-Gauna los tira a la derecha.
-Siempre -dijo el presidente del club.
-Pero él sabe que yo sé.
-Entonces estamos jodidos.
-Sí, pero yo sé que él sabe -dijo el Gato.
-Entonces tírate a la izquierda y listo -dijo uno de los que estaban en la mesa.
-No. Él sabe que yo sé que él sabe -dijo el Gato Díaz y se levantó.
El penal más largo del mundo, Osvaldo Soriano
Néstor Ortigoza tiene un promedio de penales convertidos del 89.7%. Tiene mejor promedio desde los doce pasos que Messi (79,8%) y que Cristiano Ronaldo (82.1%) Hasta la fecha lleva 39 penales ejecutados de los cuales convirtió 35. Sin embargo hace años que esperamos que erre uno. En el 2012 metió el penal que evitaba que San Lorenzo descendiera, en el 2014 metió el que lo convertía por primera vez en campeón de américa.
Cada vez que Néstor Ortigoza se para frente a la pelota está la posibilidad de que se rompa la racha. Osvaldo Soriano, gordo y cuervo, nos habla en El penal más largo del mundo, de un penal que desde que se sanciona hasta que patea pasa una semana. El de Ortigoza duró años.
Para ser exactos fueron todos los penales hasta que finalmente erró. El primer penal errado fue después de convertir 19 . Luego hubo dos más, ambos contra Huracán. Pero a mí me interesa el último. El que erra el día que se despide de San Lorenzo, el club que lo amó y que ama por elección.
El penal parece ficción, un momento cinematográfico. Es un instante eterno cargado de tensión, dónde se encuentran dos rivales e irrevocablemente habrá un vencido. Todos los ojos están mirando. Es un duelo.
Sin embargo, no es parejo para las dos partes involucradas. Mientras el arquero va por el milagro, el pateador se enfrenta a la humillación, al escarnio. Para un arquero es lo más parecido a un gol. Para un ejecutante, lo más parecido al infierno.
Hay distintos tipos de pateadores. Una de esas máximas nunca escritas dice que hay que patear fuerte al medio; si es posible apuntando a la cabeza del arquero. Pero el matungo que patea fuerte, que decide privilegiar potencia por sobre calidad, corre un riesgo. La pelota por el ángulo que toma y la escasa precisión, muchas veces termina en la tribuna. Por supuesto que hay otras técnicas. Está el que busca acomodarla junto a un palo pero a último momento se asusta y la tira un poco más al medio. Está el que se deshace en amagues y los ridículos que toman carreras chistosas. La ecuación la completa a doce pasos de distancia el arquero. Hay arqueros atajadores de penales. Son personas normales, pero cuando hay un penal se convierten en la última esperanza de su equipo, en la última quimera y también en el terror improbable de los rivales. Un miedo irracional que va contra toda probabilidad, una inquietud que asusta. Entre los entrenadores la opinión está dividida. Hay quiénes sostienen que los penales son una lotería (pura suerte), otros creen que se pueden entrenar. Baste por último un ejemplo de la rara mística que se genera en torno a ese momento. Final del mundial de Italia 90, el partido estaba casi perdido, Brehme iba a patear el penal que ponía 1 a 0 a Alemania y que nos dejaba subcampeones. Yo con nueve años aún confiaba. En el arco estaba Goycochea, que venía de atajar penales en los dos partidos anteriores. Yo no era el único que creía eso, Brehme pateó con su pierna menos hábil, para que Goyco no le adivinara la intención.
Ortigoza cuenta parte de su secreto en un par de entrevistas: «Te empiezan a estudiar y se complica, pero igual yo nunca cambié la técnica. Espero al arquero hasta lo último. Si no se mueve, le pego fuerte a un palo. Lo decido en el momento, pero hay que tener mucha coordinación, porque es difícil cambiar a un paso de la pelota, pero yo ya lo tengo incorporado».
La clave es sostener un momento de incomodidad durante el mayor tiempo posible. Que lo displacentero dure y pese más para el arquero que para el ejecutante. El arquero en algún momento tendrá que decidir. Su mérito, el de Ortigoza, es sostener la incertidumbre. No es casual que aprendiera a patear jugando por plata.
«Mi tío Manuel me llevaba de muy chico a jugar campeonatos de penales los viernes desde las 10 de la noche hasta las 6 de la mañana. Se jugaba por plata», recuerda. «Durante un año y medio me paraba detrás de mi tío y lo miraba patear. Después iba por la calle apuntándole a los árboles hasta que empecé a patear yo. Ahí le agarré el golpe. Había que ganar para poder comer, viajar, comprarte algo de ropa».
La primera vez que escuché hablar de los torneos de penales fue en el documental sobre Garrafa Sánchez, el talentoso diez de Banfield, el Porve y Laferrere que muriera joven y dejara un recuerdo mítico por su juego y por sus locuras. Garrafa también jugaba por plata y dicen que era bueno. El penal tiene mucho de apuesta y de apostadores. Creo entonces, que hay en quiénes se destacan un gusto por andar al borde del abismo.
Hay algo misterioso e insondable en el alma del ludópata. El mejor ejemplo tal vez sea literario. “El jugador” de Dostoievski, la novela que mejor retrata esta adicción al juego, fue escrita como parte de una apuesta. Dostoievski debía terminar la novela antes de fin de año o su editor, Stellovski; que le había adelantado tres mil rublos (para saldar deudas con acreedores), se quedaría con todos los derechos sobre sus obras. La novela fue escrita en 26 días.
Uno de los dos penales más difíciles que pateó Ortigoza, según su opinión, fue el 1° de julio de 2012. Ante Instituto, que ganaba 1-0, enviando a San Lorenzo a la temida B. «La gente nos insultaba y la autoestima estaba mal. Cuando agarré la pelota vi a un nene y al padre llorando, rezando al cielo. Y yo me preguntaba “¿qué estoy pateando, una bomba? Era irse a la B, pero me gusta la presión, el desafío. Me siento cómodo, me agrando»
El arquero no sabe a dónde va a ir la pelota porque Ortigoza no lo sabe. Hasta el último instante. Luego juegan la precisión del píe y los reflejos de un cuerpo que no parece atlético pero lo es.
El otro penal que recuerda es el de la Libertadores 2014 «La cancha explotaba, pero hice lo de siempre. El arquero de Nacional estaba como para esperarme, pero iba a ser muy difícil que me esperara. Tenía demasiada ansiedad y yo bajé mis revoluciones. Yo me decía “soy el mejor, soy el mejor”. No quise ni ajustarla al palo ni pegarle arriba. Lo esperé, jugué con su desesperación. Él iba a moverse antes, y se movió antes«.
Probablemente en su último penal, el que me interesa, la emoción fue más fuerte. Ya no jugaba contra la hinchada, contra la probabilidad del fracaso. Ya había perdido, sabía que era su último partido en San Lorenzo, porque él así lo había decidido. Lo habían ovacionado, había dado un pase de gol milimétrico y se retiraba ganando. Tal vez pensó: ya nada puede ser mejor. Pero en el minuto 47 el árbitro pitó penal. Él repitió la ceremonia pero la pelota ni siquiera fue al arco.
¿Cuándo falla una máquina? Cuando se introduce un elemento inesperado. Ortigoza no le teme a las cargadas ni a las chicanas, no lo asusta el ridículo. Él es “feo” y sus apodos siempre se han encargado de remarcarlo: desde “gordo”, pasando por el ingenioso “Mutante” y el ofensivo “Ortigorda”. Pero si hay algo que no han logrado es afectarlo, a Néstor Ortigoza le gusta ese juego. Cuando los arqueros le hablan, él les propone apostar la camiseta. Un arquero de Estudiantes no tuvo mejor idea que apostarle el buzo. Y en ese partido no hubo uno, sino dos penales, ambos convertidos. Es el día de hoy que Ortigoza se ríe en cada entrevista con la posibilidad de haber dejado desnudo al guardameta. La máquina no tiene compasión. Pero para lo único que no estaba preparado es para que lo quieran. Creo que Ortigoza también esperaba este penal, desde hace años.
Por último, Osvaldo Soriano habla en “Arístides Reynoso” del fútbol y las lágrimas. Dice que es una relación complicada. Es muy raro que un defensor se vaya llorando porque lo expulsan y rescato de mi memoria la imagen del polaco Arzeno, expulsado contra River, llorando como un niño. Otras lágrimas son las que mezclan felicidad y dolor. Y ahí cita al gallego González cuando en 1995 mete el gol que consagraba a San Lorenzo campeón después de 20 años, justo el día después de la muerte de su viejo. Su cara es una mueca desencajada que mezcla las dos cosas y aterroriza. Cuando Ortigoza se iba de la cancha en este último partido, un periodista de Paso a paso lo esperó y lo entrevistó rodeado de hinchas. Por último le pidió que hablara a la cámara mientras de fondo lo ovacionaban. La estrategia era sencilla: Ortigoza tenía que llorar. Al mutante le costó, pero no lo hizo. Me parece que hay muchos chicos, los mismos que el Indio Solari definiera “como bombas pequeñitas”, iguales a Ortigoza: están dispuestos a que les tengamos miedo, y sólo serán desarmados por un abrazo.
Impecable maestro. Como hincha del Ciclón, me saco el sombrero.
Se agradece!! Está hecho con mucha admiración y respeto!!
Felicito al autor por este texto, como Cuervo y como lector. (Una salvedad: el gol que hace el Gallego González luego de la muerte de su padre fue contra Belgrano, en la sexta fecha.)
Muchas gracias Martín, es un honor!! Respecto de la fé de errtas, TENÉS RAZÓN!! Hace menos de una semana volví a ver el gol del Gallego en un momento retro de Planeta Gol y no lo podía creer, mi recuerdo había amplificado el mito!! Abrazo