Playlist

Compartimos un cuento del libro Piso Trece de Paola Escobar (Barnacle, 2024), ilustrado por José Bejarano.

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Just a perfect day
You make me forget myself
I thought I was someone else
Someone good

Lou Reed

Todo tiene solución. Menos la muerte.

Mi mamá

Quiero ser como este tipo en el tren, sentado en el tercer asiento del lado de la ventanilla. Lleva bigotes a lo Nietzsche. Todo le resbala, no se hace drama por nada.

Calza una leve sonrisa, morocho con algunas canas que le vetean la cabeza, el pelo crespo amortigua los cascos auriculares que le tapan las orejas. Son los cascos que no quiero comprar por temor al ridículo cuando me los vea puestos, a pesar de que sé cómo podrían mejorar sustancialmente mi experiencia sonora. Desde mi panóptico puedo observarlo con impunidad porque tiene los ojos cerrados.

Voy agarrada de la manija que sobresale del asiento contiguo al de él. Cierro los ojos y se proyecta en mi cabeza la escena de una película: es viernes a la noche y estamos en la parada del 152. Él y yo vamos para el mismo lado, volvemos a nuestras casas. El colectivo no llega y la espera ha agotado los temas de conversación, además ya estuvimos cinco horas hablando en un pub irlandés en San Telmo. Ahí charlamos de música: le mostré mi lista corta de temas y mi lista larga. Le expliqué el porqué de cada elección, las razones del orden de las canciones en cada lista. Me apoyo en una esquina del refugio de la parada, empieza a llover. Después de un silencio de unos minutos, él me toma la cara con las dos manos, muy despacio, me da un beso en la boca. En ese momento llega el colectivo, nos sentamos en dos asientos de atrás. Dejamos de hablar, nos seguimos besando como adolescentes durante un rato largo. Cada tanto acaricio esos bigotes un poco salvajes.

Abro los ojos y veo por la ventanilla el cartel de la estación Olivos. Son las siete de la mañana y la primavera se demora en aterrizar. Él sigue con los ojos cerrados.

La campera impermeable verde militar le aprieta la panza. En el vagón no está encendida la calefacción, él lleva la campera con el cierre hasta el cuello. En eso nos parecemos un poco, también soy friolenta. Tengo puesto un tapado verde seco, no me gusta lo militar ni nada que pueda asociarse con el ejército, la marina o la fuerza aérea. No cuento con la ventaja del cierre, sino con botones a punto de estallar a la altura de la cadera. Apenas compré ese tapado supe que era del talle equivocado, pero sucumbí al fetichismo de la mercancía y me lo llevé igual.

Imagino que está escuchando a Lou Reed, así que elijo Perfect Day entre las canciones que llevo para escuchar en el tren con los auriculares. La letra dice: “es un día tan perfecto, me hiciste olvidar de mí mismo, pensé que yo era alguien distinto, alguien bueno”. Claramente él es un hombre sensible. Es obvio que es músico de jazz o dueño de una librería escondida en Palermo.

Suena su celular. Desconecta los cascos y se toma su tiempo en atender. Debe estar pensando “¿quién carajo me llama a esta hora?” Yo opino lo mismo. ¿No se dan cuenta de que está escuchando Satellite of Love de Lou Reed? No nos gusta que nos interrumpan cuando volamos con Lou. Me gusta tener cosas en común con este tipo panzón al que le resbala todo. Pienso que si encontrara más cosas afines con él todo me resbalaría.

Arranca Time de Pink Floyd, Gilmour canta “No one told you when to run, you missed the starting gun”. Repito la frase en voz alta como en un karaoke. El tipo sentado al lado de Bigotes me toca el brazo, quiere decirme algo, me hace señas para que me saque los auriculares. Le obedezco, no sé por qué. Es un hombre albino, de tez blanca como la nieve iluminada por el sol y ojos casi transparentes.

Las venas azules se cruzan en el dorso de la mano como los cables de una conexión eléctrica. Me habla con acento británico: “Es quizás el mejor tema de The Dark Side of the Moon. Pero tendrías que mejorar tu pronunciación.”

Afuera del tren la calle está desapacible. Cruzo la avenida San Martín, siempre ventosa en esta esquina. Sobre la vereda y a pocos metros de la puerta de entrada al edificio hay una garita. Saludo con la cabeza a Oscar, uno de los de seguridad. Trajeado y con pulseras gruesas plateadas, lleva dos anillos de sello, uno de oro y otro de plata. No sabe mi nombre, me cae bien porque se parece mucho a Cacho Castaña, me gusta la mezcla de traje formal, arrabal y cultura del camión.

Subo los treinta escalones hasta la puerta, Jobim canta en mis orejas “la tristeza no tiene fin, la felicidad, sí.”

Adentro del edificio paso la tarjeta magnética por el lector del molinete. Veo dos filas largas para subir a los ascensores, cada fila tiene forma de caracol porque no hay espacio suficiente en la planta baja para que se desplieguen en línea recta.

Empieza a sonar There´s a place. “En mi mente no hay penas” dice la canción. Quisiera creerle a esa afirmación, apropiármela y hacerla mía hasta convertirla en un mantra subcutáneo.

Desde atrás alguien me toca tres veces el hombro con un dedo, es Anita desde la otra fila que me dice hola con la mano, igual que hacen los nenes en el jardín de infantes cuando entran sus amigos a la sala. Un saludo cortito con los dedos todos juntos, la mano recorre una distancia mínima de derecha a izquierda, como un limpiaparabrisas. Le respondo con el mismo gesto y salteo Another Brick in the Wall en mi playlist. La canción siguiente es Help. Lennon pide ayuda para poner los pies en la tierra y Ringo acompaña con la batería. Necesito algo fuerte para atravesar el último trecho hasta llegar a mi escritorio en el piso trece y ese tema es efectivo.

Los escritorios son muy importantes, son jurisdicciones territoriales donde cada empleado es amo y señor. Reinos cuyos accesos son inexpugnables para todos excepto para sus propietarios legítimos. Hace unos años fui de las que no tenían escritorio. Fui una especie de NN, como un ánima errante que vagaba purgando crímenes cometidos en otros pisos, en otras Direcciones.

En el ascensor nos apiñamos unas diez personas, algunos tuercen la mirada hacia el techo, que es espejado. La otra opción es mirar la nuca de alguno o el tablero luminoso que indica el número de piso, el ascensor nos condena a viajar con los ojos abiertos.

Bajo y voy directo al baño para sacarme los gérmenes del tren y del subte. Me lavo las manos, todavía con los auriculares encendidos. Me cruzo con Norma que se está peinando frente al espejo, le leo los labios, me está diciendo “buen día, Cata”.

Soy una mal educada, tendría que apagar la música y responder el saludo. Cuando llego a mi escritorio y me dispongo a colgar el tapado en el respaldo de la silla, descubro que alguien ya puso allí una campera impermeable verde militar, y Gilmour canta “And if the band you’re in starts playing different tunes, I’llsee you on the dark side of the moon”.

Escribe Paola Escobar

Es Antropóloga social. Publicó: "Las cosas tal y como son" (Barnacle, 2022) y “Piso Trece” (Barnacle, 2024). Casi todas las mañanas escucha la canción “Mr. Blue Sky” de Electric Light Orchestra.

Para continuar...

El Saxofonista y Lucifer

Sebastián Trujillo (¿Quizás más narrativo que nunca?) comparte esta historia sobre recelos, talentos e imposibilidades de la noche. Ilustra José Bejarano.

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