Un cuento sobre una creencia y una competencia entre primas que consiste en llegar a la esquina caminando hacia atrás. Escribe Marta Ledri, ilustra Mariano Lucano.
El farol que pendía de unos cables bajos y curvos apenas dejaba sobre la calle de tierra un lunar amarillo. El resto era una oscuridad confusa. Nuestras siluetas se dispersaban en las sombras y nos volvíamos intangibles. Solo nuestras risas conservaban un resto de sol.
Teníamos prohibido transpirar. El baño de la tarde nos había quitado el olor a siesta y los restos de mandarinas y alverjillas que nos rozaban cuando cruzábamos los cercos.
Las vaquitas de San Antonio que habían recorrido el territorio de nuestras manos ya estaban muertas. A la noche, elegíamos estrellas.
― Si caminamos hacia atrás, le pisamos el manto a la Virgen― decía la mayor de nuestras primas que ya no jugaba. Se reunía con nosotras para ver al chico que le gustaba. Siempre pasaba silbando, montado en una bicicleta tocaba un timbre colocado sobre el lado derecho del manubrio para anunciarse. Era una sombra veloz que se llevaba sobre su espalda la mirada y los suspiros de la prima grande.
― Si caminamos para atrás, molestamos a los muertos― decía Mónica. Entonces se producía un silencio negro. Muchas abandonaban el juego para sentarse en los umbrales.
Yo siempre jugaba. Larga y ágil caminaba sin dificultad hacia la esquina.
Se repetía el juego varias veces y cuando veía que ningún muerto se quejaba me retiraba para unirme a la rueda de cuentos de terror.
Me gustaba la atmósfera siniestra que íbamos creando al mismo tiempo que la luna iba haciéndose más chica, rumbo al nadir. Noches con olor azul; noches de madreselvas abiertas a la brisa, noches de enero después de reyes. Todos habían olvidado el bondadoso espíritu navideño y nos escondíamos detrás de los paraísos para sorprender a los más chicos con un grito.
Una noche fuimos a la cita Patricia y yo.
― No caminés para atrás― por favor― si empezás con eso me voy.
― Andate― dije y me quedé sola. Lejos, unas serpentinas eléctricas eran várices en las piernas de la noche.
Caminé hacia atrás. Una, dos, tres veces. Probé con los ojos cerrados y fue en la vereda de doña María cuando sentí la mano sobre el hombro.
Doña María hacía algunos años que había muerto y su casa era abierta todas las mañanas por dos de sus hijas. Al fondo, las higueras se vencían en brevas edulcoradas que terminaban en un pegote ácido, caídas en la tierra sin pasto.
― No caminés hacia atrás― porque así nos alcanzás y tu olor a vida nos distrae― escuché sorprendida. ¡Era doña María!
Seguí caminado con irreverencia. La presión me sentó sobre la vereda de ladrillos.
― No interrumpás nuestro caminar. Somos lentos y vamos ligeros de ropa o desnudos, pero el alma pesa. Es una maleta de la que vamos sacando cosas en cada paso que damos.
Si te acercás nos llevas por delante y no podemos continuar. Además nadie puede pisar nuestros recuerdos que van quedando en el camino. Si alguno quisiera regresar solo tendría que seguir la ruta del pasado. No camines para atrás. A espaldas de tus pasos y en sentido inverso van los muertos. Somos una caravana de peregrinos. Transeúntes hacia una bruma desconocida. Hace días se nos unió una niña de cabello muy largo, es la última y tus pasos le pisan la trenza y le duele.
― Pero, yo no quiero hacerle daño. ¿Y su madre?
― Va sola y recién está empezando a descarnarse. Lleva muchos juegos en su espíritu. Levantate y no vuelvas a molestar.
Me fui a mi casa.
Cuando me quité los zapatos vi que en mis suelas había largos mechones castaños. Los até con una cinta rosa.
Volví después de la lluvia que duró dos días. No dejaba de pensar en el camino de los muertos. Cuando el viento secó las calles y las noches volvieron a ser cálidas no fui a la cuadra de los primos.
Me quedé sola. Lentamente puse mi mirada enfocando el río y vi el camino de la luna. Ella los acompañaba. Di hacia atrás un paso, dos y al tercer paso, una mano fría tomó la mía y me dijo― Date vuelta y vamos, estamos quedando atrás.
Al otro día me encontraron bajo el paraíso. Las hormigas recorrían mi cuerpo con su carga de flores. Iba a llover otra vez.
Una pluma exquisita e impecable. Este relato fantástico que tiene a su vez pinceladas de una infancia llena de anécdotas, travesuras y tesoros.
Hermoso cuento, mezcla de tradicion y ficcion. Me encanto. Me hizo pensar y me llevo a mi infancia. Felicitaciones a la escritora que logra que los lectores estemos prendados hasta el final…