Sábado por la noche

Ilustración: Mariano Lucano

Un pequeño cuento de otro tiempo sobre el control y la vigilancia, por Orlando Espósito. Ilustración Mariano Lucano.

—Documentos—, gruñó el matute.

Eran otras épocas; tendríamos quince años o por ahí. Plena vigencia de la democracia. Habíamos ido a bailar los cuatro. Cuatro inseparables del colegio y del barrio. Diego, Pablo, el Negro y yo, cuando ocurrió lo de siempre.

Íbamos caminando por la avenida, charlando, riéndonos, bromeando entre nosotros. No diré que éramos felices ¿quién lo es a los quince? Éramos muchachos despreocupados. Eso: despreocupados, como cualquiera que no tiene que levantarse al día siguiente para ir al yugo. Acaso una sombra apenas, por un examen de geografía o química que no estaba preparado, un poco de remordimiento por meter los ganchos en el monedero de la madre para salir a la noche o por haber dado un par de caladas a una tuca; culpas que pesaban muy poco en el corazón.

De repente un patrullero arrima a la vereda justo cuando estábamos por cruzar la calle. La luz azul destellaba encegueciendo, imposible mirar. Bajaron varios, tres o cuatro. Detrás paró otro con la licuadora a todo trapo y bajaron dos más. Nos rodearon y nos empujaron contra la pared. No era la primera vez que pasaba era cosa de sábado por medio.

Entoces uno dijo:

—Documentos—. Nada más. Los otros se dispusieron formando un arco a nuestro alrededor. Uno se daba golpecitos con el bastón contra la palma de la mano. El que cargaba más tiras en la manga le habló al que tenía al lado:

—A éstos ya los tenemos vistos de otras veces ¿no?—. El que había pedido los documentos los iluminó con el haz de luz de la linterna mientras hacía como que los observaba con detenimiento.

—¿Son de por aquí?

El Negro, que ya estaba sudando y medio temblón —porque sabía lo que se venía— se apuró a contestar:

—Sí, sí, somos del barrio. Yo vivo a tres cuadras, sobre la avenida—. El matute lo miró fijo como si le hubiera molestado que respondiera. El del bastón aceleró el ritmo del golpeteo sobre la palma de la mano. Dos o tres cambiaron el peso del cuerpo a la otra pierna.

Algunos, la mayoría de ellos eran morochos más o menos como el Negro. El más morocho lo miró y preguntó:

—Vos, negro, ¿que hacés, trabajás?—. Casi no se oyó la respuesta:

—Estudio.

—¡Ah, son estudiantes!—, dijo otro.

El que tenía los documentos miró al Negro y dijo:

—Documentos.

—¡Ya se lo di!—. El matute miró los plásticos que tenía en la mano y replicó: —No, no me lo diste. El tuyo falta—. Pablo intervino:

—Lo tiene ahí, ya se lo dio—. Pero el del bastón lo apretó con la punta del palo contra la pared: —Vos tranquilo, ¿eh?—. El otro siguió:

—Te vamos a llevar a la comisaría por indocumentado—. Diego intentó una protesta:

—¡No pueden…!—, pero un golpe en el cuello lo llamó a silencio.

—Claro que podemos, rubio. Podemos llevarte a vos también, si tenés ganas de pasar una noche

en el calabozo.

Se lo llevaron. Diego quedó en llamar al padre para avisarle que otra vez habían chupado al hijo los de la comisaría del barrio. Después de aquello el Negro nos evitó, dejó de llamarnos, nunca atendía si lo llamábamos y nos esquivaba cuando nos cruzábamos en la calle, como si los culpables de que siempre se lo llevaran a él fuéramos nosotros.

Pasaron varios años hasta que lo volví a ver. Fue en la parada del colectivo, sobre la avenida. Yo estaba por subir y nos topamos porque él estaba bajando por la puerta delantera. Me sorprendió verlo con el traje azul de la Policía Federal. Di un paso atrás y solté el manillar para dejarlo que pisara la vereda. Intenté tomarlo por el brazo pero se apartó con un movimiento brusco. Pensé que no me había reconocido y lo llamé: —¡Negro!, ¡Negro!—, pero no hizo caso y siguió su camino.

Escribe Orlando Espósito

Orlando Espósito nació en Banfield, provincia de Buenos Aires, en 1946. Es padre de cuatro hijos. Fue fotógrafo, librero, distribuidor de maquinaria para la industria gráfica y gerente comercial en empresas de desarrollo de software desde que esta industria dio los primeros pasos. Durante años se ocupó de la explotación de una granja ganadera situada cerca de Fuerte San Javier, en la Patagonia Norte. Viajero, apasionado por las letras desde su adolescencia, hoy vive en Buenos Aires y se dedica de lleno a escribir.

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El fantasma verde 5

Todos contentos: Lena la llamaba «le pâtisserie», el Flaco «la confi» y los ministros de la iglesia mormona «the bakery», la cuestión era que el barrio entero desfilaba para comprar los productos que salían del horno de Doña Tota

13 Comentarios

  1. Creo que el final apela a una cuestión interesante acerca de este personaje: volver activo lo sufrido pasivamente.

    • Un cerebro chupado en una comisaria. Y luego viene el sindrome de Estocolmo.
      Que bueno que al menos se salvaron tres.

      • Fiel a su estilo descriptivo, el autor nos conduce a través de una historia del pasado, aún vigente…
        En su amena narrativa, describe situaciones de abuso e impotencia, con un final inesperado, que denota profundas secuelas…

  2. Gracias por tu comentario Anahí. Así fue: un amigo perdido en un uniforme azul.

  3. Un cerebro chupado en una comisaria. Y luego viene el sindrome de Estocolmo.
    Que bueno que al menos se salvaron tres.

  4. Cronica de todas las epocas … lugar comun pero con final abierto … muy bueno !

  5. Excelente descripción de lo que sucede, aún hoy y lo naturalizamos. Gran error!
    El diálogo, logra una dinámica vivencial del relato.
    Impotencia, falta de valores, discriminación, y una palabra que resuena :NEGRO, para desvalorizar al otro, a pesar de ser espejo de esa adjetivacion absurda

  6. La esencia del cuento, está en lo que no decís. La discriminación de los policías hacia el Negro, por ser estudiante y tener amigos «rubios» lo acosan. Como si por su piel o por sus orígenes, su destino no puede ser el de estudiar, tener una carrera. Debe ser chorro o policía.

  7. Gracias, Marga.

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