Compartimos un cuento de Sebastián Trujillo ilustrado por Cindel García.
Era el atardecer cuando la vio bajo el último sol del día. Tras el instante, decidió abrirse camino entre la gente marchando como una avalancha hacia su rostro. Mirandola resplandecer en el cielo pintado de fuego, el poeta tuvo la impresión de haberla observado antes. Aunque no reconocía con precisión el lugar. Ni siquiera estaba seguro de si ella era la imagen de su sospecha.
Nadó desnuda en el agua. Por su piel resbalaron hermosas burbujas. Y en el mar emulaba, fugazmente, la libertad. Al salir de la playa, la oscuridad de su mundo interior le dibujó un gesto desolador. Mientras se vestía, el poeta, linaje de dioses borrachos, sintió en el corazón que la chica se preparaba para asistir a un sitio carente de luz.
Durante los ocasos la mujer repetía el ritual. A veces fumaba y reía. A veces cortaba sus dedos con alfileres y agujas, dejando rastros de sangre en la arena. Desde el muelle donde la contemplaba y fingía pescar un pez plateado, el poeta experimentó la obsesión de conocer el motivo del desolador ademán cuando emergía a la faz del océano.
El descubrimiento, los recuerdos y la revelación irrumpieron en una dimensión onírica. El poeta, similar a un náufrago ebrio, cayó dormido en la playa crepuscular. De nuevo abordó la barquilla de oro. La neblina cubría la atmosfera. La superficie era un tapiz líquido. Luego de remar, encontró una barrera de cristal separando una verdad en dos mitades. Al lado de cada barrera se hallaba, por fin y clara, la identidad de la mujer de la sospecha. Del extraño lado izquierdo un buitre picoteaba su alma. Torturada en una silla eléctrica. Del derecho: ilustraba la eternidad, una flor, la promesa de un sitio mejor, el pez plateado que jamás pescaría en la realidad de lo concreto.
Despertó. Lloró. Y sintió el rayo de la poesía atravesarlo completamente. Comprobó que a través del sol es posible ver la esperanza, el paralelo. Guiado por el espíritu del lince y el león, derrotó a un tipo de navajas impidiéndole avanzar en el sendero. Siguió a la chica hasta una esquina de mujeres en minifaldas, medias rotas, violencia. Pagó la noche. Robándole todo el dinero y hablando acerca de sus pasados, ella se quebró en melancolía. O algo más. Tenía en la mirada profundas fotografías de escombros, crimen, una hija. Con el maquillaje chorreándole por las mejillas, dijo:
-Eres un ángel o una cosa rara. ¿Un idiota?
Él meditó en el ardor de la existencia.
¿Quién eres? Insistió, limpiándose la nariz con las uñas de los meñiques.
– Seguro una cosa rara. Un idiota…
-Me da risa tu manera de hablar.
-Pero lloras.
Callaron y temblaron en el silencio. La brisa del mar entraba por la ventana, limpiando antes la pestilencia del callejón. Asomaron a contemplar el firmamento. La chica le apretó la mano. Con la fuerza del que no quiere perder.
-Ja, en suma, y con el montón de ruinas del ayer, ¿hay esperanza?
Él la besó en la frente. Le devolvió el apretón de manos. Y sonrió como una cosa rara, idiota. Poeta.
-Tengo la seguridad de que, al menos, estamos vivos en otro lugar.
Con las primeras luces del amanecer, los gestos de desolación se esfumaron. El poeta se puso los pantalones, una camisa negra, encendió un cigarrillo y se largó para siempre. En la lluvia incipiente del sábado. Desapareciendo en la línea del horizonte, pensó en otro lugar, en una canción jamás escuchada.
¿Cuál es ese otro lugar? ¿Cuál es esa canción jamás escuchada? No hay esperanza verdadera solo esperar a que se acabe la espiral y cese la existencia tal vez allí se haya tal canción.