Obra y Origen

 

1. El Bautismo

Llegamos y en el mundo estaba todo hecho.

Todo, menos cada uno de nosotros.  Por eso somos el raro prestigio de una contingencia, la de poder no haber existido.

El mundo nos marca con una yerra necesaria para vivir, nos viste con las prendas de sus insignias y con los diversos emblemas de sus épocas.

Ese bautismo que nos hace humanos nos impone una versión del mundo.  Nos sumerge en su lenguaje, un lenguaje desde el que podremos entender, leer, amar, odiar.

Desde allí seremos recuerdo y seremos olvido.

Somos hijos de una marca de viento, una marca primera de la que sólo sabremos algo a través de sus efectos.  Una marca impar en el origen que constituye, a la vez, lo más propio y ajeno que tendremos jamás.

Por ella seremos uno.

Ella será una suerte de texto ágrafo que llevaremos para siempre como un nombre secreto e impronunciable, la cifra de nuestra identidad íntima.

Luego habrá otras marcas, y gracias a ellas podremos ser uno entre otros.  Estas serán las que nos permitirán sostenernos en la comedia de los sexos, en la galería de las vanidades, jugando, pares, como prójimos.

 

2. El Exilio

El creador se expulsa de ese mundo en un acto instantáneo y ajeno a su voluntad.

¿Lo hace él?  ¿Es hecho, es echado?

Un llamado enigmático hace tambalear las representaciones, esa escenografía de lo cotidiano en la que nos orientamos y reconocemos; los tentáculos de una masa sin nombre se infiltran en las certidumbres haciéndolas trastabillar.

No hay acto creador sin ese pasaje por la angustia, aunque ella, en sí, no sea creación.

Ese llamado es la música de una debilidad.  Ulises se rodeó de sordos y se hizo atar para saber y resistir.

Otro se lanza del bote, se zarpa, y de ese acto, tal vez, vuelva con un gesto, un trazo, una marca que habrá de inscribir en el tiempo y en el espacio, y que será testimonio de su pasaje por los orígenes.

Abismado, abstraído, llamado fuera de sí por un encanto que se escurre.  Hay algo de él que ya no está en él y que nos muestra su rostro enigma.  Habita la textura de un des-hacerse, conducido por los caminos de un encuentro no calculado, a través de lo inesperado de una búsqueda a la que ha decidido (y ese es su pequeño margen de libertad) no renunciar.

Y pagará por ello.

 

3. El Viaje

Exiliado y sin tierra sólo resta vagar.

Desasido de sus pertenencias zarpa llamado por el canto áfono de una música secreta que podrá ser luz y sombras, que podrá ser silencio y sonido.

En cualquier caso, se trata de ese viaje íntimo en contra de aquella memoria que lo constituye, una travesía que lo mete en un espacio – tiempo sin medida, en un territorio que lo recibe con aquellas marcas y referencias en la que aún se reconoce, que forman parte del espejo que le permite sostener, más o menos establemente, la creencia en un ser propio.  A medida que se interne en esa dimensión íntima, en esa “zona – entre”, en ese pequeño abismo azul abierto en un más adentro de todo, comenzará a perder los bordes que aquellas señas le ofrecían para sostenerse idéntico a sí mismo.

El acto creador es un limbo por el que el autor por venir viaja desde su exilio en un instante sin duración.

Y el creador, un zarpado del mundo de las cosas y los horarios, del hambre y el cuerpo, un zafado, cautivo de un impulso que lo guía en unas tinieblas de las que saben sólo las entrañas.

Flotará en una tensión amoral, inocente en su acto y casi puro, hasta que el gesto de su acto inscriba ese trazo que lo devolverá a su ser humano y culpable de su obra.

 

4. El Regreso

No hay autor en el punto de partida.  No hay autor mientras dura ese viaje.  Lo habrá en el momento de regresar a la tierra del nombre con un objeto que se hará parte del mundo de las cosas.

Un objeto precario, con una verdad provisoria, apenas balbuceada luego del fogonazo de la iluminación.  Un objeto que existirá como el testimonio de un acercamiento necesariamente fallido.  Una falla que seguirá siendo llamada para quien sepa o pueda atenderla.

Y porque, ya lo dijo Nietzsche,  la verdad, como la mujer, es inconquistable.

Será un objeto, tal vez, con alguna belleza.  Y bastante fraudulento, porque del encuentro con aquella verdad sólo se traerá una vibración que será eco en los plexos ocultos entre los que, inmaterial, habita la marca primera.

Será obra, mercancía, será gusto, moda, prestigio u olvido.  Será inmortal o invisible.  Será dinero.  Ganará brillos y concursos o existirá ignota.  Estará, a fin de cuentas, en nuestra realidad mensurable y compartida.

Pienso en la obra de arte como en el testimonio de ese viaje a solas por un territorio íntimo y sagrado.

Y en la originalidad como en el perfume que de ese paso por el origen propio la obra exhala.

El mundo y sus mercados podrán albergar ese testimonio, o no.  No importa.  O sí, en la lógica de los bienes.  Otra es aquella que se juega (cuando se juega) en el pellejo del creador.

Obra y originalidad, tan contingentes como nosotros.

Y una vez realizadas, no menos necesarias.

 

Escribe Alejandro Conrad

Alejandro Conrad nació en Morón, Gran Buenos Aires. Se dedicó un poco a la música y bastante al psicoanálisis. Cuando se despierta, intenta escribir y todavía está aprendiendo a leer.

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