de renombre les firmen sus ejemplares recién comprados y vi a todos muy contentos, libreros, autores y lectores. Y me imaginé la comprensible desilusión de los escritores a quienes nadie les pide nunca que le firmen un libro. Y me figuré ese prejuicio de los escritores recelosos que dicen que quien vende mucho escribe libros ligeros.
Escuché algunos rezongos; supe de un discurso inaugural de un intelectual que criticó en la cara a quienes le dieron el micrófono; busqué defectos evidentes y la verdad es que yo, que tengo una facilidad tremenda para ver los defectos ajenos y disimular los propios, no vi ninguno.
Me fui feliz y contento, solo como loco malo. Me leí primero el libro de Laiseca y después los dos de Symns. Todavía sonrío y tengo un nudo inmenso en el cerebro. Todo como producto de la Feria del Libro.