Esta reseña propaga en su extensión los sentidos de la lectura crítica de Wilcock. Lo sistemático se diluye para dar lugar a lo particular. Diego Cano desde el texto y Mariano Lucano desde su collage, nos invitan a la lectura de las lecturas de Juan Rodolfo Wilcock. Al final de la reseña se incluyen tres artículos inéditos.
Reseñas, breves biografías, crónicas y relatos ficcionales se pueden encontrar entre las publicaciones de Wilcock en el diario La Prensa de 1950 a 1961, textos que lo muestran, una vez más, como un escritor multifacético y con una capacidad creadora que le permite moverse cómodamente de un género a otro ignorando cualquier tipo de fronteras.[1] Si los relatos ficcionales de Juan Rodolfo Wilcock son una muestra de su originalidad e imaginación desbocada, los artículos periodísticos manifiestan lo ilimitado de sus intereses: las críticas van desde escritores que tradujo, y que forman parte de su genealogía de influencias, como Greene o Joyce, hasta la desacralización de textos religiosos como El libro de Mormón o la Biblia.
Mediante notas críticas, Wilcock expresa opiniones taxativas con respecto a lo que considera que es la literatura. La valoración de escritores como Greene o Casanova se fundamenta en su estilo narrativo y en el placer de la lectura, ya que de ambos escritores valora que sus textos no se pueden dejar de leer. Por el contrario, se filtra su perspectiva elitista, al despreciar la cultura de masas y considerarla como un elemento que va en desmedro de la literatura. Las reseñas poseen un tono intelectual que se refuerza con las permanentes demostraciones de erudición, haciendo referencias intertextuales, como la mención a Don Juan o Proust.
En las crónicas y ficciones, en cambio, predomina una voz más sensitiva que recurre a todos los sentidos para describir hasta los detalles más insignificantes. Como en sus cuentos y novelas, en estas notas Wilcock manifiesta su capacidad para convertir en materia literaria hechos insignificantes, como encuentros casuales con extraños en barcos o trenes, o el gracioso accidente doméstico de tapar una cañería tratando de deshacerse de un sándwich de salame.
Los temas y las formas de estos tempranos artículos de La Prensa guardan similitudes evidentes con recursos que Wilcock volcará también en su ficción. Para enumerar sólo algunos: el placer de la lectura que le genera Graham Greene o Casanova, la traducción como tema de debate, la relación entre la lectura y la escritura en Joyce, la experimentación formal en Joyce (llevada por él al extremo en Los dos indios alegres[2]), los personajes megalómanos como Gurdjieff, la hipérbole como recurso para exagerar la historia de Constantino, su desestimación de la cultura popular, y el humor mediante el ridículo en Catania tan propio de sus ficciones.
Estos textos periodísticos se pueden leer como una puesta en abismo de la totalidad de la producción escrita de Wilcock: por un lado, crónicas y ficciones construidas desde la perspectiva de una voz narrativa cargada de sensibilidad poética y con una mirada microscópica para los detalles y, por otro, reseñas y críticas en las que el escritor despliega sus intereses, su erudición y sus opiniones acerca de la literatura y el arte. Sin importar el género, Wilcock utiliza la escritura como un modo de canalizar una imaginación y una capacidad creadora de universos que parecieran no tener límites.
El 8 de abril de 1956, Un norteamericano en Saigón, reseña una novela de Graham Greene que había traducido un año antes como El americano impasible. La nota comienza justamente planteando de manera sintética la problemática de la traducción con respecto a sus múltiples posibilidades semánticas, proponiendo títulos distintos al que él mismo eligió: “La última novela de Graham Greene se llama ´The Quiet American´; es probable que su versión castellana se titule ´Un americano serio´” (Wilcock 1956, 12).
Además de destacar la polisemia propia de la traducción, expone el trabajo del crítico. Primero, hace explícito el punto de vista desde el cual realiza su análisis de la novela. Aunque afirma que adoptará una perspectiva política, la reseña es una mera descripción de los aspectos políticos que se pueden encontrar en la trama: “Sus personajes se interesan sólo vagamente por los temas religiosos; en méritos literarios, es quizá inferior a ´El fin de la aventura´ y a ´El revés de la trama´, pero no sería fatuo pronosticar que su interés político le deparará una difusión tan considerable como la que el interés teológico o psicológico pudo deparar a las anteriores. Desde ese punto de vista político pretendo considerarla” (Wilcock 1956, 12). Y luego, aclara que el resumen de una novela habla más del crítico que de la novela en sí: “Comienzo por resumir su argumento, aún sabiendo que ninguna novela se parece a su argumento, y que un resumen suele asemejarse al que lo practica” (Wilcock 1956, 12).
La postura que adopta desde el primer párrafo, afirmando que realiza una lectura política y, por ende, una lectura que no se enfoca meramente en el valor literario del libro, le permite salir del análisis textual y enunciar una moraleja que deja el libro: “Al decir buenas intenciones creo enunciar el problema central del libro: hasta qué punto se pueden tolerar los errores de los bienintencionados. Problema moral que en este caso es esencialmente político, porque los erróneos bienintencionados son, o parecen ser, los Estados Unidos” (Wilcock 1956, 12).
En esa misma línea de lectura, Wilcock incluye en su análisis la posible intencionalidad del autor y una perspectiva de la relación simbólica entre literatura y realidad: “Es verdad que Graham Greene no tiene por qué compartir las opiniones de su protagonista (aunque éste conserva los rasgos preferidos de los protagonistas anteriores de Graham Greene, o sea se parece a la persona Graham Greene); es verdad también que un inglés no representa a Inglaterra ni un norteamericano a Estados Unidos; es sobre todo verdad que una novela relata ocurrencias que se pretenden reales, y que la realidad sólo tiene valor simbólico si uno cree previamente en la verdad de ese valor simbólico (el lince de Dante puede simbolizar la lujuria si uno cree a priori que la lujuria causa más o menos los mismos efectos que un lince)” (Wilcock 1956, 12).
Sin embargo, afirma que el recurso de narrar en primera persona es un modo de que el autor tome distancia de su propio personaje y, por eso, no se debería leer la novela relacionándola con las opiniones de Greene. Y, mediante el uso del condicional, enumera los recursos que sí podría haber utilizado el autor para exponer sus opiniones a través de la literatura, como si eso fuera lo esperable por el lector: “Si Graham Greene quisiera defender lo de esta designación, dispondría de numerosos argumentos a su favor; podría (no sé si lo haría) alegar que sólo quiso escribir un relato verosímil capaz de entretener al lector. Podría alegar que no debemos atribuir a Flaubert la vaguedad mental de Madame Bovary; podría alegar que Fowler, al mandar al norteamericano a la muerte, es un inmoral digno de ser repudiado, con todas sus opiniones, por el lector probo. Podría alegar que no le interesa que una novela sea apreciada por los comunistas, ya que éstos también aprecian el pan y la leche o la Gioconda, sin mayor desmedro para el pan y la leche y la Gioconda. Podría no alegar nada, ya que habiendo escrito el libro no le corresponde a él defenderlo ni atacarlo” (Wilcock 1956, 12).
Hacia el final de la reseña, a modo de conclusión, aparece una opinión política de Wilcock, pero no demasiado comprometida, proponiendo no realizar generalizaciones ni oponer a los gobiernos como si se trataran de equipos de fútbol: “Por otra parte, valdría la pena establecer de una vez si es correcto que las naciones o las formas de vida o los sistemas de gobierno deban ser considerados, como sucede frecuentemente, como equipos rivales de fútbol, y si el vicio de la generalización no es en estos casos una forma débil de la impaciencia” (Wilcock 1956, 12).
El 28 de junio de 1959, publica otra reseña de Greene acerca de una novela que no tradujo, pero, a diferencia de la anterior, en esta sí refiere más exclusivamente a la literatura, sin buscar simbolismos por fuera de la ficción. Desde el primer párrafo valora a la novela por su calidad narrativa: “Beneficioso es para el arte de la novela, y en general para la subsistencia del hábito de la lectura, el hecho de que existan todavía autores capaces de ofrecernos en su pureza elemental el goce de una narración interesante, sin más implicaciones que la inmediata excitación del desarrollo de una aventura. Capaces de suscitar y al mismo tiempo satisfacer esa curiosidad por otra parte tan humana que hoy se llama ´suspenso´, de saber qué le ocurrió a una cierta persona X un día que salió de su casa y se encontró de pronto –como el joven Edipo en el cruce de dos caminos o el errabundo Simbad en la isla ignota- irremisiblemente enredada en la trama vertiginosa de uno de los tantos laberintos que el azar suele trazar a nuestro paso” (Wilcock, 1959).
Antes de introducirse de lleno en el análisis de la novela de Greene, los primeros párrafos están dedicados a reflexiones de Wilcock acerca de la literatura. En el segundo párrafo, se lamenta de que se perdió el arte de narrar a causa de la cultura de masas y pone como ejemplo la novela de aventuras: “Con el correr de los siglos, el arte de contar se ha ido contaminando de grosería, y hoy la novela de aventuras, más que un producto del interés en las aventuras mismas, parecería haberse convertido en una forma de satisfacción de las psicosis más vulgares del público y también del autor (Fleming, Chandler, etcétera). La causa radica tal vez en la reciente intrusión, dentro de nuestra cultura moral tradicional, de una cultura inmoral, que es la cultura propia de la masa, y cuyo estudio deberá hacerse por separado, por lo menos mientras exista la posibilidad de suponer que todavía existe o mejor dicho subsiste la otra cultura” (Wilcock, 1959).
En ese sentido, la figura de Greene aparece como la salvación de la novela de aventuras, ya que es quien logra restaurar su valor original y, por lo tanto, lo pondera por encima de los otros autores que menciona previamente como Chandler o Fleming: “Sean cuales sean los reparos que puedan oponerse a Graham Greene como pensador –reparos que corren peligro de volverse abrumadores cuando se lo considera en su calidad de dramaturgo- es justo reconocerle el mérito de haber sabido –de haber ante todo querido- restaurar en su antigua calidad la novela de aventuras, con toda la parafernalia de espías, tiros, ambientes exóticos y misterios concéntricos que el gusto moderno le imponía; especialmente en momentos en que, frente al aluvión por una parte de la novela psicológica y experimental, y por otra parte la sub-cultura de masa, la empresa por así decir desesperada” (Wilcock, 1959).
Lo que Wilcock valora de Greene es su capacidad de salir del surco de lo esperable, invirtiendo situaciones y sentidos preestablecidos: “La idea que le da origen consiste justamente en una inversión de la situación habitual: un espía que no es espía, que no quiere hacerlo, ni sabe cómo hacerlo” (Wilcock, 1959).
Y esa valoración se materializa en el placer de la lectura: “El hecho de que cuando uno ha empezado una novela no la pueda dejar hasta haberla terminado, no constituye por supuesto una prueba de la excelencia de la obra. El inconveniente, sin embargo, es que casi todas las novelas que nos ha tocado leer en los últimos tiempos, aun las mejores, inspiraban más bien un deseo contrario: el deseo de abandonarlas antes de llegar al final. O por lo menos, de saltearnos las descripciones, la historia de los personajes, y en algunos casos hasta los diálogos. Por una parte, la aceptación incondicional de la realidad convencional desalienta a quien de esa realidad convencional ya tiene un conocimiento equiparable al hartazgo; por otra parte, la exposición de ideas sólo resulta admisible como material de una novela cuando las ideas son originales, o cuando están expresadas con originalidad. Lo que no suele ocurrir” (Wilcock, 1959).
La concepción negativa de la cultura de masas, como un elemento que deteriora la literatura, ya había sido mencionado en una reseña anterior, publicada el 7 de junio del mismo año, titulada “Casanova como narrador”: “Buena parte de los mitos modernos, hoy en vías de desaparición, remontan originariamente al siglo dieciocho. Lacerados por las convulsiones de dos siglos, amontonados en desordenada y marchita madeja, parece increíble que un día hayan sido mitos felices y jóvenes. A su lado, los mitos contemporáneos se dirían fríos, duros y crueles, a partir del momento en que la adoración del hombre se vio sustituida por la adoración de la masa” (Wilcock, 1959).
Y luego, refuerza su opinión negativa, calificando como “tiempos felices” cuando las masas no existían: “A aquellos tiempos felices, cuando no existían todavía las masas, pertenece Giacomo Casanova de Seingalt, el hombre que eleva su vida a la categoría de leyendam y decidido a contar todo lo que ha hecho y todo lo que hubiera querido hacer, como si fuera todo cierto, se crea a sí mismo y al mismo tiempo crea un mito nuevo, transformándose para siempre en el paladín de la alcoba” (Wilcock, 1959).
Para ponderar la obra de Casanova, Wilcock utiliza referencias intertextuales buscando exponer sus conocimientos literarios. Primero lo compara con Don Juan: “Otros siglos habían pretendido con anterioridad inventar este mito notablemente simbólico, por medio del personaje de Don Juan, pero no lo habían logrado con tanta perfección. Porque Don Juan seguía siendo un pobre cristiano pecador sometido a las decisiones del cielo: era un subvertidor del orden social, y en calidad de tal, debía ser castigado. Casanova, en cambio, no viola ningún orden social; corteja a todas las mujeres que le salen al encuentro, pero en el siglo dieciocho esto ha dejado de constituir un pecado” (Wilcock, 1959).
Y luego hace una alusión a Proust: “Dos son por lo tanto, como sucede con todos los escritores autobiográficos, las personalidades evocadas por el nombre Casanova: una, la suya propia de gentilhombre de aventura, seductor exiliado y distinguido vagabundo que ha sido expulsado de tantas capitales, el hombre que al sentir aproximarse la vejez, desesperadamente a la busca del tiempo perdido se dispone a escribir sus memorias para crear así, casi sin darse cuenta, un personaje inmortal; y la otra, este personaje que él ha creado” (Wilcock, 1959).
Al igual que a Greene, Wilcock resalta de Casanova su capacidad narrativa que incentiva la lectura: “En efecto, el gran mérito de Casanova se encuentra en su estilo narrativo. Un estilo veloz, tan adecuado a la materia tratada que el lector no consigue alejar los ojos de la página, y sigue leyendo como empujado por una mano suave pero segura, sobre ruedas increíblemente muelles; se diría que no hay en el texto una palabra de más, ni una de menos. Si nos dieran un lápiz para hacer alguna corrección al texto, no sabríamos usarlo” (Wilcock, 1959).
El 10 de junio de 1956, se publica “Un niño prodigio”, una nota acerca de Rimbaud o, más precisamente, acerca del modo de leer a Rimbaud, en qué lugar se lo puso y como la crítica y el enaltecimiento de su figura de escritor terminó deteriorando su literatura hasta “la cordura”. Desde el primer párrafo, Wilcock destaca la relevancia del autor para la literatura francesa y lo ubica en una misma genealogía que Victor Hugo o Baudelaire: “Rimbaud es un símbolo fácil de la literatura moderna. Como el embrión humano que recorre las épocas anteriores de la evolución animal, su poesía de niño va transcurriendo las etapas de la literatura francesa y partiendo de Victor Hugo pasa por Baudelaire y por el simbolismo, se suelta en el verso libre y la prosa y termina en el silencio a los veintiún años. En vez de ser un literato fue un ejemplo literario; su obra causó una modesta revolución en la literatura, como la obra de Marx en la historia. Juzgarlo por sus consecuencias no es exactamente juzgarlo por sus obras; éstas fueron a veces perfectas, lo que no se puede decir de sus consecuencias” (Wilcock, 1956).
Sin embargo, se refiere al escritor francés como un mito y destaca el papel de la crítica en el crecimiento de su carrera literaria: “En efecto, y sobre todo en Francia, Rimbaud fue convirtiéndose en uno de los mitos más abstrusos y convenientes de la literatura moderna. Generalmente cuando un escritor deja de escribir es porque ya no le interesa la actividad literaria, y es común que eso ocurra entre los veinte y los veinticinco años; pero en cambio es raro que la obra trunca de uno de esos voluntariamente tácitos sea además la obra de un maestro como lo fue Rimbaud, por lo menos según el consenso mayoritario de la crítica contemporánea francesa” (Wilcock, 1956).
También afirma que al dejar de escribir pasó a convertirse en un modelo, un ideal que otros autores intentaron alcanzar, pero nunca pudieron: “(…) modelo de literatura, su decisión de no seguir escribiendo provocó miles de páginas de imitadores que no conseguían imitar esa decisión. Ser Rimbaud pasó a ser un sueño los que no podían serlo; porque sus admiradores todavía eran románticos, aunque él, cincuenta años antes, había sido una de las últimas cruces del cementerio del romanticismo” (Wilcock, 1956).
Y hasta en modelo para el tipo de personas que, según Wilcock, el propio Rimbaud condenaba: “El muchacho lúcido que huyendo de ellos se había refugiado en Etiopía, pasó a ser propiedad pública, destinatario de ñoñerías y depositario de anhelos mediocres; en fin; quedó como abanderado de las personas que él había execrado en vida, los hipócritas sentimentales” (Wilcock, 1956).
Al hablar de la construcción de la figura de escritor de Rimbaud, Wilcock aprovecha para mencionar la traducción, un tema que evidentemente le interesa ya que aparece en muchas de sus críticas. En este caso, la problemática radica en cómo traducir poemas en verso: “El sistema de traducción utilizado (la versión literal) parece ser inesperadamente el más adecuado. Porque tratándose de poemas en prosa, donde el orden de las palabras es tan importante como su sentido, lo que mejor puede dar una idea del texto primitivo es una traducción paralela, frecuentemente factible cuando se vierte del francés al español, aunque no hasta el extremo de traducir Á vendre por ´A vender´ en vez de ´En venta´. Si bien cierto conocimiento de ambas lenguas y el uso del diccionario habría otorgado mayor homogeneidad al mérito de esta traducción, el lector que ignora los poemas originales logrará hacerse a través de ella una idea bastante clara de las intenciones del autor para juzgar por sus propios medios si las interpretaciones del prólogo son ajustadas o no” (Wilcock, 1956).
Otro autor que Wilcock tradujo y se convierte en materia para sus artículos periodísticos es Joyce, aunque no analiza su obra, sino su biblioteca. El foco de esta nota no está puesto en la escritura, sino en la lectura o en la relación entre ambas acciones. A partir de los subrayados, anotaciones y temáticas de los libros, Wilcock infiere los intereses de Joyce: “Aparte de los anotados o subrayados o marcados por Joyce, tres grupos de libros permiten dilucidar aspectos personales de interés. El primero lo constituyen los diccionarios, que se relacionan directamente con la fabulosa capacidad lingüística de su dueño; el segundo, los libros dedicados, que nos revelan hasta qué punto era Joyce admirado y respetado por los más altos espíritus de su época; y el tercero es una curiosa colección de dieciocho revistas, todas de la misma fecha aproximadamente (agosto de 1929), que van desde el ´Semanario de Peluqueros´ hasta la ´Revista del Gobierno Local y Justicia de Paz´. No se sabe por qué las compró ni por qué las guardó; probablemente se relacionan con algún proyecto literario”.
El hecho de que destaque la capacidad lingüística de Joyce es un indicio de por qué a Wilcock le interesa este autor que lleva a fondo la experimentación formal; evidentemente le llaman la atención esos juegos con el lenguaje y la forma. Los gustos literarios de Joyce van desde un libro escrito en latín sobre problemas maritales, del que Wilcock traduce un fragmento: “De toda la colección, el libro más marcado, a lo largo de sus 400 páginas, es el ´Casus de Matrimonio´ del padre M.M. Matharan. Presenta 497 casos de problemas matrimoniales, desde la promesa no cumplida hasta el incesto, y en cada caso el padre Matharan agrega la decisión oficial de la Iglesia Católica, citando las autoridades pertinentes. Está escrito en latín y Joyce parece haberlo estudiado a fondo. Para dar una idea del texto, traducimos un caso cualquiera, el 400: (…)”.
También se interesa por autores como Tostoi, Heinrich Zimmer, “Las Mil y una Noches”, De Quincey, Eliot, Valéry, Ezra Pound. Luego de la enumeración de todos esos autores, la nota se cierra mencionando que evidentemente Joyce se interesaba por lo que la crítica decía, ya que entre sus lecturas se encuentran cientos de artículos sobre sus libros: “A pesar de la aridez que toda enumeración de títulos implica, mencionaremos también la traducción de Burton de ´Las mil y una noches´; las obras de De Quincey; ´La Ginocracia´ y ´Un Estudio del Masoquismo en la Historia´, de Laurent Tailhade; la ´Guía Oficial de Dublin´ (donde ha sido marcada la casa natal de Joyce); las obras de Eliot, dedicadas ´con admiración´, así como lo están las de Valéry, Ezra Pound y W. B. Yeats; las poesías de Goldsmith y de Keats; las ´Frases Populares, su Origen y Significado´, de Hargrave; la ´Ilíada´ traducida por Andrew Lang y la ´Odisea´ traducida por T. E. Lawrence; las obras de Ibsen que Joyce leyó en la adolescencia; Allan Kardec muy anotado y subrayado; el Corán; ´El Alma Primitiva´ y ´La Experiencia Mística´, de Lévy Bruhl; ´Los Evangelios Apócrifos´; ´Petrarca´; tres ´Misterios Tibetanos´; ´El Romance de Tristán´, del siglo XII; ´Cándido´, de Voltaire, y 107 publicaciones con artículos sobre James Joyce”.
Además de reseñar autores, también escribe notas acerca de los libros sagrados. El 6 de mayo de 1956, publica “El libro de Mormón”, cuya idea principal es que se trata de un libro de ficción: “El texto fundamental que da su nombre a la religión, el Libro de Mormón, es considerado una novela inverosímil por sus por sus detractores, y por sus devotos el supremo relato terrestre, el único verídico, ya que fue dictado por Dios” (Wilcock, 1956).
Como procedimiento crítico, Wilcock desmitifica el proceso de escritura de este libro mostrando la precariedad del espacio: “El libro no fue escrito directamente, sino al dictado; oficiaba de escriba Martin Harris, persona crédula y de luces dispersas. Una frazada colgada de una soga dividía el cuarto de trabajo. De un lado estaba Joseph Smith con la mirada fija en las piedras Urim y Thumim, y del otro lado Harris, escribiendo. Smith le había advertido que si miraba o meramente espiaba del otro lado de la frazada, la ira de Dios lo aniquilaría in situ. Harris no espió nunca, pero una vez confesó haberle cambiado la piedra mágica por una piedra común para ver qué ocurría” (Wilcock, 1956).
Además, da a entender que es un libro que por su extensión se escribió rápido y que mucho de lo que aparece allí es un plagio de la Biblia: “La obra tiene 275.000 palabras y al parecer fue escrita en setenta y cinco días de trabajo. Muchos de sus incidentes provienen al parecer de la Biblia. La hija de Jared baila como Bartolomé ante un rey, y a continuación una persona es decapitada. Aminadi descifra cómo Daniel escritos en una pared, y Alma se convierte exactamente como San Pablo. Marck Twail opinó que el Libro de Mormón era ´cloroformo impreso´. La expresión ´y entonces sucedió´ aparece más de dos mil veces. La última parte de la obra es un ataque poco disimulado, a la masonería norteamericana” (Wilcock, 1956).
Más allá de las críticas al texto, Wilcock destaca con ironía que las ideas de su creador, Smith, subsisten: “En Carthage, en 1844, Joseph Smith murió asesinado por sus oponentes, injusta, heroica y estúpidamente. Sin embargo, su libro y su religión subsisten todavía como una vasta expresión de ese afán tan norteamericano de crear enormes anomalías amorfas sobre los modelos tradicionales del Viejo Mundo” (Wilcock, 1956).
El mes siguiente, el 24 de junio de 1956, publica otro artículo acerca de un texto sagrado, “Primeras traducciones de la Biblia”, aunque la temática principal de la nota es la traducción. En el primer párrafo describe a la traducción como un procedimiento que crea un texto nuevo: “Frecuentemente se traduce la Biblia en los tiempos modernos, versiones que con el correr del tiempo gozarán de mayor o menor autoridad y que en general incorporarán los últimos adelantos filológicos del estudio de las lenguas griega y hebrea, así como los descubrimientos arqueológicos de textos cada vez más antiguos y más autorizados. No fue así en otras épocas, cuando el mero cambio de una palabra hubiera significado quizás un reajuste de toda una parte del edificio teológico” (Wilcock, 1956).
Y luego, enumera dos posturas distintas respecto a cómo se debe traducir: “Durante la larga historia de la traducción bíblica en Europa imperaron dos puntos de vista distintos. Uno considera al traductor como simple instrumento de Dios y delega en la divinidad la responsabilidad de la traducción, puesto que el traductor está inspirado. El otro punto de vista, el filológico, estima que sólo mediante un conocimiento perfecto del idioma original se puede llegar a la traducción correcta de la palabra de Dios” (Wilcock, 1956).
El trabajo de traducción que se describe en la nota se muestra exageradamente agradable y cómodo, distanciándose de cómo se desarrolla el oficio de escritura en la realidad. La primera versión del Antiguo Testamento, según la nota, fue traducida conjunto por setenta y dos ancianos, convocados por el rey de Egipto, a quienes les ofrecen como regalo las tierras de Jerusalén y Palestina, además de banquetes durante varios días: “Después de describir los regalos, Jerusalén y Palestina, Aristeas narra la despedida de los 72 ancianos; éstos son recibidos en Egipto por el rey con grandes honores. El rey honra también los rollos del Pentateuco, ofrece un banquete de siete días a los traductores y los interroga sobre temas de política, estrategia, filosofía y gobierno; los sabios contestan satisfactoriamente. Tres días después inician la traducción, en el curso de la cual no se presentan dimensiones; trabajan en un hermoso lugar tranquilo; todos los días antes de empezar a trabajar, se lavan las manos en el mar y rezan a Dios. Cumplen la labor en 72 días, ´como si la coincidencia fuera intencional´” (Wilcock, 1956).
Para marcar la diferencia con las traducciones modernas, Wilcock refiere a que se impuso una maldición sobre quienes cambiaran la obra: “Luego reúnen a los judíos, se leen la obra y todos están de acuerdo en que es perfecta y que así debe quedar, una maldición especial recaerá sobre aquél que modifique su texto. Los traductores regresan a su patria” (Wilcock, 1956).
La fidelidad al texto original convierte a los traductores en profetas: “Los traductores son profetas y su obra no contiene errores; es idéntica a la palabra de Dios, no puede ser ni cambiada ni mejorada” (Wilcock, 1956).
El 5 de agosto de ese mismo año, escribe una breve biografía de George Ivanovich Gurdieff, a propósito de la reseña del libro Gurdjieff, el hombre más extraño de este siglo, de Louis Pauwels. El artículo se titula “La obra de un mago”, atribuyéndole a este personaje características sobrenaturales, al que define como el “preceptor del joven Dalai Lama”. En el primer párrafo, se destaca la incapacidad de definirlo por sus características extrañas: “En la tapa de esta traducción de ´Monsieur Gurdjieff´ nos aseguran que George Ivanovich Gurdjieff fue ´el hombre más extraño de este siglo´. Probablemente, la condición de ser el hombre más extraño de una época incluye la imposibilidad de una definición exacta, porque de esta larga serie de testimonios de personas que lo conocieron no se desprende una idea muy clara de la verdadera personalidad de Gurdjieff” (Wilcock, 1956).
Es posible que este personaje le llamara a atención a Wilcock como para reseñarlo porque, al igual que algunos de sus personajes de ficción, posee un proyecto megalómano inalcanzable, como la búsqueda de la verdad: “Había formado un grupo de Buscadores de la Verdad decididos a explorar las esferas de las tradiciones más elevadas y más antiguas del mundo”.
Además de sus vínculos con el nazismo, un tema que también se repite con frecuencia en su literatura y la síntesis entre el fascismo y la cultura oriental: “Uno de sus compañeros fue Karl Haushofer, más tarde ideólogo del Tercer Reich, al cual propuso el empleo de esvástica invertida como emblema, y la creación del Grupo Thulé, inspirado en los libros mágicos tibetanos; de este Grupo Thulé formaron parte Hitler, Himmler, Goering y Rosenberg, los que establecieron en 1928 una alianza con la colonia tibetana de Berlín, por la cual prometían el exterminio de los gitanos” (Wilcock, 1956).
También escribe una breve biografía de Constantino, en el artículo “El primer emperador cristiano”, en el que reseña el libro Constantino el grande y su siglo, de Joseph Vogt. La nota comienza con una máxima que expresa que todas las personas poseen el deseo de subsistir para describir al hombre que, según Wilcock, fue el que más influyó en la civilización: “Pocos son los que no desean perpetuar su nombre en los ámbitos del tiempo y en los ámbitos del mundo; desde el párvulo ambicioso de una gloria mínima que inscribe su apellido en el banco de la escuela hasta el faraón que edifica una pirámide para señalar con una nueva montaña de piedra el lugar donde yacen sus despojos envueltos en simulacros de oro y lapislázuli, todos queremos de algún modo subsistir, prolongar con papiros y monumentos los actos de nuestra vida cuando ya no tenemos vida”.
La influencia más grande que tuvo Constantino fue hacer cristiana a la civilización occidental: “(…) ninguno, sin embargo, pudo modificar los anales de nuestra civilización con acto comparable al de Constantino, que nos hizo cristianos. El suyo fue el gesto de más tremendas consecuencias espirituales en la historia de Occidente, y hoy casi la mitad de lo que hacemos y pensamos lo hacemos y pensamos porque Constantino ganó la batalla de Ponte Milvio”.
A modo de hipérbole, pero también para expresar la incapacidad del lenguaje para significar, Wilcock afirma que el aporte de Constantino a la historia de la humanidad es tan grande que es imposible que entre en un libro: “Son demasiado esplendores, en realidad, para un solo libro, y Vogt ha preferido eludir su relación directa, ateniéndose siempre a la visión de conjunto donde lo tremendo parece trivial y el detalle ha sido suprimido. El resultado es levemente opaco, así como resulta opaca y casi informe la basílica de San Marco en una fotografía, cuando en la realidad es una de las más espléndidas llamaradas de la imaginación humana”.
La breve biografía de Lawrence de Arabia también aparece entre estas reseñas, en el artículo “La aureola carcomida”, un artículo sobre el libro de Richard Aldington. Este texto también comienza con una generalidad a modo de máxima, para hablar peyorativamente del personaje, desde la perspectiva de su biógrafo: “Como suele ocurrir con las personas que han llevado una vida violenta de acción, y de algún modo pretenden prolongarla en el campo de la literatura, Lawrence de Arabia constituye una figura, aunque importante, insatisfactoria. Sus fotografías afectadas, sus lujosas vestiduras árabes, su estilo anticuado, pretencioso y relamido, la trivialidad de sus ideas, su fama periodística, sus ediciones de lujo y de mal gusto, sus cartas vulgares y egocéntricas, inspiran fácilmente antipatía. Pero todos los artistas tienen sus lados malos, y otros más geniales que T. E. Lawrence mostraron mayores defectos de carácter”.
Sin embargo, hacia el final del artículo, Wilcock recupera la figura de Lawrence al poner en perspectiva que el género biografía no relata la vida real de las personas, sino el punto de vista del biógrafo, lo que éste elige rescatar y cómo elige contarlo: “Uno queda con la impresión, después de leer esta serie intranquilizadora de acusaciones, de que la verdadera biografía de Lawrence-Ross-Shaw no ha sido todavía escrita, porque es obvio que esta última versión a menudo lóbrega, resulta tan poco real como la multicolor, y en ciertos casos dorada, que nos habían suministrado el mismo interesado y sus amigos. Los descubrimientos, las deducciones y las inquisiciones de Aldington son valiosos, pero lo son sobre todo para el biógrafo futuro que sepa conciliarlos con lo que ya se sabía y reconstruir una imagen por lo menos armónica del curioso amigo del rey Feisal, que, de algún modo, a pesar de sus defectos, contribuyó a encender esa rebelión árabe que aún en estos días y en formas menos encomiables persiste”.
Así como en otros artículos desestima a la cultura popular, en éste cuestiona también a los personajes que son enaltecidos por parámetros populares: “El mundo se desvive en toda época por descubrir figuras dignas de admiración, pero los altos pedestales que la popularidad edifica son generalmente menos duraderos que los dados modestos de la integridad silenciosa. Hoy nos resulta más fácil ver como un héroe de la guerra del 14 a James Joyce que al coronel Lawrence. Héroes son los que liberan al hombre de la oscuridad”
La crítica a Lawrence de Arabia se convierte en una crítica a la literatura de acción: “La antipatía que Lawrence despierta con tanta facilidad se debe probablemente al hecho de que su reputación como escritor se basara sobre todo en su notoriedad de hombre de acción. Eso, entre literatos, difícilmente se perdone”.
Otras notas no poseen ese tono de reseña, sino que son narraciones publicadas como artículos periodísticos. En 1959, publica “Catania” que es una crónica de su visita a Sicilia como jurado de un concurso literario. Esta crónica toma algunos tópicos que aparecen también en sus ficciones. Comienza con una breve descripción del espacio y un encuentro casual como un extraño en el tren: “´Aproveche, profesor, aproveche el panorama´, me aconseja, todavía en el tren, el abogado siciliano, mostrándome el lugar donde debería verse el Etna y sólo se ve un cúmulo de nubes. En Catania hace calor, pero por las calles los jovencitos llevan con desenvoltura sus gruesos abrigos grises y negros. Lo que me hace sentir curiosamente nórdico, ya que al fin de cuentas provengo del norte, donde nadie se pondría sobre todo con este calor y este sol” (Wilcock, 1959). Esta escena es similar a la que se narra en “Diálogos con el portero”, donde se describe la ciudad de Roma y el protagonista se encuentra en el tren con una persona que vivía viajando.
En ese mismo cuento, también el personaje también asiste a un concurso literario, pero en esta crónica Wilcock asiste al evento como jurado. Entre los candidatos para ese concurso, se encuentra Borges, con lo cual se invierte la relación entre jurado y juzgado que se había dado unos años anteriores cuando Wilcock pierde el Premio Nacional de Poesía y se enfurece con su colega. Sin hacer ningún tipo de referencia a ese acontecimiento, desde que enuncia a los candidatos aclara que Guillén tiene más posibilidades que el argentino, por residir en Italia, dando a entender que probablemente Borges no recibirá el premio: “He venido a ésta, la segunda ciudad de Sicilia, invitado por el Ente Provincial de Turismo, como jurado del concurso literario Etna-Taormina; un premio de un millón de liras para un poeta italiano, y otro millón para un extranjero. (…) Este año, al parecer, será conferido a un poeta de lengua castellana: los candidatos más probables son el argentino Jorge Luis Borges y el español Jorge Guillén, el cual cuenta con la no desfavorable ventaja de vivir en estos momentos en Italia, y de haber sido frecuentemente traducido, ya que figura en casi todas las antologías italianas de poesía extranjera moderna” (Wilcock, 1959).
En esta crónica aparece el humor mediante el ridículo, ya que Wilcock compara al volcán Etna, el más grande de Europa y el resto de los ríos de Italia para graficar de manera hiperbólica una escena en la cual tapa las cañerías por querer tirar un sándwich de salame:”Sea como sea, en el curso de una infructuosa tentativa de hacer desaparecer un sándwich de salame que inexplicablemente me ha seguido desde la mediocridad romana hasta este fasto siciliano, provoco en el cuarto de baño primero una obturación de las cañerías y a continuación una vasta inundación intermitente que presenta, también ella, características volcánicas; es la primera vez que veo en Italia, exceptuando naturalmente ciertos ríos de origen natural, un flujo semejante de agua. Circunstancia que me permite recordar con placer, antes de conciliar el sueño, otras innumerables inundaciones que he provocado en las diversas moradas de mi existencia, victoriosamente contrapuestas a un único e insignificante incendio por distracción” (Wilcock, 1959).
En 1961, publica otra crónica de viaje a una ciudad, “En Río de Janeiro”, artículo que Bioy califica como “excelente” (“Domingo 2 de abril. Silvina me lee un excelente artículo de Johnny en La Prensa, titulado <<En Río de Janeiro>>” [Bioy Casares 2021, 141]) y también comienza con una breve escena de un encuentro casual con un extraño: “Viaja a bordo conmigo un pintor italiano, viejo, desorientado. Los mejores años de su vida, cuenta, los pasó en Casablanca, la ciudad blanca, que siempre recuerda con nostalgia. Allí aprendió a pintar esos cuadros chillones, con árabes y arcos moriscos y torrentes de flores, que caen por todas partes, y también claros de luna en un jardincito tapiado, en cuyo centro una mujer velada lee una revista probablemente francesa” (Wilcock, 1961).
Para definir la perspectiva desde la cual describe a la ciudad, Wilcock contrapone su mirada a la del italiano que ve la ciudad a través del prisma de la nostalgia: “Mi compañero se pasea en pijama tratando de encontrar a alguien con quien cambiar algunas palabras sobre su escritor preferido, D´Annunzio. Delante del puerto de Río de Janeiro se asoma a la borda y censura amargamente a la ciudad; ya no es la bella ciudad que él conoció hace quince años, cuando no existían todavía estos rascacielos ´brise-soleil´, que le provocan, quién sabe por qué, náuseas y mareos. También yo la conocí hace quince años y los rascacielos ya estaban donde están ahora; evidentemente no estamos hablando de lo mismo, o tal vez la culpa sea de mi mirada profética que me hace ver las cosas como serán después” (Wilcock, 1961).
Mediante una metonimia, Wilcock compara Europa con América tomando como muestra un espacio, el cine, que describe de manera sensitiva poniendo en alerta todos los sentidos. El cine europeo se describe como ordenado y respetuoso: “La verdad es que ir al cine, aquí en Río, no es como en Europa una ceremonia, con sus reglas y sus convenciones tan estrictas como una liturgia. En Inglaterra, en Suiza, el cinematógrafo es un lugar donde se proyectan las películas y nada más: el espectador respetuosamente, se sienta en la butaca que le señala el acomodador, tranquilo y compuesto asiste a la proyección de su film y al final, solo o seguido por sus acompañantes, se retira para dejar lugar a nuevos espectadores” (Wilcock, 1961).
Por el contrario, el cine americano es un espacio caótico, confuso, multitudinario y comparable a una selva: “Aquí, en cambio, basta mirar desde la calle la fachada de un cine popular para comprender que todo es muy distinto. La entrada es una selva de carteles colorados y verdes que proclaman, con inexperta caligrafía, todas las películas de la semana, dos o tres veces por día; muchas películas, pero todas viejas, gastadas, irreconocibles, sin la menor información acerca de su origen, ni el nombre del director, a veces ni siquiera el nombre de los actores. Entre estos carteles una serie de cordones rojos para que el público no vaya por descuido a introducirse en algún tugurio del primer piso, o quién sabe dónde. La sala es un galpón casi infinito, como ciertos templos mormones en los Estados Unidos, con cien o doscientas filas de butacas; también la pantalla es inmensa para que puedan verla los negros más perezosos, que con tal de no caminar se sientan en las últimas filas, al lado mismo de la entrada” (Wilcock, 1961).
Sin embargo, luego de esta descripción despectiva del cine americano y del comportamiento de las personas, la crónica finaliza con una valoración positiva con respecto a Italia, desde la perspectiva del europeo: “Aprovechar la última oportunidad que se le ofrece de dejarse morir en esta América, que se extiende ante sus ojos como un verde laberinto inconquistable; aceptar cualquier cosa, con tal de no volver a aquella Italia dura y seca que en el recuerdo lo rechaza; de no volver, sobre todo, a casa de esa hija ambiciosa que piensa solamente en el dinero” (Wilcock, 1961),
Si el género crónica es un híbrido entre la literatura y el periodismo, entre la ficción y la realidad, esa síntesis se lleva a un extremo en los artículos que narran breves cuentos. Entre las ficciones, se encuentra “Casandra”, un cuento publicado el 26 de febrero de 1956 y que luego aparece compilado en el libro El caos. El comienzo del relato es una descripción del espacio, siguiendo con el tono de las crónicas: “Desde lejos se ven los estaqueados, los enterrados hasta el cuello en el barro helado, los flagelados. La gruta queda en el fondo de una hondonada pedregosa, labrada, según dicen por la erosión de los glaciares, y situada aproximadamente en el centro del pentágono que forman las cinco ciudades principales de nuestro tetrarcado. No es una gruta, es una casa; pero conserva su nombre de gruta porque Casandra, en otras épocas, cuando todavía era una escuálida vagabunda, solía refugiarse en una gruta cerca del puerto, y con su persistencia de trastornada siguió llamando gruta primero la casilla de madera que en cierto momento le instaló el Arcontado de Entretenimientos, y luego la espléndida casa-templo que su popularidad vertiginosa no tardó en exigir” (Wilcock, 1956).
El cuento narra la historia paradójica de un profeta, Casandra, a la que nadie le entiende lo que dice. La descripción peyorativa del personaje principal que se caracteriza como una vagabunda y extranjera que sólo busca llamar la atención, sus seguidores enceguecidos, las opiniones encontradas que suscita y el contexto en el que se escribió son algunos índices que incentivan a la lectura política. Muchos críticos interpretaron que el personaje de Casandra representa a Eva Perón.
“En un remate en el campo” es otra ficción publicada el 14 de junio de 1957. Comienza in media res, con un narrador en primera persona presentando el conflicto y, también, refiere a la limitación del idioma para expresar la realidad: “El remate debió ser el domingo de Ramos, en el pueblo de N. Pero el domingo de Ramos llovía, aunque el verbo llover no da una imagen ni siquiera aproximada de lo que ocurría” (Wilcock, 1957).
Como una palabra no le permite representar el clima, el narrador recurre a figuras retóricas como imágenes sensoriales o comparaciones que le permitan dar cuenta de la violencia de la tormenta: “Era una mezcla de garúa horizontal con chaparrones verticales y un viento espeso como un avance de tanques blindados, que nos obligaba a caminar agachados como quien busca una tuerca entre el pasto” (Wilcock, 1957).
Al igual que en los cuentos de Wilcock, el narrador demuestra una fuerte capacidad sensitiva y de observación describiendo hasta los detalles más nimios mediante una enumeración caótica: “Entramos por una avenida de paraísos goteantes bajo los cuales se exhibía, sin pudor, una colección de trastos viejos que habría avergonzado a la más pobre de las Democracias Populares. Entre cien objetos indefinibles por su decrepitud, distinguí cinco o seis platos ordinarios rajados; una carretilla hecha con una rueda de bicicleta y algunos alambres; los restos de un chiquero; canastas sin fondo ni asa; montoncitos de palos podridos; un mármol partido; una radio empapada por la lluvia; mesas y sillas de tres y dos patas; mangos de escoba de varios tamaños; cajones con fierritos y tornillos herrumbrados; latas vacías, dos farolitos rotos, arpilleras, un chancho, cuatro conejos y dos caballos” (Wilcock, 1957).
En consonancia con esa capacidad de observación, también percibe la relevancia de hechos aparentemente irrelevantes, procedimiento propio de la literatura de Wilcock, que vuelve interesantes desde el punto de vista narrativo cualquier insignificancia: “Que alguien comprara quince botellas vacías por diez pesos era después de todo un hecho que investía repentinamente de dignidad todas las botellas abandonadas de la provincia, y que inspiraba a cada uno de los oyentes el deseo secreto de organizar alguna vez un remate similar en su casa, donde frascos y corchos y bolsas agujereadas pudieran cubrirse de lustre a precios nunca soñados” (Wilcock, 1957).
Otro relato de ficción, “Todo y cada cosa”, juega con los extremos, ya que se cuenta la historia de un hombre que luego de romperse el cráneo, no puede seguir con sus actividades y comienza a escribir un libro en muchos idiomas, hechos aparentemente incompatibles: “Cuando a consecuencia de haberse fracturado el cráneo en un accidente de automóvil George Ivanovich Gurdjieff se vio obligado a cerrar su Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre, inició la composición de un vasto relato en ruso, armenio, griego, mal inglés y peor francés, que serviría de vehículo para la transmisión de sus experiencias místicas y de la sabiduría aprendida en diversos monasterios inmemoriales del Asia Menor y del Tíbet. Quizá deseara con este libro colocar un obstáculo más en el camino de acceso a la Sabiduría oculta”.
Al igual que el protagonista del cuento El caos, que pretendía encontrar el sentido del universo, este personaje tiene un proyecto igual de ambicioso, escribir un libro que lo explique todo: “Un libro que explique todas las cosas es lo que pedía el Fausto de la leyenda, y lo que pide la humanidad desde que los libres existen. Eso es lo que quiso ofrecernos Gurdjieff con ´Todo y cada cosa´, pero con esa curiosa perversión: que u explicaciones eran deliberadamente falsas, pueriles y triviales, para que no nos molestaran demasiado en la tarea de descubrir la explicación verdadera”.
El supuesto libro está narrado por un personaje llamado Belcebú, un ser animalizado que le habla a su nieto y que por la descripción humorística de sus intereses bien se podría asociar con Wilcock: “Belcebú habla de nuestras naciones como hablaría de las tribus africanas un europeo sumamente civilizado, y conoce la historia del mundo desde el momento que se separaron de la Tierra sus dos satélites, la Luna y otro que hoy día ignoramos. Los temas que abarca en sus conversaciones son sumamente variados, ya que le interesan todos los problemas que han interesado alguna vez a la mente humana, desde el movimiento perpetuo hasta el bolcheviquismo en el antiguo Egipto. Posee pesuñas, cola y cuernos, pero a lo largo del libro su imagen se borra para ser sustituida por la clara imagen de su creador, Gurdjieff, el hombre que no dormía”.
Por último, el rescate exagerado de Elsa Morante en relación al espíritu crítico general de Wilcock habla bastante de su capacidad de posicionarse, a pesar de las coincidencias literarias que podría llegar a tener con Morante por el sentido trágico de la vida y su buena escritura resaltadas en el caso de Mentira y sortilegio.
Listado de artículos de Wilcock en el diario La Prensa:
“En la orilla”, La Prensa, 29 de enero de 1950
“Un norteamericano en Saigón”, La Prensa 8 de abril de 1956
“El libro de mormón”, La Prensa 6 de mayo de 1956
“La cordillera”, La Prensa, 12 de febrero de 1956
“Casandra”, La Prensa, 26 de febrero de 1956
“Todo y cada cosa”, La Prensa, 15 de julio de 1956
“Un niño prodigio”, La Prensa, 10 de junio de 1956
“Las primeras traducciones de la biblia”, La Prensa, 24 de junio de 1956
“La obra de un mago”, La Prensa, 5 de agosto de 1956
“Fiesta de San Juan”, La Prensa, 19 de agosto de 1956
“La aureola carcomida”, La Prensa, 14 de octubre de 1956
“La biblioteca de James Joyce”, La Prensa, 23 de septiembre de 1956
“El primer emperador cristiano”, La Prensa, 30 de diciembre de 1956
“Un remate en el campo”, La Prensa, 4 de junio de 1957
“Elsa Morante”. La Prensa, 22 de marzo 1959.
“Catania”, La Prensa, 19 de abril de 1959
“Casanova como narrador”, La Prensa, 7 de junio de 1959
“Graham Greene en La Habana”, La Prensa, 28 de junio de 1959
“En Río de Janeiro”, La Prensa, 3 de abril de 1961
1) ELSA MORANTE[3]
La Prensa, 22 de marzo 1959
Roma 1959
La mujer italiana es a menudo hermosa, y es a menudo inteligente; Italia puede por lo tanto jactarse de haber dado a nuestra cultura una verdadera pléyade de personajes femeninos, en los que la rara belleza coexiste con un intelecto singular y en muchos casos único; figuras humanamente superiores, que van desde la Vittoria Colonna, amiga de Miguel Ángel, hasta la Eleonora Duse, amiga de D’Annunzio, La Monna Lisa, de Leonardo, flota suprema sobre una miríada de retratos de mujeres, frecuentemente investidas con los atributos de la Virgen, pero también con los de una diosa o de una divinidad simbólica, como el Amor Sacro de Tiziano y la Venezia del Veronese o sencillamente con su propio nombre cuando se trataba de una dama de casa ilustre; y todos estos rostros, tan disimiles entre sí pero iguales en su irradiación de inteligente belleza, componen el canto que el arte ha elevado durante siglos a la mujer peninsular.
Es una de estas figuras justamente, Elsa Morante, la que hoy domina el escenario de la literatura italiana con la fascinación de su inteligencia. Nacida en Roma, vive en Roma, y en gran parte es su presencia la que otorga a esta ciudad el título siempre disputado de capital intelectual de la península. El mejor novelista de Italia, Alberto Moravia, es su marido, y en ellos dos ha encontrado su centro la vida artística romana; ya que, generosos tanto de su persona como de su palabra, la Morante y Moravia confieren a este ambiente artístico una cohesión y una supremacía que de otro modo no sería posible, frente a las justas pretensiones de Milán, de Turín y de Florencia.
Desde pequeña empezó Elsa Morante a escribir, y aún niña publicaba fábulas, cuentos y poesías, por ella misma ilustrados. En 1942 apareció en forma de libro su primera recopilación de cuento intitulada El juego secreto. Y en 1948 su novela más importante, Mentira y sortilegio a la cual dedicó largos años de trabajo; años que coincidieron con la guerra y con [la] dura inmediata posguerra, pero que fueron recompensados con una obra magnífica que aseguró la fama de su autora, y que después de recibir el premio Viareggio 1948, fue inmediatamente traducida al francés, al inglés y al alemán.
Lentamente madura la Morante sus obras; es así que su segunda novela, La isla de Arturo, sólo vio la luz en 1957. Pero la crítica la recibió como la mejor novela del año, y en calidad de tal mereció el premio Strega, la máxima distinción no-académica para una obra de ficción en Italia.
Mientras tanto, con largos intervalos, Elsa Morante seguía escribiendo poesías, a menudo relacionadas con los personajes de sus libros, en 1958 las reunió en un volumen que tituló Alibi (Coartada). Estas novelas se apartan casi deliberadamente de la tradición italiana, para llegar sin embargo a la esencia de lo poético a través de lo visualmente espléndido y de lo literalmente hermoso. Cualidades que podría ejemplificar este fragmento que ofrecemos de nuestra traducción del largo poema que da título al libro:
Tu gracia convierte
en loa el escándalo que te cine.
Eres la abeja y eres la rosa.
Eres el hado que da colores a las alas
y rizos a los cabellos.
Tu reverencia es graciosa como el arco iris.
Son tus días un prado luciente
donde te encuentras con los ángeles fraternos:
el santo, adulto Quironte,
el inocente Sileno, los niños de pies de cabra,
y los niños-delfín de fría escamadura.
De noche vuelves a tu pobre cuartito
y miras tu destino tramado de figuras,
el oscuro, durmiente compañero
de cuerpo tatuado.
Tú eras el paje favorito de la Corte de Oriente,
eras el astro mellizo hijo de Leda,
el más bello marino de la nave fenicia,
Alejandro el glorioso en su tienda imperial.
Eras el prisionero que se hace adorar por los esbirros.
Eras el compañero valiente, la alegría del campamento,
sobre el que llora como una madre
el enemigo que le cierra los ojos.
Eras la dogaresa que suelta al sol los cabellos
purpúreos, sobre la alta terraza, entre cúpulas y estandartes
Eras la primera bailarina del lago de los cisnes,
eras Briseida, la esclava de tez de rosas
y eras la santa que cantaba, oculta en el coro,
con dulce voz de contralto.
Uno de los relatos más renombrados de esta escritora se llama El chal andaluz; este será próximamente publicado por segunda vez en un nuevo tomo de cuentos que la autora prepara actualmente.
Como todo gran artista, Elsa Morante insiste constantemente en ciertos símbolos que para ella parecerían ser fundamentales, algunos de los cuales ya se encuentran en el citado fragmento de su poema «Coartada» (la abeja, la rosa, los cabellos, el arco iris, los ángeles). Pero el valor del artista consiste a menudo en su capacidad de humanizar y universalizar sus símbolos peculiares o preferidos.
Mentira y sortilegio es la historia de un complejísimo amor entre tres personas, cuyos sentimientos varían desesperadamente entre el odio, la amistad y el éxtasis amoroso. Su personaje central es -aunque esta calificación se suele repetir demasiado, y frecuentemente aplicar a quien no la merece- una de las más hermosas figuras de mujer de la literatura contemporánea.
En La isla de Arturo, en cambio, la autora expresa su idiosincrática personalidad a través de la figura de Arturo, un niño que crece solitario en la igualmente solitaria isla de Prócida al sur de Nápoles; durante sus primeros años, apasionadamente descoso de conquistar y merecer el cariño de su padre, que es para él el hermoso indiferente; luego, oscuramente enamorado de la adolescente que llega a la isla a habitar en su casa, en calidad de madrastra.
En ambos libros, de imborrable lectura, Elsa Morante revela poseer un sentido austeramente trágico de la vida. Pero tal vez su mérito principal sea el haber sabido rescatar de la banalidad ese sentimiento, inmemorial y tal vez innato en el hombre, que es el amor.
2) GRAHAM GREENE EN LA HABANA
La Prensa, 28 de junio de 1959
Roma, 1959.
NUESTRO HOMBRE EN LA HABANA, por Graham Greene, Titulo original inglés: Our Man In Havana. Traducción de Marion Martínez Corvalán. Emecé Editores. Colección Grandes. Argentina. Buenos Aires, 227 p
BENEFICIOSO es para el arte de la novela, y en general para la subsistencia del hábito de la lectura, el hecho de que existan todavía autores capaces de ofrecernos en su pureza elemental el goce de una narración interesante, sin más implicaciones que la inmediata excitación del desarrollo de una aventura. Capaces de suscitar y, al mismo tiempo, satisfacer esa curiosidad por otra parte, tan humana, que hoy se llama «suspenso» de saber que le ocurrió una cierta persona X un día que salió de su casa y se encontró de pronto -como el joven Edipo en el cruce de dos caminos o el errabundo Simbad en la isla ignota- irremisiblemente enredada en la trama vertiginosa de uno de los tantos laberintos los que el azar suele tratar a nuestro paso.
Pero a pesar de ser tan abundante la producción de obras de este género más o menos intrascendente que algunos llaman de “aventuras”, es imposible no reconocer que nos mantiene habitualmente alejados de él una cierta falta de calidad en aquellos que lo practican. Con el correr de los siglos, el arte de contar se ha ida contaminando de grosería, y hoy la novela de aventuras, más que un producto del interés en las aventuras mismas, parecería haberse convertido en una forma de satisfacción de la psicosis más vulgares del público y también del autor (Fleming. Chandler, etcétera). La causa radica tal vez en la reciente intrusión, dentro de nuestra cultura moral tradicional, de una cultura inmoral, que es la cultura propia de la masa, y cuyo estudio deberá hacerse por separado, por lo me nos mientras exista la posibilidad de suponer que todavía existe a mejor dicho subsista la otra cultura.
Sean cuales sean los reparos que puedan oponerse a Graham Greene como pensador -reparos que corren peligro de volverse abrumadores cuando se lo considera en calidad de dramaturgo- es justo reconocerle el mérito de haber sabido -de haber ante todo querido- restaurar en su antigua calidad la novela de aventuras, con toda la parafernalia de espías, tiros, ambientes exóticos y misterios concéntricos que el gusto moderno le imponía; especialmente en momentos en que frente al aluvión por una parte de la novela psicológica y experimental, y por otra de la sub-cultura de masa, la empresa parecía por así desesperada. El Expreso de Estambul, El Ministerio del Miedo, El Tercer Hombre, son obras clásicas del género. Su irónico nuevo «entretenimiento», Nuestro Hombre en La Habana, se agrega con dignidad a la lista de los precedentes.
La idea que le da origen consiste justamente en una inversión de la a la situación habitual: un espía que no espía, que no quiere hacerlo, ni sabe cómo hacerlo. El Servicio Secreto inglés necesita un agente permanente en la capital cubana; el agente especial con sede en Jamaica escoge para ese fin un viejo residente inglés, Warmold, representante de una empresa de aspiradores eléctricos. Este Wormald vive sólo con su hija, Milly, porque su mujer lo ha abandonado, y se encuentra en dificultades de dinero, sobre todo porque la compañía ha puerto a la venta un nuevo modelo de aspirador llamado Pila Atómica, y el público se muestra reacio a comprar un objeto de tan peligroso nombre. Por su parte, Milly desea practicar equitación, comprarme un caballo, hacerse socio del Country Club; su padre, movido por el afán de satisfacer los inocentes deseos -y también por una especie de inercia muy común en los personajes de Graham Greene, que de costumbre se dejan arrastrar por los acontecimientos- acepta la propuesta del Servicio Secreto, aunque sin comprender del todo cuáles son sus funciones, ni cómo se las arreglará para desempeñarlas.
Sólo sabe que debe manar a Jamaica, por intermedio del Consulado, mensajes cifrados con informes económicos, políticos y militares de carácter local y asegurarse la colaboración de un cierto número de sub-agentes que puedan proporcionarle la información requerida. Desorientado, pide consejo a un amigo; este le sugiere la estratagema de inventarse todo, tanto la información como los agentes.
Y está es la feliz idea central de Nuestro Hombre en La Habana, un falso espía que manda a Londres falsos informes secretos. Aunque no tan falsos, ni tan secretos, porque las noticias políticas y económicas las extrae, con un mínimo de «adobo», de la revista Time (edición latinoamericana) y de los diarios oficialistas cubanos. En cuanto a la agentes, Wormald elige algunos nombres al azar de una lista de socios del Country Club; directamente los inventa, percibiendo por todos ellos remuneraciones especiales que el hombre deposita religiosamente en el Banco con la sana intención de costear los estudios de su hija.
Asombrado por la buena acogida que encuentran en Londres sus informes, Wormald llega al extremo de mandar los planos –según él sustraídos a otra organización igualmente misteriosa y secreta- de un intrigante aparato bélico, que en realidad es un aspirador eléctrico diseñado en escala gigantesca. En Londres estos planos causan estupor, y hasta pavor; los expertos no saben qué pensar de ellos, y finalmente declaran que debe tratarse de un nueva intermedia entre la atómica y la convencional. Si bien uno de estos observa, con toda seriedad y una pizca de espanto, que “le hace pensar en un gigantesco aspirador de polvo».
Las cosas se complican rápidamente. porque Londres decide ampliar su agencia en La Habana y envía Wormald una secretaria y un radiotelegrafista -con trasmisores, aparatos microfotográficos y demás utensilios del perfecto espía. Por su parte la policía secreta cubana capta los mensajes, consigue descifrarlos, y comienza a perseguir a los inocentes agentes de Wormold y también a tramar represalias contra ellos. Uno muere en un sospechoso accidente otro es víctima de un atentado; en poco tiempo se crea así, de la nada, un clima de misterio que se mantiene hasta el final del libro,
La trama es ingeniosa, el estilo, conciso y adecuado a la cosa narrada. Casi todas las intervenciones del autor en la madeja rapidísima del relato se presentan en la forma de metáforas o comparaciones: «Se entregaba a la verdad como a una droga tranquilizante” o “De pronto habló, como si un resto de nicotina le hubiera tocado la lengua con su saber amargo». Las descripciones son sucintas y eficaces: «La bujía ardía frente a la estatuita de Santa Serafina, el misal color de miel yacía junto a la cama, las ropas hablan sido eliminadas como si no hubieran nunca existido, y un leve perfume de colonia flotaba en el cuarto como incienso”.
El hecho de que cuando uno ha empezado una novela no la puede dejar hasta haberla terminado, no constituye por supuesto una prueba de la excelencia de la obra. El inconveniente, sin embargo, en que casi todas las novelas que nos ha tocado leer en los últimos tempos, aun las mujeres, inspiraban más bien un deseo contrario: el deseo de abandonarías antes de llegar al final. O por lo menos, de saltearnos las descripciones, la historia de los personajes, y en algunos casos hasta los diálogos. Por una parte, la aceptación incondicional de la realidad convencional desalienta a quien de esa realidad convencional ya tiene un conocimiento equiparable al hartazgo, por otra parte, la exposición de ideas sólo resulta admisible con material de una novela cuando las ideas son originales, o cuando están expresadas con originalidad. Lo que no suele ocurrir.
No es que Graham Grenne no acepte y dé por sentada una realidad igualmente convencional. Pero es su mérito poético el saber reducirla, cuando la agilidad de la trama se la impone, a un esquema livianísimo, dentro del cual su destreza profesional alcanza una variedad de expresión en cierto sentido similar a la que algunos dibujantes de talento han sabido extraer de las rígidas convenciones del diseño lineal. Y en cuanto a las ideas, si bien ninguno de estos “entretenimientos” pretenda presentarse al lector como “una novela de ideas”, no se puede dejar de reconocer en ellos una cualidad cada día más rara en el mundo de las letras: el ejercicio continuado de una extraordinaria inteligencia.
3) La biblioteca de James Joyce.
23 de septiembre de 1956
Se sabe que durante el invierno de 1936-39 James Joyce, que proyectaba abandonar su departamento de Paris, donde había vivido tantos años y compuesto casi todo su «Finnegan’s Wake”, se deshizo de una cantidad considerable de libros de su biblioteca personal. Como una primera aproximación, se podría presumir que conservó los que más e interesaban desde el punto de vista intelectual o emotivo. Gran parte de las 468 publicaciones que han quedado, son volúmenes dedicados al escritor por amigos también escritores, o por admiradores. El resto parece constituir su biblioteca de trabajo y de consulta, algunos libros datar de sus años de estudiante en Irlanda; otros son diccionarios y obras similares relacionados en el vocabulario y la lingüística.
En 1950 la Biblioteca Lockwood de la Universidad de Buffalo adquirió esta colección, valiosa porque incluye también muchas de las famosas libretas de apuntes de Joyce, manuscritas y cartas de su mano. Además, los libros contienen notas marginales de diversas épocas. Es presumible que aquellas cuyas páginas no fueron cortadas, no hayan sido leídos, pero en cambio no se puede deducir que fueron leídas las páginas cortadas. Y la duda subsiste cuando el libro venía ya cortado de la imprenta como frecuentemente ocurre.
Aparte de los anotados o subrayados a marcados por Joyce, tres grupos de libros permiten dilucidar aspectos personales de interés. El primero la constituyen los diccionarios, que se relacionan directamente con la fabulosa capacidad lingüística de su dueño; el segundo, los libros dedicados, que nos revelan hasta qué punto era Joyce admirado y respetado por los más altos espíritus de su época; y el tercero es una curiosa colección de dieciocho revistas, todas de la misma fecha aproximadamente (agosto de 1979), que van desde el “Semanario de Peluqueros” hasta la «Revista del Gobierno Local y Justicia de Paz”. No se sabe por qué las compró ni per qué las guardo; probablemente se relacionan con algún proyecto literario.
De toda la colección, el libro más marcado y señalado, a lo largo de sus 400 páginas, es el «Casus de Matrimonio” del padre M. M. Matharan. Presenta 497 casos de problemas matrimoniales, donde la promesa no cumplida hasta el incesto, y en cada caso el padre Matharan agrega la decisión oficial de la Iglesia Católica, citando las autoridades competentes. Está escrito en latín y Joyce parece haber estudiado a fondo. Para dar una idea del texto, traducimos un caso cualquiera el 400: «Albertina solicita ser dispensada por la Santa Sede para poder casarse con un pariente de segundo grado; alega su salud delicada, el peligro de una mala le reputación a causa de su excesiva intimidad con el novio, la escasez de habitantes del lugar, su edad (es decir, el da peligro de quedarse permanentemente soltera), y la insuficiencia de su dote. La salud delicada y el peligro de una mala reputación provocada por su intimidad con el novio no son causas imperativas, si la mujer no puede de encontrar fácilmente otro marido, las otras causas pueden ser suficientes, aunque pueden ser consideradas por separado. Se considera que un pueblo es si no cuenta con más de trescientos hogares mil quinientas habitantes, aunque puedan vivir muchos más en una sola parroquia; en general, se considera edad avanzada cuando pasa de los 24 años, y en ciertas regiones 20 hasta 18; por otra parte, la dote es insuficiente cuando se permite casarse con un hombre de la misma posición social”. (A continuación, cita las fuentes y las autoridades).
También parece haberse demorado largamente la atentación de Joyce en un volumen de «Ensayos y Cartas” de León Tolstoi. Ha señalado y subrayado pasajes importantes como este: «Y comprendiendo que si ha obrado mal podría haber obrado mejor, ningún hombre razonable puede dejar de preguntarse: ¿Cuál es el sentido de mi existencia momentánea, incierta e inestable, en medio de este universo eterno, firmemente definido e infinito? Al entrar en la verdadera vida humana, el hombre no puede eludir esa pregunta. Es la pregunta que se le presenta a todo hombre, y de un modo de otro, ninguno deja de contestarla. Y en la respuesta de esa pregunta se encuentra la esencia de toda religión. La esencia de la religión consiste únicamente en la respuesta a esta pregunta: ¿Por qué vivo, y cuál es mi relación con este universo infinito que me rodea?», del capítulo Religión y Moral, y en general todo lo que se refiere a la necesidad moral de que cada hombre se gane con su propio esfuerzo el pan que come. Más adelante, los conceptos agresivos de Tolstoi sobre la ciencia moderna, interesándose especialmente en este dictamen: «El conocimiento de cómo deben vivir los hombres ha sido siempre considerado, desde los días de Moisés, de Solón y de Confucio, como una ciencia, como la esencia misma de la ciencia». También están marcados varios pasajes de la «Carta sobre la Educación».
Otro libro profundamente señalado, cuyo contenido podemos referir más directamente a la obra de Joyce, ya que muchas de sus imágenes se repiten en el fantástico entrelazamiento de «Finnegan’s Wake” es “Maya, el mito Indio” de Heinrich Zimmer. Esto no significa que Joyce haya tomado esas ideas del mitólogo alemán, sino más bien que ha encontrado en ellas como una confirmació, una nueva presentación de algunos temas inmemoriales de la filosofía india ya utilizados por él o a punto de ser utilizados en su obra magna. En efecto, el libro de Zimmer a fines del 38, lo que excluye mayormente la posibilidad de que haya sido utilizado en la composición de «Finnegan’s Wake”.
No es difícil, no obstante reconocer en este dios indio a HCE en su forma Howth: “El Sumo Dios reposa sobre el mundo que se ha convertido en un solo mar radiante sobre las aguas primigenias, la forma elemental de su ser, en forma de hombre; como un gigante dormido, tendido sobre las convulsiones de una serpiente interminable que es la forma animal de su ser.” “Y vio a un hombre dormido que era una montaña medio sumergido, flotaba en el agua como una nube flota sobre el mar, irradiando al mismo tiempo energía luminosa como el sol con sus rayos , despierto en la noche, iluminando resplandeciente con su propia fuerza de luz. Se acercó para ver al dios, “¿quién eres?, quiso preguntarle atónito, pero ya había vuelto a entrar en su cuerpo”.
Y esta otra página del texto de Zimmer, también anotada por Joyce constituye una clara explicación de algunas figuras básicas y recurrentes del sueño de Earwicker: “Así como el agua produce vegetación como un estanque hace crecer el loto desde el fondo hasta la luz de la superficie, así Vischnú, forma humana del río de la vida, lleno de juvenud que en sí se engendra, hace crecer de su ombligo un loto, cuya flor es el mundo. El ombligo de Vischnúse llama también loto, y la flor del loro es el símbolo del vientre; el loto abre su caliz sobre la superficie húmeda del agua como un vientre generador. La plenitud de mundo que el dios masculino guarda en su vientre, se abre como en un parto para producir el loro cuyo tallo es el cordón umbilical para que el mundo nazca a la luz. Este loto lleva en sí al nacer a la tierra primordial, llamada diosa Loto. Hay una diosa preariaindia ue con sus dos nombres de Shri y Yak.Schmi y en dos formas reina sobre todos los tesoros de la tierra; sobre la humedad fructífera del suelo, y sobre las piedras preciosas y los metales”. “El elemento masculino debajo, y el elemento femenino arriba; para el punto de vista más reciente, el occidental, esto es un mundo invertido. Pero la antigua cosmología egipcia presenta también la misma imagen; el elemento femenino, apoyados sobre los dedos de las manos y los pies, se curva para formar el arco del firmamento. Debajo yace tendido el hombre, y mira hacia el cuerpo de la diosa cuyos pechos y muslos deslumbran de estrellas”.
A pesar la aridez que toda enumeración de títulos implica, mencionaremos también la traducción de Burton de las “Mil y una noches”; las obras de De Quincey; “La Ginocracia” y “Un Estudio del Masoquismo en la Historia” de Laurent Taihade: la “Guía oficial de Dublin” (donde ha sido marcada la casa natal de Joyce); las obras de Eliot, dedicadas con “admiración”, así como lo están Valéry, Ezra Pound y W. B: Yeats; las poesías de Goldsmith y de Keats; las “Frases populares su origen y significado” de Hargrave, “La Ilíada” traducida por Andrew Lang y la “Odisea” traducida por T.E. Lawrence; las obras de Ibsen que Joyce leyó en la adolescencia; Allan Kardec muy anotado y subrayado, el Corán, “El alma primitiva” de Lévy Bruhl, “Los evangelios Apócrifos”, “Petrarca”, “Tres misterios tibetanos”; “El romance de Tristán”, del siglo XII, “Cándido” de Voltaire, 107 publicaciones con artículos sobre James Joyce.
[1] Los artículos analizados fueron consultados en la Biblioteca Nacional, aunque intuyo que no son la totalidad de los publicados en el diario por Wilcock. No existe todavía una publicación que los compile. Entregue una copia de las notas al archivo AWOC (Archivo Wilcock Ordenado y Centralizado) para poder ser consultados por otros investigadores.
[2] No casualmente Los dos indios alegres de J. R. Wilcock tiene una estructura similar a At Swin-Two-Birds de Flann O´Brien, admirado por Joyce, publicado a instancia de Graham Greene en la editorial Logman, y valorado por Borges en 1939. Dice Borges: “He enumerado muchos laberintos verbales; ninguno tan complejo como la novísima obra de Flann O´Brien: “At Swin-Two-Birds. […]no es sólo un laberinto: es una discusión de las muchas maneras de concebir la novela irlandesa y un repertorio de ejercicios en verso y prosa, que ilustran o parodian todos los estilos de Irlanda. La influencia magistral de Joyce (arquitecto de laberintos, también; Proteo literario, también) es innegable, pero no abrumadora, en este libro múltiple.” (Borges, 1990, 327).
[3] Este artículo fue también publicado recientemente en: Juan Rodolfo Wilcock. Nouva corrente. Rivista di letteratura e filosofía. Número 169, anno LXIX, gennanaio-giugno 2022.