En este relato de nuestra nueva colaboradora Dafne Casoy, el misterio emerge de la mano de un deseo que quiere tomar forma, ilustrado por Javier Ranieri.
Fanny dice que parezco una calesita y que de una vez por todas acepte la invitación del hombre misterioso. Quizá fuera demasiado tímido para subir una foto en una aplicación de citas.
—No todos los tímidos son asesinos seriales —agrega, y no puedo dejar de mirar cómo corta la milanesa en trazos perpendiculares hasta dejarlos muy chiquitos—. Ya estás vieja para tantas mañas.
Cenamos en mi casa como todos los viernes. Ella le deja la comida lista a su marido que es un poco chapado a la antigua y viene a hacerme compañía. Mi casa todavía está a medio terminar. Pero igual preferimos quedarnos acá porque podemos hablar tranquilas. Cuando me mudé era una ruina. Me decidí por el precio, que era llamativamente bajo para tantos metros. Llevaba más de dos años vacío y de las cañerías salía un olor extraño, como a pájaro muerto. En otro momento de mi vida esto hubiera sido suficiente para echarme atrás. Ahora necesitaba desesperadamente un cambio y el departamento, con sus dimensiones para moverme a mis anchas y la pequeña terraza para mi limonero me iba a venir muy bien. Tuve que romper los pisos, desenterrar lo que había debajo. Con la reforma quedó bastante mejor aunque los problemas de humedad persisten: pareciera que siguen mis estados de ánimo, avanzan o retroceden según el psiquiatra me sube o me baja la dosis de la pastillita.
Los viernes de principios de mes pedimos sushi y la última semana nos conformamos con las promociones de la parrilla de la esquina; son bastante malas, salvo porque los viernes hay tiramisú de postre. Es nuestro ritual semanal: no estoy del todo segura si Fanny viene porque le gusta estar conmigo o tiene miedo de que si me deja mucho tiempo sola empiece a desvariar.
Que yo no puedo seguir así, dice. Que tengo que volver a salir al mundo. O al menos a un bar, se ríe forzadamente, pasándome el vino. Le contesto que no le miento, que aunque sea ella, que me conoce de toda la vida, tiene que creerme. Cómo le voy a mentir justo con eso.
Había sucedido tal cual se lo contaba: la foto de la silueta vacía, el nombre y fecha de cumpleaños —no figuraba el año—, y la ironía, más que nada la ironía, todo coincidía con Luis. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? Hacía dos noches que me tomaba una segunda pastilla para dormir. No podía creerlo; y tampoco no hacer nada.
—Sé que es una locura, pero mirá si hay una ínfima posibilidad de que todo este tiempo…
—Soltá de una vez —me ordena bajito, inclinándose sobre la mesa y agarrándome fuerte de los hombros con sus manos artrósicas. Enseguida me deja y se para a buscar algo de la cocina. Esquiva la pequeña isla que divide los ambientes y, dándome la espalda sigue con la perorata: —Aflojá, nena. Si no, te vas a pudrir por dentro.
—Me dijo que ya nos conocimos antes, aunque yo no me acuerde. ¿Qué me quiso decir? Me insiste en que estoy dando demasiadas vueltas y que necesita verme en persona.
Fanny vuelve sin nada en las manos, no entiendo para qué se paró. O quizá ni ella lo sabe, cada vez anda más desmemoriada. Le pasa seguido. ¿No debería hacerle un comentario a su hijo? Cuando se sienta de nuevo, lo hace con otra actitud.
—A ver, contame detalles —dice, como si me palmeara con la voz.
—Dice que somos vecinos del barrio. Que le aparecí en la aplicación por la cercanía y entonces supo que ya me había visto otras veces: en la farmacia, y cuando bajé a abrirles a los del cable. Pero yo en el barrio no lo vi, de eso estoy segura.
—¿Sabe dónde vivís y te lo dice así? ¿No será un degenerado?
—¿Qué decís, Fanny? Primero me insistís que le conteste y ahora me ponés paranoica.
—Mirá, nunca está de más ser precavida —dice, mientras le quita las aceitunas a la ensalada. Odio cuando hace eso con la comida, siempre anda separando cosas con las manos y las hace montoncitos en el mantel; parece un basural—. Bastante baile tuvimos en nuestra vida cuidándonos de que nadie supiera dónde vivíamos, dando nombres falsos, mirá si ahora en un descuido, por una estupidez…¡Nos recibimos de zonzas! Esta ensalada es un asco. Pasame la sal, querés.
Espero hasta que termine de convertir la ensalada de verdes en un campo nevado y, apenas lo pienso, siento un frío repentino. Le muestro en el teléfono el corazón que Luis me mandó para hacer contacto y, justo debajo, el último mensaje. Es demasiado largo y muy críptico. Parece que dice muchas cosas y, al releerlo, ninguna frase tiene sentido. Como si fuera obra de una persona demasiado dubitativa, o alguna clase de código. La mano me tiembla con el teléfono a través de la mesa y tengo que sostenerlo también con la izquierda para que Fanny pueda leerlo.
—Ana, ¿quién es Ana? —pregunta.
—¿Cómo quién es? Vos y tu memoria están empezando a preocuparme. Ana era mi nombre de guerra. ¡Te tenés que acordar!
Fanny me saca el teléfono y se calza los anteojos que lleva sobre la cabeza como vincha, para leer mejor.
—Ana, sí… debe ser una confusión —dice, y lo apoya sobre el mantel, pegado al montoncito de aceitunas, justo antes de pararse e ir otra vez a la cocina. Abre la heladera y mira dentro. Pasa el tiempo y no saca nada. En ese instante siento que la noche puede terminar muy mal. Me acerco y le cierro la puerta con suavidad. La tomo del brazo y la traigo de nuevo a la mesa.
—Contestale —dice.
—¿Ahora?
—No, el año que viene. ¿Cuándo va a ser?
Arrastro la silla y la pongo pegada a la de mi amiga. Cuando abro la aplicación siento los rulos en cascada de Fanny como una venda sobre mis ojos. Alejo bruscamente la cabeza y mi cuello cruje. Me acuerdo de Kun, el osteópata de mi prima, la única cita que intentaron armarme y que resultó un fiasco. Qué bien me hubiera venido que funcionara, sesiones gratis, debía ser bastante bueno. Cada parte del cuerpo tiene una función específica, una razón de ser, había dicho tomándome con firmeza del codo y atrayéndome hacia él. La cita había terminado ahí.
—¿Y? —Fanny insiste —¿qué esperás?
Vuelvo a concentrarme en Luis; a esta altura, creo que todas las derivas son para no pensar lo que ya parece inevitable. Le escribo que acepto arreglar un encuentro, y pienso en que, si me llega a proponer el viernes siguiente, en lugar de sábado, si debería decirle a Fanny de pasar nuestro día o no, cuando recibo la respuesta a los pocos segundos. Me contesta que está saliendo para mi casa. Siento un vaho de calor por el cuerpo. Protesto que estoy con mi amiga; en lugar de echarse atrás, me pregunta el piso. Suelto el teléfono en la mesa sin contestar, como si me hubiera quemado con la fuente del horno. Fanny lee la pantalla y me mira preocupada.
—Esto no me gusta nada. Esta noche te venís a dormir a mi casa.
—No parecía un tipo jodido, qué querés que te diga. El tipo es muy raro.
—A ver —dice y agarra el celular—. Le pongo los puntos yo—. En lugar de empezar a escribir, mira la pantalla y no hace nada. Achina los ojos de una manera que me pone más inquieta todavía.
—Hay algo que no me cierra —sigue —. ¿Cómo puede ser que no tenga foto si es una aplicación en que la gente se conoce por la foto? Es raro que lo hayan dejado inscribirse.
—Es el perfil de su Facebook y sólo tenía la silueta. Y te lo copia directo.
—Qué rebuscado.
—Te dije. Críptico.
—Bueno, terminemos con este misterio. —Fanny se pone a teclear. Lo hace muy concentrada, con cierta lentitud: siempre le cuesta apuntarle a las letras chiquitas en la pantalla. Para no ponerme ansiosa, miro hacia la puerta y las paredes. Me distraigo con los cuadros colgados con dibujos que hizo Lucía cuando estudiaba Bellas Artes. Nunca entendí del todo qué quiso hacer en esos bocetos, son demasiado abstractos para mi gusto. Pienso en cuánto la extraño y si este fin de año se va decidir a tomar un avión para las fiestas, cuando veo una mancha de humedad, justo sobre el aparador, que estoy segura de que no estaba antes. Se lo estoy por comentar a Fanny cuando observo que golpea triunfal la última tecla. —Listo —dice. Mi reproche dura poco; en ese momento golpean la puerta. Fanny pega un grito. Golpean dos veces juntas, tres veces, y dos más, como en un código. Me paro temblorosa, mi oído se agudiza y percibo el crujido de la madera bajo mis pies. Antes de abrir la puerta, siento un olor fuerte que no me atrevo a descifrar. Acerco los labios a la madera y, con un gran esfuerzo para sostenerme parada, susurro: —¿Luis? Soy Ana.
Gracias Colofón, Lucas, Anahí por publicar mi cuento. Y a Javier por la hermosa ilustración (doy fe que tuvo muy poco tiempo para hacerla). Saludos!!
Qué buen cuento! La tensión. No saber por dónde puede saltar.
Y en el marco de una rutina de viernes entre amigas, y sin embargo. De monotonía, nada.
Gracias 🙂
De cuántas cosas habla y con tan poco, y en tan poco!!! Como la vida misma, se agradece la mirada aguda y el oído tan atento. Buenísimo cuento.
Gracias!
Hermoso cuento. El espíritu de Cortázar se fusiona con una escritura contemporánea. La desesperación nos lleva a cometer errores (como en la política). Sigue el camino del último libro de cuentos de la impecable Casoy.
Ojalá los errores de la política se pudieran corregir como los cuentos. Gracias, Claudio!