Una noche en la fábrica de Charly

Existir sin vos- Una noche con Charly García de Alejandro Chomski registra una noche -eterna de a ratos- de grabación del músico durante la época de “La hija de la lágrima” (1994) en su estudio de la calle Fitz Roy. Ilustración Tano Rios Coronelli.

Una calurosa noche del noventoso verano de 1994, Charly invitó a un joven apellidado Chomski a filmar una sesión de grabación para su disco La hija de la Lágrima, el inicio del rebalse. La Locación era su legendario estudio/balsa ubicado en Fitz Roy y Córdoba, apodado por García como la «Dream Factory». Una casa con patio y pileta para ventilar cansancios, tensión y dureza. Livings para zapar por horas y pasillos para espiar otras habitaciones hasta que la composición se materialice, aunque ese momento nunca llegue. Habitaciones donde se elige lo que se escucha, se escucha lo que se graba y se graba lo que se acaba de tocar. Mas que una fábrica, un taller para experimentar.

Es difícil retratar a Charly sin caer en los lugares comunes que sólo exaltan su locura en pos de la nada misma, más que la ridiculización. Y no digo ‘en pos de la destrucción’ porque la destrucción es una parte esencial en Charly. El, como todas las vanguardias, satisface su necesidad de «destruir hasta la destrucción misma» en pos de sacar del caos un concepto. «Sacar belleza de este caos es virtud», diría Cerati.

Y «La vanguardia es así», contestaría Charly.

Para nuestra suerte –y la del joven Chomski– este registro permite, cámara temblorosa en mano, espiar como insectos a un genio buscando armoniosa y caóticamente, la inspiración.

La manera en que Chomski rodó la película me hizo sentir coprotagonista. No estoy frente a un material filmado, sino DENTRO de la filmación. Dentro del estudio, dentro de la casa, dentro del living, sobre un sillón, mirando atónita lo que pasa a mi alrededor, como en una exaltada sobremesa de Domingo.

Esta desprolijidad es su virtud principal: la ilusión de estar viendo un VHS familiar, un domingo melancólico, en la videocasetera de casa. La calidez reconfortante de lo conocido y el abrazo resignado de lo que ya pasó.

Una fábrica de sueños mágica en donde -irónicamente- nadie dormía, comandada por un director de orquesta que usaba a sus músicos como instrumentos. Puede que suene un poco ‘Willy Wonka’. No lo es. La magia es jodida, incluye miradas nerviosas, tensas, llenas de incertidumbre y miedo (entre otras drogas). Incluye ángeles y muchos demonios. Y, por sobre todo, incluye un gran truco final que compensa toda la desconfianza previa. Te deja boquiabierto, con la expectativa satisfecha. Ese truco tendría que haber sido «Existir sin vos». La canción que se construye a medida que la noche se consume. Pero de ella no queda más que vestigios en otros temas. A veces, se consume más de lo que se construye.

El intenso proceso creativo de alguien musicalmente “hiperdotado” como Charly fecundado en su enorme adicción a los sonidos. Alguien capaz de convertir ruidos en canciones, buceando en bases, coros y arreglos hasta encontrar algo que encastre a la perfección con una letra que se estira y amolda a lo que la música pida. Hay un momento del documental que me llega tanto como le llegan a Charly las palabras. Charly deambula por una habitación, dictando palabras que parecen aleatorias hasta que encajan entre sí tan a la perfección que honran al destino. La canción escribe a la letra.

Los sistemas de grabación analógica -ya inexistentes- que giran, interminables y en círculos, como la inspiración de Charly. Las cintas son las únicas que atesoran el inédito tema, del que solo se ven vestigios en “No Sugar”. Y una frase de Charly para cerrar esta sonoridad vintage: «No queremos computadoras, odiamos las computadoras».

Asombra la disposición de sus músicos: María Gabriela Epumer (que realiza un punteo brillante), el Zorrito Von Quintiero, Fernando Samalea y Alejandro Medina, que lo siguen como una ópera rock a su director. Es reconfortante ver la relación lúdica de Charly con el agua, tan milagrosa que es capaz de convertir a un impío en niño, como se retrata en la escena levemente tensa del triciclo en la pileta.

La calma que tiene Gabriela Epumer mientras toma su té cuando Charly le recita la letra de la canción, sin saber que años más tarde, todos íbamos a existir sin ella. La versión al piano que nos regala de “There’s a place” de sus amados Beatles.

There is a place where I can go when I feel low, when I feel blue. And it’s my mind and there’s no time when I’m alone.

García desparrama confesiones a cámara, anécdotas y un sensual «lipsinging» que tiernamente enamora sobre el final. La música barroca, funk o sinfónica: siempre versátil como plastilina. Las miradas de posters, de ángeles, de amigos, de miedo, de cansancio, rojas y perdidas. Todo se acomoda de manera natural y nerviosa frente a mí, como una escenografía que débilmente contiene el desborde mientras la noche acaba y la poesía se opaca con la llegada de la luz del día.

El documental no tiene distribución comercial. Su director, Alejandro Chomski -‑el mismo de Dormir al sol y Maldito seas, Waterfall —eligió para esta película contar con un calendario concreto de proyecciones y la próxima fecha elegida es el 16 de Agosto con entrada libre y gratuita. Más allá de dichas proyecciones, no puede verse en ningún lado. Y no es casual que haya elegido este formato. El documental es como esa canción que Charly busca, ese gran truco que se asoma de vez en cuando para ser añorada y desaparece.

Escribe Agostina Demark

Procastino todo lo que no quiero. No quiero todo lo que hago. Soy lo que cuestiono. Me definen las cosas a las que les sonrío.

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