Ilustración: Mariano Lucano

Algunas transgresiones estéticas: lo sublime y lo grotesco

Cuestionar el sentido común. Traspasar los límites. El desborde, lo repulsivo y lo indecible. Un análisis de las diversas formas que encontró la filosofía y la literatura para hablar de la transgresión. Escribe Gabriela Puente. Ilustra Mariano Lucano.

 

 

En el año 1988, y en el marco de una serie de entrevistas que se difundieron luego con el título El abecedario de Gilles Deleuze, este filósofo se hace una pregunta que le afecta de manera personal: “¿por qué hay escritores que no tienen una gran salud? Y son los mismos por los que tal vez les pasa la vida a raudales: se debe precisamente a eso. De cierta manera, tanto la salud delicada de Spinoza como la salud delicada de Lawrence, (…) han visto algo demasiado grande para ellos. (…) no son capaces de aguantarlo, aquello les hace añicos. Chejov sería uno de esos casos: ¿por qué Chejov está tan destrozado? Pues bien, sí, ha visto algo. Los filósofos y los escritores están en el mismo punto. Hay cosas que uno logra ver y de las que, literalmente, de cierta manera, uno no vuelve, (…) se trata precisamente de perceptos en el límite de lo soportable, o conceptos en el límite de lo pensable.” (l  BOUTANG, Pierre y PAMART, Michel. 1996)

En la misma línea de pensamiento, pero unos siglos antes, Edmund Burke, afirma que “una idea clara es otro nombre para una idea pequeña” (1987: 47). Resguardarse dentro de los límites de lo pequeño es, a veces,  una cuestión de supervivencia.

Sin embargo, siguiendo a  Deleuze, el arte y la filosofía se hallan en constante tensión con aquello que existe al otro lado de sus fronteras.  Y cuando el límite deviene metafísico, la transgresión no puede ser sino total.

 

 

Desde la antigüedad clásica el concepto de belleza estuvo íntimamente vinculado a la idea de proporción y armonía.

Hacia mediados del siglo XVIII el filósofo Immanuel Kant, el gran transgresor moderno, rompe con el paradigma clásico y se permite concebir una estética más allá de lo bello. Apostó por la noción de lo sublime, que ya existía desde los primeros siglos de la era cristiana, pero que en su obra tomó una dimensión incontrolable, y comenzó a minar otras áreas distintas de la estética.

La armonía del objeto de la percepción era dada, en la obra kantiana, por la imaginación que introduce algo así como una medida en el fenómeno. Cuando percibimos una mesa, una silla, o una puerta, podemos comenzar a hacerlo por derecha o por izquierda, por arriba o por debajo, esto es indistinto. Así, la medida no es fija para cada objeto, sino que va cambiando en cada caso; lo importante es, sin embargo, que no carezcamos de una.

Si acaso nuestra percepción se dirigiese a un objeto más grande como un árbol, podríamos encontrar una medida cuantitativa relacionada con el cuerpo humano y representárnoslo como aquello que mide una cantidad x de hombres.  A su vez, un edificio de mayor extensión puede ser concebido como aquello que mide una determinada cantidad de árboles, y así en lo sucesivo.

Sin embargo, no ocurre lo mismo con la profusa llanura del campo abierto, con una tempestad desplegada sobre nosotros, o con “la calma de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas atraviesa las sombras pardas y la luna solitaria se halla en el horizonte” (Kant, 1997: 134). La medición se torna imposible, la imaginación es desbordada y surge en nosotros el sentimiento de lo sublime.

Las sucesivas caras del objeto que iban reproduciéndose rítmicamente en la imaginación estallan ante un fenómeno colosal. O, mejor dicho, es el fenómeno mismo que en su titánica magnitud se niega a ser codificado como objeto.

Sobreviene, también, un sentimiento invariablemente unido a la sublimidad, a saber, el terror. Porque ese abismo, sobre el cual se suspende el endeble ritmo de la imaginación, puede irrumpir en cualquier momento haciendo estallar la categoría de objeto.

Mientras el objeto se mantenga dentro de la representación, el sujeto se mantendrá dentro de los límites de la humanidad. Lo sublime quizás esté allí para mostrarnos aquello que no podemos franquear sin correr el riesgo de ser arrojados hacia el caos de lo inefable. Es, así, tanto el límite como su transgresión.

 

 

Pero no sólo la sublimidad se halla en el límite de la percepción, a punto siempre de transgredirla; también lo grotesco puede definirse “por lo que hace con los límites (…) desbordándolos, desestabilizándolos”. (Connelly, 2015: 28).

En la estética kantiana, la función del arte consistía en interponer un distanciamiento contemplativo de la percepción inmediata de los objetos. Sin embargo, no todo objeto podía devenir artístico, y aparecía, así, un límite intrínseco al arte. Para Kant ese límite no es otro que el asco. El distanciamiento necesario en el hecho estético se ve arrebatado por lo repulsivo, lo lacerado, lo mutilado y lo anómalo. Así, el espectador, impotente para generar un distanciamiento, es embargado por una sensación nauseabunda que se disemina, y apodera de todo su ser. La distancia contemplativa queda, por tanto, anulada.

Y, así como la transgresión de lo sublime se hallaba vinculada al terror, lo grotesco parece relacionado, en principio, con el asco.

Este último expone una corporalidad que permanecía cerrada e impenetrable, y muestra sus convulsiones fisiológicas en el paroxismo de lo escatológico. De pronto, el cuerpo pierde toda su supuesta armonía orgánica y se vuelve tan sólo una “pantomima siniestra que se ve abocada al tiempo y a la degradación”. (2011:33). De esta manera, también el asco vulnera un límite: el de lo visible, al exponer aquello que debía ser resguardado de la visión.

Pero nos equivocamos si pensamos que la transgresión es meramente estética. Con su virulencia, lo grotesco puede llegar a remover incluso el límite que separa lo humano de lo otro no-humano.

Podemos concebir la humanidad como aquello que no surge sino a partir de un límite y una prohibición. El asco es una de las esfinges que mejor resguardan ese límite; porque la ruptura de un tabú no puede sino provocar repugnancia.

Sin embargo, es justamente lo grotesco, en su -siempre- pornográfica exposición, aquello que trastoca los tabúes más arraigados. El incesto, la exhumación de los muertos, el canibalismo o el deseo irrefrenable de la manada destructora de todo resto de individualidad; todo deviene materia prima para la estética grotesca.

 

 

Pareciera que el quebrantamiento de límites aparece ante lo enorme, lo masivo, lo informe y lo repulsivo, en tanto que exceden cualquier intento de aprehensión armoniosa. Pero, también, en el caso de lo grotesco, podemos hallarlo en lo sutil y lo pequeño -insolublemente asociados, en la estética kantiana, con el sentimiento de lo bello-.

No hay nada más sutil y pequeño que una niña victoriana. Y, sin embargo, un autor inglés como Lewis Carroll fue capaz de encontrar en el cenit de la belleza de su época, los entreveros grotescos de la locura.

La transgresión carrolliana no nos golpea con una fuerza irresistible, sino a través de una tenue sensación de que algo -o todo- en ese mundo de las maravillas “no funciona como debiera”. El non sense inmortalizado en la obra de Carroll se opone al common sense británico o, mejor dicho, lo desnudan, al mostrar que toda costumbre es caprichosa, vana, cambiante y absurda.

Los recursos y giros propios de las obras de terror, no se reproducen en la narrativa carroliana y, sin embargo, un subrepticio y tenue pánico nos envuelve al leerla.

En Alicia en el país de las maravillas y a través del espejo, Lewis Carroll opta por una estética de lo grotesco y por una lógica de la paradoja que cuestionan el sentido común.

Los juegos de los niños no se encuentran tan alejados del mundo de las maravillas. Y, si los lectores podemos soportar el omnipotente caos de este mundo, es sólo porque la ingenuidad y frescura de la protagonista funcionan como un talismán que suaviza el absurdo.

Sin embargo, a cada instante el límite es pasible de ser franqueado y nada evita que podamos sentir un incontrolable vértigo ante la inminente irrupción de la locura.

 

 

Desde la perspectiva de estas estéticas de la transgresión, podemos decir que lo bello no es sino una cáscara y su función es la de ser removida. Bataille lo enuncia poéticamente: “Si se desea apasionadamente la belleza cuya perfección rechaza la animalidad, es sólo por la mancha animal que la posesión introduce en ella. Se la desea para ensuciarla; no en sí misma, sino por el placer que se experimenta ante la certidumbre de profanarla.” (1997:150). Así, lo codiciado nunca es la belleza sino el goce transgresor que nos provoca su aniquilación.

 

Bibliografía

BATAILLE, George (1997). El erotismo, Barcelona: Tusquets.

BOUTANG, Pierre y PAMART, Michel. (1996). L’Abécédaire de Gilles Deleuze. Francia: La Femis, Sodaperaga Productions. Recuperado de http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com/2009/08/gilles-deleuze-abecedario-l-m-n-o.html

BURKE, Edmund (1987) Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas de lo bello y de lo sublime, Madrid: Tecnos..

CARROLL, Lewis (1998). The complete Illustrated, Kent: Wordsworth.

CONNELLY, Frances (2015). Grotesco y arte moderno, Madrid: Machado libros

DELEUZE, Gilles (2008). Kant y el tiempo, Buenos Aires: Cactus.

FERNÁNDEZ GONZALO, Jorge (2011). Filosofía zombi, Barcelona: Anagrama.

KANT, Immanuel (1997). Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, Mexico D. F.:Porrúa.

Escribe Gabriela Puente

Gabriela Puente nació en Buenos Aires durante el invierno de 1979, licenciada en Filosofía por la UBA, maestranda por UNDAV, primera mención en Certamen de Ensayo Filosófico de la Facultad de Filosofía y Letras UBA, su tesis de licenciatura fue publicada por Editorial Biblos en 2018, publicó varios artículos en revistas académicas; actualmente se dedica a la docencia y colabora en diversos medios.

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2 Comentarios

  1. Las estéticas de la transgresión juegan, si comprendí bien, con lo grotesco como ese borde del tabú transgredido. La obra se inscribiría entonces en el límite entre lo humano y lo monstruoso.

  2. Claro, Anahi, en mi opinión mientras que lo sublime del Romanticismo se mantiene dentro de los límites de «lo humano», lo grotesco de alguna manera los desborda.

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