Un pequeño recorrido por la tradición canina como cuestión de Estado. Dibujo: María Lublin.
El presidente, como otros, tiene un perro. El perro es fino, como suelen ser los perros de los presidentes porque los señores no tienen perros del montón, perros pulguientos, mordidos, piojosos y desnutridos. No tienen perros mestizos como esos típicos pichichos un tercio collie, un tercio ovejero y un tercio dogo que corren libremente por los pueblos en persecución de un felino o un cuis de buen peso. No señor, ellos tienen fox terriers, teckels, huskies, collies o border collies. Supongo que un presidente debe tener este tipo de perros y no puede ser visto con un chucho, un podenco o un burdo tuso mistongo.
El perro de un presidente no dice del presidente menos de lo que el presidente dice de su perro. Es increíble puesto que los perros no leen ni escriben. Los pobres no pueden responder por lo que de ellos se escribe o se dice. Posiblemente todo este tipo de exhibiciones tiene como objetivo construir -horrible verbo- en el inconsciente colectivo un mejor concepto sobre el individuo que rige por el momento nuestros pobres destinos en función de lo bien que conviven, él y su perro.
Porque tener un perro y sostener que un coloquio con un perro es mejor que discutir de fútbol con un hombre y ni qué decir, con mujeres, es por lo común bien visto. Sobre todo en estos tiempos donde el equilibrio entre hombres y mujeres constituye un deber incumplido. Quiero decir, se supone que el individuo que tiene un perro y es bueno con él, no con él mismo sino con su perro, es un buen tipo. Puede ser, pero no siempre es de ese modo y mucho menos si los individuos son ministros, jueces o presidentes. Hemos visto fotos del Führer con su perro, de Winston Churchill, de Dwight Eisenhower, de Lyndon Johnson, de Richie Nixon, de Trump, de Joe Biden de Perón y de John Kennedy, por ejemplo. En un tiempo el recurso de exhibirse con un perro, por lo común pequeño y con moñito, fue propio de vedettes o reconocidos intérpretes de vodevil.
Hemos visto un perro subido en el sillón del mismísimo presidente, mordiendo el cetro que es símbolo del poder y en su entorno un coro de dóciles correveidiles, obedientes encubridores, untuosos lisonjeros, sonrientes reporteros y ministros obsequiosos, felices y divertidísimos de ver el gesto sorprendido del ocurrente dueño del pichicho. Pero siendo honesto, no creí que ese bochorno histórico pudiese repetirse. Ingenuo de mí.
En su momento sentí cierto escozor de ver un presidente recién electo recorrer un bello suburbio porteño en tren de exhibir su rubio collie. El hombre tiene derecho, pensé; no prejuzguemos. Pero me quedó un regusto. Un gesto no es sino eso, un gesto. Un gesto es, por lo menos yo lo pienso, un hecho que vive oculto y oscuro en el pecho. Incluso se dice que un gesto no dice menos que diez silogismos elocuentemente proferidos. Por eso de un modo u otro, me preocupó ese incipiente desfile con perro fino por un coqueto distrito porteño en medio de un cúmulo de reporteros oportunos e increíblemente benévolos.
Eso del perro y el uso del helicóptero siempre me produjo cierto enojo. Cómo puede ser, me pregunté, que un hombre necesite un helicóptero si no es un coronel en medio de un conflicto bélico o un bombero en misión de socorro o un médico que debe ejercer su oficio quirúrgico en un buque detenido muy lejos del puerto. Olivos y el centro pueden unirse en quince minutos en un buen coche y con dos motos que sincronicen los cruces, o tres motos, si usted quiere.
Pero lo que no tolero es que un perro, independientemente del presidente que fuese, use un helicóptero. En esto los tres son cómplices, perro, helicóptero y presidente. Que el perro use Twitter, es comprensible porque los perros tienen derechos y Twitter es libre, quiero decir no supone un derroche del dinero público. Pero el helicóptero supone el uso de combustibles que, como los helicópteros, debo decirlo, suben y suben sin detenerse, y los combustibles son costosos y el uso en este tipo de emprendimientos turísticos es ocioso, por decir lo menos.
Es ocioso que un perro vuele en helicóptero, con el costo implícito del chiste, con el peregrino fin de conocer el vinoso ponto. Por mucho menos puede recorrer el frente costero del río color león que no difiere mucho del golfo de Borombombón.