Un cuento sobre formas que pueden llegar a exceder lo pensado o no.
Recordaba cierta mención a los orígenes violentos de los cuentos de hadas. Era parte de un cómic, un clásico de los noventa. Me puse a investigar. Tenía un análisis psicoanalítico de Bruno Bettenheim y, como buen análisis psicoanalítico, culpaba al padre e inmediatamente se ponía sexual. Leí algunas páginas y supe que no era lo que buscaba. En paralelo tengo un libro que se llama Cuando los dioses hacían de hombres. Un libro hermoso sobre los primeros mitos conocidos de la civilización. Hay otro libro escrito por un gran guionista llamado El círculo de los mentirosos que recopila las historias más antiguas que se pueden recopilar. Pero no, ninguno de estos libros estaba vinculado con esa tradición oral europea y despiadada. Estuve un rato en la biblioteca municipal, seguí el progreso de los griegos a esta parte cuando sentí algo en la nuca. Una especie de ser gelatinoso, no parecía estar succionando nada de mí, solo colgaba, a cada segundo más pesado. Noté que otras personas a mi alrededor también tenían esa ameba oscura surgiéndoles de la nuca. Me quedé quieto con el corazón a mil. La sentí caer por su propio peso y hacer un ruido como de bombucha. Era una medusa negra, me quedé más tranquilo, me hubiera preocupado que fuera un pulpo o un calamar. Claro que no sé cómo se comportan las medusas negras que crecen de la mente pero la mía buscaba los entresijos del suelo, lograba moverse bastante bien para tratarse de un ser tan dependiente del agua. El charco negro a su alrededor debía facilitarle las cosas. Vi mi medusa perderse entre las uniones del piso flotante. Volví a prestar atención al libro de turno, ya no había medusas en el ambiente. Supuse que había sido una pequeña alucinación.
Me dispersaba un poco al leer, no podía quitarla de mi cabeza cuando la sentí caer del techo al piso de la planta baja. Tuvo un recorrido grande por el aire tratándose de un edificio viejo y el reviente contra el piso me dolió. Fue como si la bombucha fuera parte de mí. Traté de tranquilizarme. No podía ni empezar a explicar lo que me estaba pasando. Cerré el libro y lo dejé en una pila que encontré camino a la puerta de salida. Mi paso era firme, tenía que llegar a la planta baja antes de que la medusa se escabullera. No sé por qué daba por sentado que nadie la vería. Bajé las escaleras casi corriendo y al llegar a planta baja, la nada misma. Pude ver que había un hombre trapeando el piso en un pasillo aledaño y me pareció que en uno de sus baldes chapoteaba alguno de estos cosos. Si, coso. Decidí dejar de llamar medusa a algo que no sabía bien qué era. Me acerqué al balde y el hombre se quedó mirándome.
-¿Le gusta? – Me preguntó.
-¿Qué es? – Indagué.
-Un balde. – Me dijo y se quedó mirándome como si estuviera viendo al ser más pelotudo de la galaxia.
-Ya sé que es un balde pero hay algo ahí. – Dije casi indignado.
-Si… mi trapo. – y retiró su trapo con un temor muy bien actuado. Frente a él, usó su trapo como quien usa una marioneta. Sus ojos tenían un miedo atemporal, como si se enfrentara a una criatura pequeña pero definitiva. Se revolcó por el piso enchastrando el lugar. Claro que seguía peleando con su trapo y un compromiso con la actuación debió haberlo poseído. Aunque sentí que me estaba boludeando de lo lindo su compromiso con el chiste me pareció inobjetable. Me quedé viendo hasta que terminó el acto, con él y el trapo inánimes en el piso.
Sentí como el líquido negro se deslizaba hacia las capas freáticas mientras las horas pasaban, la noticia de un muchacho que había muerto peleando con un trapo de piso no me sorprendió. Seguía intrigado por el destino de esa ameba negra. Supuse que se había deslizado hacia alguna corriente, que había alcanzado una profundidad oceánica y sus filamentos negros se había confundido en el agua, como cursivas de otro tiempo, en el silencio cósmico sus filamentos se volvían tentáculos, revelando que siempre había sido un pulpo, riéndose de mi desde las imágenes virales, escabulléndose, escapándose hacia las mitologías, hacia la hydra y todas esas cabezas que se pueden cortar pero volverán, crecerán y se multiplicarán. Ese monstruo quedó impregnado en una hoja, con letras como éstas, pequeños filamentos de una cuestión del pasado riéndose a lo lejos. En una esquina del tiempo.
De repente sentí una ameba colgando de mi lóbulo occipital. Una ameba negra y brillante, cual engominado de muchacho al que le cabe esa movida.
Misterioso recorrido desde el escriba, al goteo de la nuca, al balde del portero, a la hydra, al cefalópodo informe, a la hoja de papel ominosa. ¡Bravo Iranzi! Felicitaciones.
Gracias Orlando, hacía mucho que no publicaba, me voy sacando las telarañas, aunque permanece una ameba cerebral, jajaja.