Jean-Michel Basquiat y el arte como objeto de consumo

¿Hoy en día cómo diferenciamos al artista del empresario? ¿Dónde termina uno y empieza el otro? Pareciera ser la pregunta de moda. Esta nota sobre Jean-Michel Basquiat diferencia arte y mercado preguntándose sobre la fama y lo supuestamente anti-sistema.

Existe por lo menos una mentira acerca del arte contemporáneo: que está sobrevalorado.

Durante muchos años, desde el nacimiento de la Bauhaus, se viene repitiendo una y otra vez hasta el cansancio que el arte ha caído en puro simbolismos, que se ha revolcado en la incoherencia de lo abstracto, que se ha perdido en el laberinto de los sueños, que se ha enamorado demasiado del cubismo, para finalmente sentenciar, que ha muerto.

El problema es que nadie sabe qué es el arte.

Durante mucho tiempo el arte se nutrió de la fe como fuente de inspiración; luego, con el paso de los años, buscó refugio en la naturaleza (una montaña, un lago, una pradera), pasando por los objetos de uso cotidiano (una manzana, una cama, un par de zapatillas), siguiendo por los diferentes puntos de vistas que el objeto podía ofrecer (el cubismo), para entrar en el mundo del inconsciente (el surrealismo), pasando nuevamente por los objetos de consumo (una lata de sopa, una marca de zapatillas), para  finalmente inspirarse en el entorno socio cultural.

Y es aquí donde aparece Jean-Michel Basquiat. Para muchos, conocido como el pintor de la ira; para otros, como el pintor del mercado.

Nació en Nueva York en 1960; siendo todavía un adolescente decidió abandonar la casa de sus padres para vivir en la calle. Allí, desde una marginalidad que el mismo se había impuesto (suponiendo que esto fuera posible), comenzó a frecuentar los bares y a vivir la bohemia neoyorkina. Fue músico, poeta y pintor. Durante el final de la década del 70´, Basquiat se dedicó a poblar las paredes de Nueva York de pequeños relatos poéticos, a los que firmaba con el nombre de SAMO, seudónimo que compartía con su amigo Al Díaz.

Las frases de SAMO estaban cargadas de una fuerte crítica social, con frases como: “SAMO pone fin al lavado de cerebro religioso, la política de la nada y la falsa filosofía”

Finalmente, en el año 1979, las paredes de la ciudad se vieron pintadas con la leyenda: “SAMO is dead” de esta manera Basquiat ponía fin a la poesía urbana para dedicarse exclusivamente a la pintura.

Su entrada formal al mundo de la pintura la hizo en el año 1980, en una exposición realizada en el Times Square Show, conformada por otros artistas callejeros. La crítica no fue muy amable con dicha exposición, tildándola de “burda, irreverente y carente de sentido estético.”

Su segunda exposición tuvo lugar en el Instituto de Arte y Recursos Urbanos de la ciudad de Nueva York en el año 1981 y, a diferencia de la primera, ésta tuvo un mejor reconocimiento por parte de la crítica.

A partir de este momento, los críticos comenzaron a interesarse en las obras de Basquiat, al que veían como una especie de “L´enfant terrible”. Sus obras, mezcla de grafiti callejero y dibujo de un niño de seis años, comenzaron a causar gran impacto en las salas de exposiciones neoyorkina, posicionando al pintor entre los artistas más vendidos e influyentes del siglo XX.

Cuenta la leyenda que era tan grande la demanda por las obras de Basquiat, que incluso los galeristas exponían cuadros a los que él consideraba inconclusos.

Y aunque es difícil precisar que encontró aquella crítica en Basquiat, uno puede suponer que vio en él algo “novedoso”, algo que llegaba para romper con los cánones establecidos, algo que, de alguna manera, “demostraba” que el arte podía estar al alcance de todos.

Algunos dirán, sin embargo, que sus creaciones eran “feas”. Estoy de acuerdo; siempre y cuando se interprete a la belleza desde una mirada clásica. En el clasicismo se decía que algo era bello cuando era simétrico. En este sentido, no hay belleza en Basquiat, puesto que todo es asimétrico, caos y desorden.

Ahora bien, ¿por qué cuando contemplamos el dibujo de un niño lo primero que atinamos a decir es “qué lindo”? ¿Realmente el dibujo nos parece “lindo” o es la inocencia con la que éste fue creado la que nos parece “linda” y nos conmueve?

Al contemplar una pintura de Basquiat uno no puede más que retraerse a ese estado de inocencia. Por supuesto, es una inocencia intencionada, buscada más que pura, pero que en nosotros, hombres sensibles, provoca el mismo efecto.

En alguna entrevista Basquiat declaró que la gente común siente mucho respeto por el arte porque no lo entiende y que, de alguna manera, él venía a ofrecer un arte al alcance de todos.

Creo que en parte tenía razón. Pero habría que formularse la siguiente pregunta: ¿no será que cierta gente no entiende el arte porque existe otra gente que les dice cómo debe entender el arte? Si la respuesta es afirmativa, entonces, uno puede llegar a comprender por qué a través de los años el arte se fue despegando cada vez más del –llamémosle- pueblo para ser parte de un grupo de selectos en donde la única emoción que rige en sus vidas es la de comprar y vender.

Entonces, volviendo al principio: ¿está el arte sobrevalorado?

La respuesta es simple: No.

El arte como hecho aislado nunca estará sobrevalorado. Lo que sobrevalora al arte es, obviamente, el mercado. Ya se sabe, basta que alguien ponga un precio a un cuadro para que otro lo compre y de esa manera se caiga en el error de suponer que es el arte quien está sobrevalorado. Pero hay que entender que Arte y Mercado son dos cosas distintas. Las dos nacen por separado.

El mercado está ahí antes de que el pintor derrame la primera gota de oleo sobre el lienzo y una vez que éste (el mercado) descubre al artista, comienza una cadena de malentendidos en la que es difícil precisar las reglas del juego.

Entonces, es cuando surge la siguiente pregunta:

¿Ese cuadro es bueno porque es caro, o es caro porque es bueno?

En este punto toda expresión artística desaparece. Se reduce a un simple hecho de oferta y demanda. Poco importan las teorías del pintor, el uso de los colores, la manera de apoyar el pincel, o la manera que éste tenga de mirar el mundo. Basta que el pintor se haga de un renombre, que el mercado le ponga un precio, que dos o tres críticos hablen de “nueva promesa”, para que la pintura se transforme en objeto de deseo, en un bien de consumo.

Dicen que los cuadros de Basquiat estaban cargados de cierta crítica social, algo que es difícil de asegurar ya que el propio autor nunca hizo referencia a esto (una cosa era el Basquiat pintor y otra muy distinta era el Basquiat poeta); pero suponiendo que así lo sea, me cuesta imaginar qué crítica social puede ejercer un cuadro colgado en la sala de estar de un magnate en donde, seguramente, el único cambio de conciencia que producirá sobre su morador será la de decidir de qué color serán las cortinas de la casa.

Y es acá donde el mercado, una vez más, triunfa. El arte se ha transformado en un mero objeto de decoración. Y la pintura, que alguna vez supo ser expresión artística, reflejo del alma y crítica del sistema establecido, lo único que atina a proclamar entre las frías paredes de una mansión, es una triste y patética premisa:

“Muerto el arte, se acabó la rabia”

 

 

 

Nota: Jean-Michel Basquiat muere el 12 de agosto de 1988 a causa de una sobredosis de heroína. Tenía 27 años.

Escribe Sebastián González

Hablar de uno nunca es fácil. Supongo que habría que empezar por el lugar de nacimiento, la fecha y esas cosas. O tal vez se podría obviar y simplemente mencionar el acontecimiento más importante de mi vida, que sería (se cae de maduro): nacer. O tal vez no. En todo caso nací en Gualeguaychú, la llamada “capital del carnaval” para los espíritus alegres, y la llamada “ciudad de los poetas” para los espíritus más melancólicos. ¿El año? Mil novecientos ochenta y cinco. Lo demás es un largo bostezo que intento suprimir con la escritura. A veces tengo suerte y consigo que algunos de mis escritos integren libros de antología, formen una novela o un libro de cuentos. A veces no.

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