La red

Un cuento sobre las redes que se establecen en la mente de un zombie. Ilustración María Lublin. 

En este barrio soy el único que queda, o uno de los pocos que quedamos. Eso pienso, pero no puede ser, aunque hace meses que no veo a otro igual a mí. Tal vez nos mantengan aislados para que no nos comuniquemos. Son unos hijos de puta. Me conservan así para que cumpla ciertas tareas porque ellos no tienen funciones propias, no tienen cuerpo, brazos, piernas. O sí, en una de esas tienen pero son microscópicos y, por esto, no pueden abrir una puerta o fumar un pucho. Lo que hacen es meterse adentro de uno, despojarte de energía y después, rápido por la sangre, se mueven hasta el cerebro, se alojan allí y te dominan para siempre.

No sé qué es preferible, si estar así de esta manera repugnante, ser uno de ellos o estar en estado cataléptico encerrado en los corrales esperando que venga alguno a arrancarte los sesos a mordiscos.  Así nos tienen, a unos como esclavos, a otros como ganado. Los que mandan no están mejor; no se cambian la ropa, no se bañan, no se cortan el pelo, ni las uñas, la mirada perdida, no hablan, no ríen, caminan con la boca entreabierta y ese hilo de baba que les cuelga. Los veo así y no puedo creer que ellos sean los que nos dominan, los que nos dominaron con tanta facilidad.

Pero ellos no son ellos. Parece que son otros como nosotros pero no, fueron otros ellos los que los pusieron en posiciones dominantes, como a Gutiérrez. Una especie de muerto vivo que los tiene metidos en el cerebro —no sé a cuántos tiene— y lo que hace es mantenerse con vida para que ellos vivan. Yo también los tengo adentro, estoy seguro, pero me mantienen en forma para que haga el trabajo físico. En cambio, los Gutiérrez actúan como portadores. Ellos, los que son portados, son una inteligencia suprema, una red de súper neuronas que se multiplican y perfeccionan en cada versión. Mutan, cambian, no tienen patrones de conducta. Se comunican por algún medio desconocido para nosotros. Sí, eso, tal vez sean una inteligencia única. Billones y billones de súper neuronas interconectadas en una red que, acaso, se hayan apropiado de la galaxia, del universo.

Por eso mismo la estoy pasando mal. Rodeado por estos muertos vivos que son capaces de abrirte el cráneo de un hachazo y comerte a dentelladas los sesos, que es lo más tierno que tenemos.

Ayer vi a Gutiérrez hacer eso. Me di cuenta de que tenía hambre porque comenzó a temblar, que es lo que hacen estos mierdas cuando están famélicos. Gutiérrez era el que tenía hambre, no los que lo parasitaban. Creo que ellos detestan el hambre y cualquier función biológica, pero no pueden evitar que sus huéspedes atiendan estos requerimientos dado que los necesitan vivos, como todo parásito a su víctima.

Ayer fue cuando Gutiérrez empezó a temblar y a agitar los brazos como si tuviera espasmos y se acercó al corral caminando con dificultad dominado por esas convulsiones, hasta que logró ponerse detrás del primero de los que espera en la manga para entrar a las salas de faena y ahí nomás lo acogotó con el cepo y le descerrajó un golpe con el hacha, una que tienen siempre a mano apoyada contra un poste.

Espero que nunca se vean obligados a oír el ruido que hace un cráneo al ser impactado por una herramienta así. Es una mezcla de ruido sordo, como si el golpe hubiera sido dado contra un tronco de árbol verde y a la vez hace un ¡crac! que hiela la sangre. El hombre —¿hombre?— quedó con los brazos abiertos y la cabeza hendida. Gutiérrez levantó el hacha por segunda vez, siempre sacudido por los espasmos que pareció intentar refrenar mientras calculaba el golpe para acertar en un lugar preciso y por fin, dejó que cayera sobre la nuca.

Resulta desagradable relatar estos acontecimientos, pero me obligo a hacerlo para que quede un testimonio de cómo se extinguió el homo sapiens. Claro que ellos saben que lo estoy haciendo y, si me dejan es porque no les importa o porque nadie lo va a leer jamás.

Nunca me habría imaginado ver a Gutiérrez devorando los sesos de un cráneo recién partido arrancando pedazos con los dedos. Fuimos compañeros de trabajo por años y siempre fue un tipo pacífico, padre de dos nenas, simpático y ahora, al verlo así de brutal, comprendo que no es él. Los hijos de puta se alojaron en su cerebro, taladraron un agujero hasta el tálamo y, desde allí dominaron las funciones del hombre transformándolo en esta bestia que sólo atiende las necesidades de ellos; su cuerpo mismo se sirve de otros cuerpos que permanecen en estado de trance hipnótico, incapaces de hacer el menor movimiento por propia voluntad.

Supongo que algunos estamos vivos porque no quieren liquidar la especie, nos necesitan, quieren que un porcentaje siga con vida para que les sirvamos de alimento. Si morimos; mueren ellos. Entonces algunos, yo, seguimos con vida, esclavos y cultivo esencial. Todavía, en ciertas ciudades hay quienes se niegan a aceptar que fuimos colonizados y participan en marchas de protesta multitudinarias. Eso es lo que esperan ellos para expandir su dominio. Vinieron para quedarse, vieron y vencieron.

Escribe Orlando Espósito

Orlando Espósito nació en Banfield, provincia de Buenos Aires, en 1946. Es padre de cuatro hijos. Fue fotógrafo, librero, distribuidor de maquinaria para la industria gráfica y gerente comercial en empresas de desarrollo de software desde que esta industria dio los primeros pasos. Durante años se ocupó de la explotación de una granja ganadera situada cerca de Fuerte San Javier, en la Patagonia Norte. Viajero, apasionado por las letras desde su adolescencia, hoy vive en Buenos Aires y se dedica de lleno a escribir.

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El fantasma verde 5

Todos contentos: Lena la llamaba «le pâtisserie», el Flaco «la confi» y los ministros de la iglesia mormona «the bakery», la cuestión era que el barrio entero desfilaba para comprar los productos que salían del horno de Doña Tota

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