El domingo 04 de febrero, en el Centro Cultural Konex, tuvo lugar el Festival Buena Vibra en el que tocaron Juana Molina, Sig Ragga, Francisca y los exploradores y Fémina. Ana Mombello (Fotografía) y Mercedes Roch (Crónica) registraron el evento.
A los domingos se les ha hecho la mala fama de ser deprimentes. Yo creo que el problema es nuestro que somos ansiosos y no podemos dejar de pensar en que al día siguiente hay que volver a la rutina laboral. Esto lo digo porque los domingos también son días geniales en que no hay que cumplir con obligaciones. Pero además de eso, algunos domingos dan alojamiento al Festival Buena Vibra (en esta ocasión en su versión «en el patio») que de deprimente no tiene nada.
El quinto y, por ahora, último volumen del Festival Buena Vibra fue el primer domingo de febrero, un día de calor extremo y tuvo lugar, como el resto de las ediciones, en el Konex, la amigable ciudad cultural situada en una antigua fábrica de aceites.
La idea de la productora de este festival, cuyo primer volumen fue en marzo del año pasado, consiste en estimular todos los sentidos del público. Por esa razón, en una de las paredes del Konex, los graffiteros Keso y Perlazone la dividen al medio y pintan en vivo, cada uno su parte, un mural con onda Street Art mientras la gente comienza a agruparse a su alrededor. Adentro, en la sala de las columnas, se creó un ambiente de relajación y entretenimiento con distintos metegoles, mesas de ping-pong, juegos de arcade, venta de discos e incluso peluquería. Afuera, en el patio, donde el sol todavía pega fuerte, ha empezado a agruparse la gente conformando una atmósfera un poco extraña y a la vez pintoresca en que se combinan rondas de mate y exceso de glitter.
La primera banda en tocar es Fémina, el grupo musical de mujeres que encuentra sus orígenes en San Martín de los Andes hace más de diez años. Con una formación instrumental simple (cajón, guitarra, charango y una ocasional flauta traversa) y sus voces poderosas que se entremezclan entre sí con una impecable afinación, ya empiezan a transmitir la buena vibra.
Mientras las escucho, pienso en que no podría encasillarlas. Son folk, sí. Pero también pop, también rap. Eso unido a una mezcolanza de ritmos latinos como la cumbia o el candombe. A su vez, la onda que tienen es pacífica pero enérgica, contienen la suavidad femenina y también representan la fortaleza que tenemos las mujeres.
En esta tarde, las Fémina tocan algunas canciones de su cuarto disco, el cual está por salir de la mano de Will Holland (Quantic), productor inglés instalado en Nueva York. Con “Deshice de mí”, su reinterpretación del clásico de Tita Merello y parte de su segundo álbum, naceel impulso de levantar los brazos en el aire y mover la cabeza suavemente de un lado al otro. El hitazo “Buen viaje”, cuyo estribillo hace que el público, que ya ocupa casi todo el patio, cante de forma sentida con los ojos cerrados. “Los senos” es el tema con que se despiden, dedicándosela a todas las mujeres del público que sonríen y bailan el ritmo marcado por el cajón peruano. Así, las Fémina se van aplaudidas por todos los que estamos ahí, mientras el patio se sigue llenando.
La mayoría vuelve a ocupar su lugar en el suelo, hasta que empieza el show de Francisca y Los Exploradores, el proyecto musical del cordobés Franco Saglietti. La onda empieza a cambiar con teclados y sintetizadores que se alejan de los ritmos latinos que venían sonando. La estética también es muy particular: todos están vestidos de negro, menos Franco que viste solo una camisa blanca y un sombrero. En la pantalla se proyectan imágenes geométricas de colores.
El grupo bendecido por Adrián Dárgelos de Babasónicos toca un cancionero pop indie con melodías agradables. Cuando dedican una canción a todos los paranoicos del público llamada “Aspirinas”, en que se narra con una balada suave las frustraciones de quien pierde el control, en el centro del patio, una parejita se abraza y baila como si fuera un lento. De a poco, la banda se va desarmando en vivo y las últimas canciones son interpretadas por Fran como solista que cierra con “El día de la lenteja”,
A las siete de la tarde, suben al escenario los Sig Ragga con su típico vestuario. Los cuatro tienen un traje holgado de color blanco, mientras sus caras y pelos están pintados de plateado. Es inmediato, con la primera canción que tocan, la gente empieza a moverse. Yo también. Veo a los técnicos que tampoco pueden evitar mover el cuerpo como si se tratara de una descarga eléctrica.
Con su onda reggae progresiva (sí, así como suena), la banda formada en Santa Fe hace ya veinte años se eleva como lo que necesitaba el reggae en la escena local. Se trata de una renovación sobre un ámbito que tiende a homogéneo puesto que con su formación de bajo, batería, teclado y guitarra, sumada a la afinadísima voz de Tavo Cortés (que también marca la diferencia con el reggae local comercial), le imponen un power indescriptible en el marco de una composición cuidada y una ejecución impecable por parte de todos los integrantes de la banda.
Además de eso, Tavo Cortés nació con el don del showman. Cuando tocan “En el infinito”: él se aleja del teclado, levanta las manos como un Pai y pide a los espectadores que coreen “amor, amor, amor”. Pienso en esa imagen singular conformada por cuatro tipos en un escenario, vestidos de ese modo, pidiendo por más amor. Imagen surreal pero bella. El público se mueve al ritmo de Sig Ragga, como un mar en un día calmo en que, sin olas violentas, no deja de mantener su cadencia.
El show de los santafesinos termina con “Matata” que deja la energía bien arriba. Se despiden finalmente con la grabación de una mujer cantando lírico. Los músicos saludan mientras la gente los ovaciona y se oye el grito feliz de “¡cada vez somos más!”. La alegría es general.
El cierra del festival está a cargo de la impecable Juana Molina que sube al escenario a las ocho y media de la noche junto a sus, también impecables, músicos. La gente se muestra animada por poder verla en vivo. Se oyen los gritos: “te quiero, Juana” o “gracias, Juana”. Ella devuelve el gesto imitando con sus manos a un corazón latiendo.
No puedo ser objetiva al escribir sobre su música porque soy como esa gente que le está gritando. Disfruto de Juana en vivo, disfruto su ritmo perverso que alucina, las melodías que provocan una comodidad incómoday la química que hay entre los tres músicos: la precisión del baterista Diego López de Arcaute, la determinación del bajista y tecladista Odín Schwartz, y Juana entera con su magia.
Ella se muestra suelta en el escenario e interactúa con Schwartz, ambos jocosos. Cuando hay problemas de sonido, Juana pide perdón en italiano y toda la gente ríe. Al final deja al público elegir la última canción de forma democrática: “Bicho Auto o Sin Guía No”, se oyen los gritos, “No, las dos no podemos. A ver, silencio. Bicho Auto (aplausos). Sin Guía No (aplausos y gritos). Ok”. Y tocan esa perturbadora y hermosa canción sobre el deseo de ir a vivir al campo y la imposibilidad de cumplirlo por culpa de “unas patas como anclas que son invisibles”.
La música de Juana es como un viaje que no quisiera que se terminara nunca. Parece que es una sensación general. Lo escucho en el chico que está al lado mío cuando comenta que con la atmósfera que creó podría haber seguido tocando por dos horas más. Coincido.