Silencio, oficio y exilio.

Dibujo: María Lublin

Un cuento sobre un hombre indistinguible y un detective tras sus pasos. 

Diremos que su nombre es Jorge Pérez, en lo sucesivo JP. Su único objetivo consiste en eludir el peligro de ser descubierto. Eludir todo signo que lo denuncie, describir los rodeos que es preciso describir con el fin de no ser visto, ni percibido. No debe ser evidente ni previsible. Tiene que ir por donde no se puede ir, recorrer los senderos tortuosos del sigilo, debe subir picos vírgenes y descender sin otro socorro que su propio esfuerzo. Debe ser, en resumen, invisible. Por eso sus encuentros con otros seres son siempre breves, furtivos, escuetos. Lo de Inés, por ejemplo, es un símbolo de sus desencuentros.  No puede permitirse el lujo de discutir con hombres o mujeres que después lo recuerden. Su pescuezo depende de que no se lo note. El tipo que lo ve, si lo ve, tiene que verlo como el hombre del terno gris, debe creer que vio un gorrión, un perro común y corriente, un felino gris, un hombre de perfil en el subte, un dependiente del municipio, en resumen, no debe ver un hombre con signos fisonómicos reconocibles sino un tipo del montón. Oh, misión. De vivir eludiendo se convirtió en un espectro, presente por omisión, oculto por evidente, imperceptible como uno de los irreconocibles (¿seguro?) obreros negros riñendo dentro de un túnel sin luz.

Con el fin de ir por este mundo sin ser visto JP vive como quien dice de perfil. Se mete en un tren y los otros distinguen un contorno gris notorio solo por sus bordes difusos de modo que ninguno puede describirlo en el supuesto que se los requiriese un detective. No es petiso ni enorme, mide lo que mide un hombre promedio. El pelo no es ni rubio ni morocho sino de un tono intermedio; hubiese sido terrible que fuese pelirrojo o incoloro, colores que no sufren el teñido o que si lo sufren siempre tienen el inconveniente de los bigotes incipientes y los otros pelos del rostro que surgen en todo momento, o los ojos miopes y el pellejo níveo de los incoloros. JP no es gordo ni esquelético, sus músculos poderosos no son notorios sin ser por eso menos mortíferos; los mueve el odio o el furor de un entrevero. Su rostro, como se dijo, es un rostro de perfil, no grotesco ni bonito sino felizmente mediocre. Es un rostro común y silvestre, seco e indiferente, uno entre miles que no se distingue del resto. Por eso mismo no se ve. Porque es un hombre borroso que se esconde entre el gentío, que se confunde con el pueblo, que fluye con el montón de gente que se mueve por los corredores del subte en el hormiguero convulsivo del regreso o en el serpenteo soporífero del ingreso en sus tediosos empleos en los ministerios.

Es imposible seguir el derrotero de un tipo como él. Poco menos que imposible, pero no imposible porque JP tiene su perseguidor. El detective Quéno lo conoce desde sus tiempos de director en el erredendel (Refugio de Niños Delincuentes). Desde el momento que lo vio intuyó su prodigioso futuro de delincuente cruel. Su rostro de niño inocente no lo convenció. Vio relucir en sus ojos los destellos incipientes de un odio que no muere. Consideró inútil todo esfuerzo por reconvertir ese odio en sentimientos positivos. Pocos meses después de su ingreso sucedió lo del recluso que lo violó. Fue él que lo encontró riendo en un rincón con un recipiente de querosén y un encendedor. El otro recibió su merecido, es cierto, pero el ingenio del niño, lo violento del designio cruel que urdió, lo conmovió de un modo extremo. Conmoción que permitió que el pequeño bribón huyese en medio del griterío de los bedeles pidiendo por los bomberos, y los gemidos terribles del pobre infeliz prendido fuego como un tizón del infierno. Los bomberos estuvieron muy lentos en concurrir, es cierto. Pero el jefe se excusó diciendo que en este pueblo enfermo ellos no son héroes, diferentemente de los ingleses, que se enorgullecen de sus bomberos y de sus incendios gloriosos, porque no tenemos incendios suficientes o porque los que tenemos, como este, son extinguibles solo destruyendo por completo el objeto que se prendió fuego. El director del erredendel coincidió con el jefe en que de todos modos no se perdió mucho.

Si bien JP solo vive el presente, el detective Quéno tiene un registro incompleto que fue consiguiendo con el tiempo. No es mucho lo que consiguió pero por lo menos pudo reconstruir un poco sus orígenes. El progenitor de JP fue un delincuente notorio, conocido en el medio por sus secuestros de tipos pudientes por los que cobró millones. Un precursor de los Puccio. De todos modos, incluso recibiendo el dinero dentro del término exigido, el cruel rey de los secuestros extorsivos no quiso testigos y los exterminó con métodos dignos de un demonio enloquecido. Ninguno de sus clientes sobrevivió. Los destripó vivos y les puso los intestinos enfrente de los ojos. Los despellejó sin cloroformo. Sus hijos y sus mujeres recibieron registros sonoros, fotos y films de todos sus procesos. Los crucificó, vistiéndolos primero como cristos, con espinos y todo. Incluso hizo imprimir unos letreros que puso en el tope de los lúgubres cruceros: I.N.R.I que él interpretó (Quéno) como “Intente No Reírse Imbécil”. Terriblemente irónico. Los untó con miel y los puso en un cepo sobre un hormiguero hirviendo como un río rojo. Les cortó los penes y los testículos y se los metió en el buche.  Los quemó vivos y los filmó. Filmó sus rostros incrédulos, se burló de ellos con un fósforo encendido entre los dedos después de sumergirlos en toneles de querosén. Tomó fotos de los pobres infelices retorciéndose de dolor envueltos en un vórtice de fuego, como si fuesen los crujientes corderos de un festín. Cómo logró desprenderse de los cuerpos, es un misterio. Se supone que se los devoró, porque no se encontró ni un hueso, ni un pelo, ni un diente, de ninguno de los nueve o diez tipos que secuestró en doce meses, entre enero y diciembre del veintinueve. Después se hizo humo y con el tiempo sus hechos se fueron diluyendo en los periódicos, que siempre requieren sucesos frescos como legítimo modo de sobrevivir.

Quéno tuvo que ver lo que los otros detectives no quisieron ver. Los hechos horribles venden, los sucesos dolorosos, el ómnibus que se precipitó en el río repleto de niños de un colegio bilingüe de Olivos, todos rubiecitos y de ojos celestes, terrible, terrible, dijo el reportero; el tren que embistió el vehículo en el que tres jovencitos murieron con los cuerpos divididos en tres trozos deformes, los miembros inferiores escindidos desde los pies, los troncos como si los hubiese dividido un bisturí, y los miembros superiores unidos con los cuellos sin rostro. Un pueblo de luto,  tituló un vespertino, seguido de un copete Tren sin frenos terminó con tres jóvenes muertos en Coronel Pringles (FNGR). Con todos estos eventos mortuorios y otros de índole político o deportivo, el molesto incidente de los secuestros extorsivos seguido de muerte, se olvidó en pocos meses.

Se dijo, sin testimonios fidedignos que lo comprueben, que JP fue el engendro de este hombre y su mujer, socios en un burdel junto con un individuo de nombre Emir (digresión ineludible: mire, Emir, rime o no rime tengo que irme) Cierto o no, este hombre perverso y su mujer fueron por lo menos los tutores de JP. Pero lo mismo dicen de Quéno que no existe ni existió y que es un mito que un pobre tipo con pretensiones de escritor soñó en un cine y que tiempo después noveló sin éxito. Pero, dicen estos rumores, solo el mito sobrevivió.

Este Emir, según supo después Quéno, dio un golpe con el Tigre Pérez, seudónimo del progenitor de JP, que estuvo meses y meses en todos los periódicos. Fue un golpe digno de un film. Lo dieron un domingo de diciembre del veintidós, en el momento justo de correrse el Pellegrini, premio hípico sobre césped. El triunfo, por un hocico y medio, fue de Rico, un potrillo moro conducido por el jujeño R. Pelletier. El premio, en dinero de entonces fue de cinco mil pesos oro, hoy unos cinco millones, grosso modo. Vestidos como obreros del hipódromo se metieron en el stud. Ni bien el jockey quedó solo en el vestidor, el Tigre, experto en el rubro, lo dominó sin esfuerzo (es obvio que todos los jockeys son diminutos), lo durmió con un trozo de género embebido en cloroformo, y lo secuestró metiéndolo en un cubo que completó con un poco de trigo. Se fue con el jockey y lo metió en un remolque de equinos que lo esperó enfrente. Su socio, en un movimiento repentino como un refucilo nocturno, seccionó el cuello de un obrero del hipódromo que intentó meterse en un vehículo con el dinero del premio que debió recibir el jockey.

–Démelo ¬le dijo, poniéndole un cuchillo filoso en el mentón– yo se lo llevo.

–Pero… –titubeó el pobre infeliz. En ese mismo momento le hundió el cuchillo, un Solingen brilloso de doble filo, en el cogote.

Cometido el crimen, sin ningún testigo, pues todo sucedió en un corredor interno del hipódromo lo suficientemente seguro y por ende sin custodios, Emir corrió sin ruido y se filtró entre unos hierros convenientemente torcidos con un crique en los momentos previos del golpe. Los cómplices huyeron con el jockey en el remolque y el dinero del premio dentro de un bolso. Pero el golpe no resultó como quisieron. Recorrieron unos kilómetros en dirección del centro, por no  meterse en un pueblo del interior donde todos los movimientos poco comunes se vuelven sospechosos. En Olivos los detuvo un contingente; se detuvieron. Les pidieron los documentos; se los dieron. Los milicos olieron un tufo y los documentos fueron muy poco convincentes. Uno de ellos puso un dedo en el percutor de su Remington rotoso. Pérez lo vio pero se quedó quieto. El jefe les pidió que exhibiesen los documentos del vehículo. Ellos respondieron que el vehículo… pero justo el jockey se despertó y gritó pidiendo socorro. El tiroteo duró quince minutos. Murieron cinco efectivos; intervino el ejército que los rodeó por completo y les pidió que se rindiesen. Emir quedó tendido en el piso, medio muerto, pero cubierto por los cuerpos de los efectivos y por los tiros de los rifles y revólveres que el Tigre recuperó. El jockey les sirvió de escudo; con él se metieron en un vehículo; el Tigre subió primero el bolso con el botín, luego el cuerpo moribundo de Emir y por fin el jockey diminuto que terminó conduciendo como un demonio y eludiendo todo lo que se le puso enfrente. De todos modos este recurso de cumplir con el rol del buen chofer no le sirvió de mucho porque R. Pelletier, terminó tendido en el suelo con un tiro de fusil en el occipucio. Los delincuentes huyeron. El Tigre se ocupó de Emir, lo operó como si fuese un médico experto, le quitó tres proyectiles, uno bien profundo metido en el centro del esternón, otro de uno de sus glúteos y el tercero en el hombro izquierdo. Lo escondió en un refugio seguro y le dejó su porción del botín. Ese fue su último encuentro. Fue como si el mundo se los hubiese deglutido. De todos modos, Quéno investigó y con el tiempo supo que el Turco Emir, puso un boliche en un distrito difícil. El viejo Pérez, el supuesto progenitor de JP, se entretuvo con un negocio de opio que no prosperó y continuó un tiempo con los secuestros extorsivos seguidos de muerte, negocio que le reportó millones; invirtió en dispositivos tecnológicos, especuló con bonos del tesoro, dictó cursos en círculos selectos del secuestro VIP (en Tinerhr, en Erfoud, en Tiznit), se modernizó, delegó cierto tipo de negocios violentos, puso burdeles exquisitos,  modificó su nombre y sus costumbres, edificó un templo, escribió libros de consejos que hicieron furor, puso un negocio de bienes inmuebles y tres lustros después de estos incidentes recibió el título de Hijo Dilecto y Protector de Picún Leufú, un  pequeño pueblo neuquino donde optó por residir el resto del tiempo que el Señor Misericordioso, cuyos designios no conocemos, le concedió.

Escribe Marcelo Zabaloy

Traductor aficionado y libros traducidos publicados por El cuenco de plata: Ulises y Finnegans Wake de James Joyce y El atentado de Sarajevo de Georges Perec

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El fantasma verde 5

Todos contentos: Lena la llamaba «le pâtisserie», el Flaco «la confi» y los ministros de la iglesia mormona «the bakery», la cuestión era que el barrio entero desfilaba para comprar los productos que salían del horno de Doña Tota

2 Comentarios

  1. Final feliz para los malandras en este relato. Jorge, Emir, Pérez, Quéno, Inés, Pelletier, nunca un Aníbal, un Arias, una Marta. Firme este Zabaloy. ¡Felicitaciones!

  2. Es que, usted me entiende, Espósito, estoy podrido de que siempre triunfen los buenos. Los viles, los crueles, los insensibles, que en estos tiempos violentos vemos en todos los noticieros y en los periódicos, merecen un cuento en donde se les otorgue un humilde reconocimiento, por lo menos siendo héroes cívicos en Picún Leufú, en Loncopué, o en Epuyén, sitios que usted conoce muy bien, por lo que pude ver el su libro. De todos modos, le quedo muy reconocido por su comment o, como se dice hoy, por su like.

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