Recuerdos de meses tórridos

El calor, la desesperanza y un humor corrosivo se encuentran en este cuento de Marcelo Zabaloy, ilustrado por Tano Rios Coronelli.

Cierro todo. No quiero que entre ni un poco de luz porque el reflejo intenso me produce recuerdos feos. El proceso viene de lejos y no puedo decir que todo sucede de repente por estos bochornos de enero. Lo cierto es que con estos meses tórridos, el terrible enero y su sucesor, el disminuido febrero, lo mejor de uno se descompone. ¿Por qué? No sé. Tengo un montón de hipótesis, pero no tienen ningún rigor filosófico. Son intuiciones, prejuicios, suposiciones. Es lógico, me digo, que el primer mes siempre pese como si fuesen dos. Y después viene el segundo; es decir, como si fuesen tres meses en dos. Insufribles. Invivibles. Todo es sopor, sudor y tedio. Todo es un enorme sinsentido. ¿Qué es ese todo? Es un modo de decir, si bien es cierto que me es muy difícil, sino imposible responder. Mi todo tiene indefectiblemente que diferir con el todo del resto.


Mi todo son solo mis recuerdos. Es lo único que poseo en serio. Son mis únicos objetos; o, por si no se entiende, mis recuerdos (dudo entre escribir son o es pero me decido por son) son lo único que tengo.
Mi todo es el recuerdo que tengo de mis perros. Yo y los perros, y los dos mininos. Supimos ser cinco y vivimos en lo que en su debido momento pudimos conseguir. Ningún semipiso desde luego. Todos cuchitriles indignos. Como inquilinos debemos conseguir un dueño sensible, de esos seres que no sienten disgusto por los perros y los felinos. O, como nos sucedió veces y veces, proceder de modo subrepticio escondiendo los pobres mininos en un bolso y desprendernos de los perros en un terreno vecino –sujetos de un cordel en torno de un poste de luz. Pero prefiero que me torturen y no ver los ojos de esos perros creyendo que los dejo. Desde luego, siempre los recuperé pero un diciembre se me murió uno de un síncope.


Es que si no los hubiese escondido como pude no hubiésemos tenido dónde meternos. Ese diciembre, y ese jodido enero, y ni qué decir de febrero, fueron terribles. El compinche que nos cobijó se puso en pedo el mismo veinticinco y nos echó. Por intermedio de un conocido conseguimos un tipo que nos ofreció un techo por un precio irrisorio. Yo no sospeché y firmé el convenio. El dueño no quiere bichos de ningún tipo dentro de su inmueble, me dijo el tipo que se presentó como ‘Promotor Independiente de Bienes Inmuebles’. Un decrépito teñido, un inflexible infeliz vestido de jovenzuelo que vino con el convenio exigiéndome el desembolso de tres meses en concepto de comisión, mes de depósito y seguro.


– ¿Qué seguro? –pregunté sorprendido.
–El seguro de rigor –replicó muy seguro de sí mismo el delincuente del Torino 300 S.
–¿Qué rigor? –insistí, molesto.
–Es riguroso exigir el seguro por posibles deterioros, estropicios, perjuicios, incendio, destrucción, o detrimentos imposibles de prever en el inmueble. Figúrese que es lógico responder por los destrozos que usted provoque.
–¿Y qué destrozos puedo cometer yo, viviendo solo? –me defendí como un ingenuo.
–Por ejemplo romper un vidrio o lo que es peor, destruir el yeso del techo. Costosísimo.
Me quedé mudo porque no pude comprender los de detrimentos imposibles de prever porque si son imposibles de prever no tienen por qué preverlos y cubrirse de ese modo.
–¿Y yo qué tengo que ver con los sucesos imposibles de prever? –se me ocurrió decir. Comprensiblemente inquieto por los perros que dejé sujetos con un cordel en torno de un poste de luz en un terreno vecino, con el peligro de que se me sofoquen, y los mininos (dormidos con cloroformo dentro del bolso) terminé cediendo y no solo firmé sino que le entregué el dinero, todo mi tesoro.
Entonces, ni bien el tipo se metió en el coche, un Torino viejo y decrépito como él, que nos cubrió de humo en medio del repiqueteo de un moribundo motor diésel, dejé el bolso en el suelo y corrí en dirección del terreno vecino con el fin de volverme con los perros y el bolso sin que el tipo me viese. Y entonces fue que vi el cuerpo del Tito en el piso. El mundo se me desmoronó.


El sol de enero me lo liquidó. El otro, el Tuerto (porque no ve de un ojo que es un globo gris, seco e inmóvil) sobrevivió, no sé cómo. Volvimos, yo con el Tuerto sujeto del cordel y el Tito sobre un hombro. Todo cubierto de sudor y envueltos (los tres) en un cejo espeso de polvo en suspensión y el humo persistente del puto motor diésel del Torino viejo.


El convenio que me dejó el tipo resultó no tener el número de piso y yo sin su teléfono ni el teléfono del dueño porque esto fue en los tiempos de Entel y del deme dos. En ese entonces los tipos con un teléfono móvil en el centro fueron objeto de los chistes y brulotes ofensivos del imbécil de Tinelli y sus compinches devenidos, todos ellos, hoy, en sesudos reporteros.


De modo que el terrible inconveniente de mi perro muerto y el consecuente dolor no solo se me duplicó sino que siendo tres –por no incluir los dos mininos dormidos en el bolso– se me multiplicó por nueve, porque tres por tres es nueve. ¿Cómo desprenderme del Tito, muerto de un síncope creyendo que lo dejé? ¿Dónde meter su cuerpo inerte? ¿Cómo, si no impedir, por lo menos conseguir que se demore el proceso de descomposición, con ese sol terrible? ¿Con qué implemento construirle un sepulcro digno, y sobre todo dónde? ¿En ese terreno vecino donde el miedo y el sol lo hirieron de muerte? ¿En un cementerio público de perros? ¿Existen esos cementerios? ¿Cómo conseguir el número telefónico del dueño sin conseguir primero el del Promotor Independiente de Bienes Inmuebles que no me dejó ninguno y se fue corriendo con todo mi dinero en medio del humo negro, tóxico y espeso del motor diésel epiléptico y fundido de su Torino 300 S, viejo y cubierto de óxido? ¿Cómo conseguir un cospel de Entel sin dinero? Y, por último, ¿de qué hubiese servido un cospel de Entel si no tiene el número telefónico que se requiere?


El único remedio que tuvimos fue tendernos en el suelo, el Tuerto gimiendo, el Tito muerto, los dos mininos dormidos (con cloroformo) dentro del bolso, y yo. El deseo de comer empezó con su torniquete demoledor. Dividí un biscocho (prefiero el biscocho con S en vez de Z) seco entre el Tuerto y yo queriendo ser justo lo que en momentos como ese es muy difícil. Pero no pude verlo sufrir y yo seguir comiendo. Puse un recipiente en el suelo con el propósito de reunir un poco de dinero y conseguir primero un cospel de teléfono y después el número del dueño. Pero con ese sol cruel e impío justo en el cenit y sobre todo en un suburbio hostil y remoto como ese, muy lejos del centro, me encontré como si estuviese en el medio de un desierto.


Debe ser porque en invierno los crotos, los pobres y los indigentes (¿indios-gentes?) los convierten en combustible pero el hecho es que no pudimos cubrirnos ni con un roble frondoso, ni un fresno, ni con el mísero cono de un pino. El sol hirviente nos dio de pleno en el rostro, el cuello, el pecho y el lomo. El fuego nos quemó los ojos. Si por lo menos hubiese llovido un milímetro hubiésemos podido beber un poco. Pero no. Pude ver en el horizonte, muy pero muy lejos, unos cúmulos grises, como si fuesen nubes de frío pero el viento norte se los llevó muy pronto convirtiéndolos en flecos (cirrus, que les dicen).
Si bien puse el recipiente en el suelo no conseguimos ni un peso. Entonces decidí ponerme en movimiento de nuevo. Dolorido y todo, es mejor moverse que tenderse quieto en el suelo como un pordiosero vencido. Un tipo tendido en el suelo, medio muerto de sed y con intensos deseos de comer, con un pichicho tuerto y otro tieso y henchido sobre el hombro, y ni qué decir de los dos mininos semidormidos por efecto del cloroformo dentro de un bolso sin cierre todo cosido con hilo peludo, no enternece el espíritu del hombre común y corriente; el buen burgués y el petimetre lo ven como un fenómeno cuyo ejemplo no debe cundir. Y si el tipo se muere pronto, mucho mejor.


El cuerpo del Tito se puso tieso y los moscones, verdes y golosos, emprendieron con zumbidos grotescos un continuo sobrevuelo en torno de su vientre henchido. ¿Cómo se olvidó de poner el número de piso en el convenio? Doce monobloques de tres torres con veintinueve pisos por torre. Sin portero, ni eléctrico ni vivo. ¿Cómo hubiese podido descubrir nuestro piso? Pensé: toco timbre en todos y digo ‘Soy el nuevo inquilino pero no sé de qué piso ni de qué torre, ¿puede usted socorrerme?’ Qué me hubiesen dicho. Que soy loco y nosotros cinco (el Tuerto, el pobre Tito –hediondo y tieso, los mininos dormidos con cloroformo dentro del bolso, y yo, sucio y sudoroso) yendo de piso en piso, de torre en torre, de monoblock en monoblock; porque no hubiese podido, de ningún modo, desprenderme del Tito como no fuese en un sepulcro digno del Tito, un perro fiel como ningún otro excepto el Tuerto. Porque del Tuerto usted puede decirme lo que desee, que el globo de su ojo gris es repulsivo, que es un esqueleto con piojos que vive comiendo residuos podridos y que tiene el cuero todo comido por los vermes. No lo niego. Pero es el único perro que tengo –con el Tito muerto, hediendo sobre mi hombro– y mi único consuelo. Si me ve que me doblego por el peso de ciertos inconvenientes que suelen sucederme de vez en vez, sobre todo si me excedo un poco con el vino, es el único que viene y con esos ojitos de miel me pide que no llore. Y por no entristecerlo me seco los mocos y le sonrío. El Tuerto es un buen perro. Y con el Tito muerto, no tengo otro, lo que lo convierte en el mejor perro del mundo, piojoso y todo.


–¿Me puede decir qué número de torre es el suyo? –me preguntó el único buen hombre que no me (nos) expulsó de un empujón.
–Imposible decirlo porque el convenio no lo dice –respondí en el corredor infinito de un piso veintisiete, cubierto de sudor y con los mininos moviéndose dentro del bolso, inquietos y evidentemente recién despiertos. Por suerte el Tuerto se comportó como un señor; serio y ceremonioso como un dogo.

El hombre me miró con cierto recelo. Olisqueó como si hubiese olido el tufo de un león en celo. En ese momento descubrió el cuerpito tieso y henchido de mi querido perro muerto de un golpe de sol y de verse solo en medio de un terreno yermo. Es cierto que no me empujó, ni me pegó (no lo hubiese permitido), ni me insultó, ni me escupió. Pero retrocediendo y en un tono medio tembloroso me imploró, porque no me ordenó:

–Retírese en este mismo momento si no quiere que lo denuncie por demente y por intrusión con fines delictivos.


Qué desilusión. Nosotros creímos en él. Bueno, quisimos creer. Pero el miedo es sonso.
Me fui. Seguimos descendiendo y recorriendo el piso veintiséis. Como si fuesen los corredores del infierno el sol inclemente nos hirió desde todos los rincones posibles. En un recoveco vi uno de esos puestos con extinguidores de los bomberos y rompimos (rompí) el vidrio sin mucho estruendo. Desenrollé un rollo de hule color rojo y giré el grifo de bronce. Un chorro hirviente brotó como si fuese un Vesubio; por suerte no me quemé, ni los quemé. Sostuve el cono broncíneo del pico y esperé que viniese, indefectiblemente, el chorro frío. Y por fin vino, y me tendí en el piso del corredor como si estuviese en un río y mojé bien el bolso con los mininos medio despiertos y medio dormidos por el cloroformo, y mojé bien el cuerpito hediondo y henchido del Tito con el consiguiente desconcierto de los repulsivos moscones verdes y su cuerpito se enfrió bien y se deshinchó un poco y dejó de oler; el Tuerto corrió y jugó contento como un loco y desde luego bebió y se refrescó; después bebí yo. Me senté en el piso sintiéndome bien por un breve momento. Porque es imposible que uno reflexione con sed. Lo de comer o no comer es diferente. Pero tener sed es lo peor. Y con este pérfido sol de enero.
Indefectiblemente vinieron los gritos de los vecinos, los dueños y condóminos, muchos de ellos ilegítimos, dueños dudosos, inquilinos ficticios, custodios inverosímiles. De todos modos, como no quise producir un incidente con mis hipotéticos futuros vecinos, cerré el grifo después de beber todo lo posible. Enrollé el rollo de hule rojo y lo metí en el cubículo sin vidrio (que, debo reconocerlo, rompí como último recurso). Los mininos se revolvieron inquietos en el bolso. El Tuerto gimoteó dolorido, creo que lloró por el Tito, de verlo pudrirse irremisiblemente, tieso y henchido de nuevo. Si no fuese por ese sol hiriente y ofensivo.


En ese momento consideré mi posición como insostenible: un inquilino legítimo, con un convenio legítimo entre el dueño y yo como inquilino de un inmueble consistente en un dormitorio con toilette y kitchenette todo en uno no puede sufrir este tipo de inconvenientes. Entonces, convencido de mis legítimos derechos, emprendí, o mejor dicho continué con mi derrotero en persecución del recinto que por ley me hubiese correspondido. Recorrí todos los monoblocks. Todos los pisos; todos los inmuebles, uno por uno. Los individuos que me (nos) recibieron dijeron ser inquilinos y me pidieron, por mi propio bien, que no volviese y que me deje de joder. Es cierto que el hedor del pobre Tito se volvió terrible. Y es cierto que produjo no pocos vómitos entre los descorteses e hipotéticos inquilinos de los monoblocks. Con ese sol terrible. Pudo ser, no lo recuerdo, pero creo que tuvo que ser un domingo de enero como este. Ese tipo de domingos en que el espíritu se derrite y el menor esfuerzo lo ve uno como imposible.
Los mininos se pusieron muy molestos, muertos de sed dentro del bolso. Con todo el dolor del mundo tuve que desprenderme de ellos. Los dejé en el fondo de un súper chino donde posiblemente tuvieron que discutir con los roedores por los restos de un hueso podrido. Con ellos hubiese sido imposible seguir. De todos modos hoy ese desprendimiento me sigue doliendo. Veo sus ojitos impotentes sobre el muro lleno de vidrios rotos pidiéndome que no los deje. No tuvimos opción. Tuve que conseguir un sitio donde poner el cuerpo hediondo y henchido de mi querido Tito.


Encontré un cuchillo recubierto de óxido pero sólido. Hice un pozo en un terreno lleno de yuyos no lejos del súper chino. Enterré el cuerpo de Tito y lo cubrí con un pulóver viejo porque de noche suele ponerse fresco. El Tuerto gimió un poco y se echó en un extremo del pozo. Yo le recé un Credo que siempre tengo presente. El sol siguió en su sitio. Enorme. Monstruoso. Cruel.


Lo del convenio en el que invertí mis últimos recursos con el sueño de convertirme en inquilino fue un truco del tipo del Torino 300 S. No lo juzgo, son rebusques. Después de un tiempo llovió dos meses seguidos. Fue un ciclón después de otro. Lo poco que tuvimos nos lo llevó el río. Un lunes vinieron unos señores del municipio y nos dieron este cuchitril donde vivimos con el Tuerto. No tenemos sed y no sufrimos el frío. Es cierto que hoy es ocho de enero y que después viene el demonio de febrero y en junio el invierno. Pero del mismo modo es cierto que en junio no sufriremos este bochorno oprobioso.
Todo depende de cómo uno lo mire, dijo el Tuerto.

Escribe Marcelo Zabaloy

Traductor aficionado y libros traducidos publicados por El cuenco de plata: Ulises y Finnegans Wake de James Joyce y El atentado de Sarajevo de Georges Perec

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