Aquel verano en el pasto

Un encuentro entre una hija y un padre distanciados. Un secuestro y un accidente. Un cuento de Guille Flores sobre la familia en estado puro. Ilustración Mariano Lucano.

Íbamos a encontrarnos a la mañana en el centro. Sabíamos que el padre de Valentina tenía que ir al banco (según ella, iba seguro todos los lunes y esa era el mejor lugar para esperarlo). Cuando saliera, yo tenía que interceptarlo, ponerle una bolsa negra en la cabeza, darle un culatazo y meterlo en el auto de Renata. Saldríamos disparados por Alem, después Libertador y si en cinco minutos llegábamos a la autopista, ya no tendríamos problemas. Una vez que estuviéramos en la casa de las chicas, lo cagaríamos a palos hasta dejarlo inconsciente. Lo de cagarlo bien a palos —con esas palabras lo propuso— fue idea de Valentina. Para mí no era necesario llegar a tanto: con dormirlo y encerrarlo alcanzaba; pero como el plan se le había ocurrido a ella y era su papá, ella mandaba.

Fue un lunes a finales de diciembre. Me levanté a las cinco de la mañana y me puse a ordenar la habitación: no podía dormir y no tenía nada mejor que hacer. Valentina llamó a las siete, bastante nerviosa. Dijo que había pasado algo, y que cambiaba todo, que se cancelaba el plan. Después de seis meses sin verse ni hablarse ni mandarse un mísero mail, esa noche la había llamado el padre. No querés venir mañana a almorzar a casa, me dijo Valentina que le dijo el padre. Y «mañana» quería decir el día que habíamos elegido para secuestrarlo.

Valentina me preguntó si la podía acompañar. Le dije que no me parecía, ni el cambio de planes ni la invitación. Quiso convencerme sobre la importancia de las casualidades y que si las cosas pasaban era por algo.

—No sé —le dije—, no me parece.

—¿Por qué vos también me querés joder ahora, Mariano? Te lo estoy pidiendo por favor. Sabés que no puedo ir sola.

—Es que es raro, pensé que lo otro iba en serio.

—Te lo acabo de explicar, nene… ¿no entendés?

Y cortó.

Cortó como hacía meses había cortado conmigo, con el padre y con las amigas. Como había cortado con el trabajo que no le gustaba. Con los estudios. Con teatro. Con su departamento y la medicación. Cortó como cada vez que le decían cosas que no le interesaban o no soportaba escuchar.

Me quedé un momento en silencio, mirando el bolso que había preparado. En la pensión no se escuchaba ningún ruido. Me sentí muy solo y me imaginé que Valentina estaría sintiendo lo mismo. Entonces la llamé. Atendió y se mantuvo en silencio. Le pregunté por qué se ponía así, por qué cambiaba tanto, y me dijo que todos se enojaban con ella y que nadie la entendía.

—¿Le dijiste a las chicas?

—Sí.

—¿Y?

No respondió. Algo me movió con eso, y le dije que la acompañaba. La voz se le relajó un poco y me dijo que tenía el auto de Renata. En unas dos horas podía pasar por la pensión. Antes de cortar, me dijo que me quería un montón.

Llegó cerca de las diez en el auto de Renata, un Renault verde bastante sucio. La casa del padre quedaba bastante lejos, cerca de Maschwitz. Paramos en una estación de servicio a comprar bebidas y «unos regalos para papá».

Cuando volvimos al auto, Valentina me pidió que manejase y se armó un porro. Cuando volvimos al auto, Valentina me pidió que manejase y se puso a armar un porro. Empezamos a fumar y ella se puso a hablar de la madre, de que si estuviera su mamá todo sería muy distinto: no tendríamos que hacer lo del secuestro ni nada de eso. Nunca le pregunté cómo había muerto su mamá, y no me parecía que ese fuera el momento. Una vez, un poco fumada, me había contado algo de un accidente en Bariloche o algo así, nada muy claro. Ella era chiquita, nueve, diez años. Pero había cambiado de tema enseguida y nunca pude saber qué fue lo que pasó. Y ahora no entendía que tenía que ver la mamá con lo del secuestro del padre, pero tampoco se lo pregunté.

Tardamos más o menos media hora en llegar. Cruzamos un portón de madera y avanzamos por un camino de grava. La casa era blanca, blanquísima, de dos pisos; la rodeaba un jardín enorme, adornado con un par de esas fuentes horribles con angelitos.

Apenas estacionamos, vimos que se acercaba, atravesando el jardín, una mujer sonriente. Esa es Mora, me dijo Valentina. Bajamos del auto cargando las bolsas con las bebidas. Por alguna razón, Vale dejó los regalos para el padre en el auto. Supuse que querría darle una sorpresa más tarde. Mora nos recibió a los dos con un beso ruidoso y explicó que el padre de Valen terminaba unas cosas en el vivero y venía.

—¿Prefieren comer en el porche o en el patio de atrás…? No te das una idea de cómo huelen los eucaliptos, Valen. Casi tapan el balcón del altillo, pero la sombra que dan es bárbara.

A mí me daba igual. Valentina respondió que prefería comer adelante. Mora sonrió, una de esas sonrisas que te quieren decir que todas las respuestas van a ser la respuesta más atinada porque ninguna respuesta importa.

Yo esperaba otro tipo de mujer. Tendría unos cincuenta años y se mantenía muy bien. Llevaba un jean oscuro, musculosa blanca, el pelo naranja y unas tetas gigantes, seguramente operadas.

Entramos a la casa y caminamos por un pasillo interminable. En las paredes había réplicas de pinturas chinas y, apoyadas en pequeñas columnas, unas estatuitas de bronce que representaban caballeros o algo así. Mora nos hizo entrar a la cocina (donde noté el único detalle de buen gusto de toda la casa: las cortinas combinaban con los azulejos) y nos dijo que pusiéramos las bebidas en la heladera, que ella iba a seguir preparando la comida. Después de que acomodamos las botellas, Valentina me dijo que saliera al porche, mientras ella iba al baño.

—Si te encontrás con mi viejo, decile que ya voy.

Obedecí. Cuando estuve afuera, me quedé mirando el pasto y me dieron ganas de tirarme ahí. Agarré un cenicero de la mesa que estaba en el porche y prendí un cigarrillo. Me puse a pensar en lo lindo que sería poder quedarme todo el verano tirado en ese pasto perfecto, con todo el sol y el olor a eucaliptus. Cuando apagué el cigarrillo, vi al padre de Valentina que se acercaba, todo de blanco, sombrero y guantes incluidos. Se sacó los guantes y me saludó con un apretón de manos. Estaba transpirado y se notaba que había estado con plantas: tenía manchitas verdes y negras en la ropa, pero casi imperceptibles, como si hubiera estado haciendo un trabajo muy delicado. Me invitó a sentarme a la mesa y enseguida empezó a contarme del lugar, de las comodidades que tenía la casa, del vivero, la exportación y otras cosas. Miraba con orgullo su propiedad.

—Sólo me falta escribir un libro —dijo, sonriendo.

Después me preguntó qué hacía de mi vida. No pareció escuchar mi respuesta, solamente asentía, y apenas dejé de hablar empezó a darme un sermón sobre las responsabilidades, los errores, los inconvenientes que suceden sobre la marcha, y de la gente estúpida que no sirve para nada porque no está preparada para la vida.

Dejó de hablar y se hizo un silencio. Yo no sabía si él esperaba que le dijera algo. Se oyeron ladridos de alguna quinta vecina. De algún lado llegaba olor a asado.

—Pero bueno, vos laburás. Vos te bancás. Vos sabés lo que vas a hacer de acá a cinco años, ¿o no?

—Papá… no lo aturdas —dijo Valentina, que justo salía al porche. Estaba rara, distinta. Enseguida me di cuenta porque: se había soltado el pelo y parecía más chica, como aniñada, más fresca. Se dieron un beso y el padre le dijo lo bueno que era volver a verse. Ella me miró sonriendo, cómplice.

—También me pone contenta verte así de bien, pá.

Charlaron un poco de las cosas que hacían y de los familiares, hasta que Mora la llamó a Vale para que la ayudase a servir la comida. El padre sonreía, tomaba vino. Se lo veía satisfecho por cómo las mujeres preparaban la mesa. Yo lo miraba y pensaba en cómo se le transformaría la cara si en ese momento le pusiéramos una bolsa negra en la cabeza y lo metiéramos en el Renault mugriento de Renata.

Valentina también estaba contenta, o eso quería simular. Tarareando una canción, iba y venía con platos y comidas y bebidas. Sirvieron una jarra de jugo en unas copitas antiguas y todo me parecía típico: el padre, las canas, la esposa, el pasto y el sabor del jugo.

De entrada, sirvieron una picada que el padre no tocó: problemas de presión, dijo. Levantando la bandeja de madera nos ofrecía a cada rato queso y salame de campo. Después trajeron varias ensaladas en unas ensaladeras gigantes y pollo frío.

En un momento, cuando parecía que ya estaba todo servido, Valentina entró a la casa y después apareció cargando una pila de vasos. Me pareció una exageración: éramos solamente cuatro a la mesa, y cada uno ya tenía su copa. Sospeché que solamente quería hacer algo para no sentarse a charlar.

—No traigas tantos a la vez, pichona —le dijo Mora apenas la vio saliendo por la puerta—, que se te van a caer. Y no los encastres unos con otros, que se quiebran.

—No te hagas problema, Mora. Yo puedo.

Pero por mirar a Mora para contestarle dejó de mirar donde pisaba y parece que se tropezó o resbaló o algo le pasó que la hizo perder el equilibrio. Se cayó con los vasos abrazados al pecho. El padre y Mora hicieron un gesto de negación con la cabeza. Me levanté y fui a ayudarla.

Increíblemente, no se había roto ningún vaso. Tenía muchas ganas de reírme, pero la cara de Valentina me disuadió. Mientras la ayudaba a levantarse, escuché la voz de Mora:

—Ves que sos caprichosa, nena. Te dije, pero vos siempre hacés lo que querés.

—Quedate tranquila —dijo Valentina, mientras apoyaba los vasos en la mesa—, que no se rompió nada.

—Es lo mismo si se rompen o no —dijo el padre—. Te está diciendo otra cosa, hija.

Ahí Valentina, roja de la bronca, estuvo a punto de perder el control. Me miró, y tuve que hablar:

—Bueno… igual no pasó nada.

—No es nada —dijo Mora, del otro lado de la mesa, tranquila y exultante—. Es que te dije que si los llevabas así se te iban a caer. Igual no es nada.

—Ahí están los vasos —dijo Valentina—. Intactos.

—Sólo te digo que la próxima tengas más cuidado.

—Ahí están los vasos —levantó uno y se lo mostró, casi que se lo puso en la cara—. Mirá. Intacto.

El vaso brillaba en la mano de Valen como si fuera un trofeo.

Cuando trajeron el café, el padre sacó una pequeña cigarrera del bolsillo y nos ofreció unos cigarritos marrones, seguramente importados. Valentina dijo que no, pero yo acepté. Prendió los dos cigarritos con un encendedor plateado. Dio un par de pitadas, tiro la cabeza para atrás y sopló el humo, como queriendo espantar las moscas. Después de dar un par de pitadas más así, se puso derecho y le habló a Vale.

—Suerte que no se rompió ningún vaso… Esos los usamos siempre que viene gente especial, no para cualquier día. Por eso te decíamos que tengas cuidado… y a veces Mora se pone nerviosa.

—Yo nunca los vi —retrucó Valentina.

—Eran de mamá… y a ella se los había dado mi abuela —dijo Mora, y se levantó prácticamente de un salto para irse adentro. A los cinco segundos volvió con uno de esos vasos y lo hizo girar triunfalmente en la cara de Valentina.

—¿Ves, pichona? ¿Ves los bordes dorados?

—Qué hermoso… ¿Y los vasos nuestros? —preguntó Valentina, haciéndose la estúpida, y sorbió un poco de café—. ¿Dónde quedaron?

—Creo que están en el altillo. Si los necesitás, llevatelos —respondió el padre.

Para decir algo, no porque me interesara en lo más mínimo, pregunté si eran muy antiguos.

—Mil nueve cincuenta, creo… ¿De cuándo son los vasos, Mora?

—Eran de mi abuela —dijo Mora—. Calculá.

El padre puso cara de estar calculando mentalmente la edad de los vasos. Valentina se levantó y dijo que iba al baño y que no le gustaba esa manía de guardar cosas viejas. Mora y el padre quisieron responderle, pero ella salió tan rápido que no les dio tiempo.

El padre parecía ansioso por cambiar de tema. Empezó a tirarme anécdotas de vacaciones y viajes, y me dijo que la semana siguiente se iban a Perú.

—Ruinas, tierra. ¿Qué más queremos para estar tranquilos, no?

Le conté que yo había ido a Perú hacía unos años, pero mis palabras desaparecieron en el aire: no encontraron en él ni el más mínimo interés.

Valentina volvió al jardín con un papel en la mano. Una foto.

—Mirá, Mariano —dijo, alcanzándome la foto—, este es el lugar que te había dicho, ¿ves?

En la foto aparecían el padre abrazando a la madre de Valentina, y Valentina con diez años, cubierta con una capucha. De marco, un jardín con nieve. De fondo, montañas nevadas. Los padres se reían y no miraban a la cámara. Solo Valentina lo hacía.

—Es en la casa de mis tíos, en Bariloche —dijo.

—A ver —dijo el padre, arrebatándome la foto. La miró un segundo con su peor mirada oscura, y se la pasó a Mora, que puso una cara que indicaba que no era la primera vez que la veía. Levantó una sola ceja y dijo:

—Qué bárbaro, la familia unida.

—Sí —dijo Valentina—. Y me gustaría llevarme esta foto y las otras también. Ahora estoy viviendo en San Isidro, y en la habitación no tengo nada.

—Están todas las cajas en el altillo —dijo el padre, tranquilo, señalando hacia arriba.

Pensé que si Valentina quería esos cuadraditos de colores con sonrisas era para poder pegarlos en las paredes de su habitación y sentir que vivía en un lugar que era de ella.

—No sé, Carlos —dijo Mora—. Si querés, puedo juntarlas en unos días y se las mando por correo. Arriba está desordenado, es todo una mugre…

—Por correo no —la cortó Valentina—. Me gustaría mostrarle a Mariano algunas fotos. Nunca tengo nada para mostrar, y a veces hasta me olvido de las caras de los primos.

—Eso será por otra cosa —dijo el padre, seco—… ¿Vos también sos falopero?

Los tres me miraron. No entendí que me lo estaba preguntando a mí hasta que lo repitió.

—No digas así, papá —dijo Valentina, y lo apuntó con el dedo como si empuñara un revólver—. Pensé que ya habíamos pasado eso.

—Yo no paso nada, no es mi problema. ¿Te drogás, Patricio? ¿Sí o no?

—No —dije, más confundido todavía porque acababan de rebautizarme—. Alguna vez… no te voy a decir que nunca probé, pero no…

—Entonces probaste —dictaminó el padre, molesto, abriendo los brazos—. Y seguro que seguís probando…

—No, no… Nada que ver… No soy falopero —y como no me salían las palabras movía las manos—. Alguna vez fumé. Solo eso.

—Vos debés saber que ella… —señaló a Valentina—. Ella sí tuvo problemas.

—¡Papá! —dijo Valentina.

—¿Y por qué dejaste? —preguntó Mora, los codos en la mesa y las manos estirándole hacia atrás la piel de los cachetes—. ¿Te diste cuenta de algo?

—Un amigo —dije, sin saber lo que decía—… Igual, como «dejar», no puedo decir que «dejé».

—¿Por? —El viejo me miró sumamente interesado.

—Porque tampoco lo hice muy seguido.

—Claro —dijo el otro—: lo mejor que podés hacer en la vida es no reconocer que tenés un problema.

—¡De qué hablás! —gritó Valentina.

—No le levantes la voz a tu padre —dijo Mora.

—Se la levanto si quiero, Mora, o hasta que me diga él. Así que, por favor, te pido que no te metas.

Nos quedamos en silencio. Yo me serví una porción de torta. El padre sólo le prestaba atención a su taza de café.. Prendió otro de sus cigarritos , levantó la vista y, ventilando el humo con la otra mano, decretó que no había que pelear en una reunión familiar.

—¿Familiar? —preguntó Valentina, frenética, riéndose y buscando en mí una compañía que no necesitaba ni quería.

—Tranquiiila, Vale —dije—. Te está diciendo que pares.

—Y ahora encima vos —me apuntaba con el dedo—. ¿Qué decís vos, boludo? «Tranquiiila, Vale, tranquiiiila» — se burlaba—. ¿Que pare yo? Pará vos. Paren ustedes —nos miraba de arriba abajo—. Son parecidos. Iguales son. Al final vos también sos un mezquino y un cagón, Mariano. Mezquino y cagón como vos, papá, que por cinco pesos de mierda no quisiste pagar un avión y nos dejaste solas a las dos.

El padre se levantó de la mesa y estiró la mano como para cruzarle la cara de un cachetazo, pero se frenó. Valentina se echó a llorar. Quería contenerse, pero no podía. El padre quedó en esa posición, parado frente a la hija, con la mano levantada, perplejo, como si no supiera dónde estaba ni qué había querido hacer. Mora se tapó la boca con la mano.

—No digas así —dijo el padre temblando de la bronca—. Vos sabés bien lo que pasó… Vos sabés que yo…

Vi que su brazo era enorme. No supe qué hacer. De repente Vale se levantó y empezó a gritar que ella tenía a la familia en un puño, mientras le ponía al padre la foto en la cara. El viejo quiso sacarle la foto, pero Valentina sacó rápido la mano.

—¿Ahora querés esta foto? —dijo con sorna—. Acá la tenés, papá —y la rompió en cuatro pedazos, que le tiró a la cara. Pero ningún papelito lo tocó: cayeron antes, en el piso.

Después Vale pasó por atrás mío y se fue para adentro.

—¿Carlos, esta chica necesita ayuda profesional o me parece? ¿Está medicada?

—¡Voy a buscar mis fotos! —gritó Valentina desde adentro.

Mora se puso roja y le gritó que al altillo no fuera.

—Esta chica va a aprender que no todo es como ella quiere —dijo Mora en una sonriente histeria, y se levantó—. Es una desubicada. ¿Quién se cree que es?

—Ella se ubica, Mora. Tenés que entenderla, no seas tan exigente.

Mora empezó a caminar hacia adentro..

—¿Exigente? —dijo de espaldas a nosotros—. ¿A quién le exijo yo? —se dio vuelta y lo miró—. No me jodas, Carlos.

Nos quedamos solos. Ni yo ni él sabíamos qué hacer, qué decir. Yo miraba el suelo, los cuatro pedacitos de la foto: la familia unida. Me preguntó si quería café y con los ojos me decía que eran cosas de mujeres, que no había que meterse.

Después me preguntó si yo la quería a su hija. Revolvía con su cucharita la taza de café, que no tenía café. Un ruido insoportable.

—¿Vos la querés a Valen? —insistió.

Estaba por responderle que sí, que la quería mucho, cuando oímos gritos que venían de arriba.

—¿Quiere que vaya a ver? —dije, señalando con el pulgar la planta alta.

—¿Para qué? —el padre ni se movió de su asiento—. Son cosas que tienen que pasar. Alguna vez pasan —Movía las manos buscando las palabras—. Vos debés saber, lo que pasó con la mamá de Valen… Me gustaría que alguna vez… — Pero lo interrumpieron gritos más fuertes: arriba se estaban matando.

Me levanté y le dije que ya volvía. No podía quedarme sentado ahí sin hacer nada.

—Hace como quieras —respondió, arrellanado, con la mirada perdida y revolviendo la cucharita en la taza. Subí a la planta alta de la casa y guiándome por los gritos llegué a la escalera que daba al altillo. Subí y entré. En el balcón del altillo, enmarcadas por las copas de los eucaliptos del fondo de la casa, Valentina y Mora forcejeaban por una caja de cartón.

—¡A esto viniste! —gritaba Mora sin parar— ¡A esto viniste! Tenía la cara muy colorada y los ojos desencajados…

Desde la puerta les grité que pararan, que se dejaran de joder. Pero justo en ese momento Mora le pudo arrancar la caja a Valentina, y entonces Valentina la empujó hasta ponerla contra la baranda, y después, no sé cómo, la levantó sobre la baranda y la tiró.

Fue un segundo. De repente Valentina se había quedado sola en el balcón y miraba hacia abajo.

Fui hasta el balcón y me asomé sobre la baranda. Mora había caído de espaldas sobre el pasto. Tenía los ojos muy abiertos pero no se movía. Al lado estaba la caja abierta y un montón de fotos desparramadas. La miré a Vale.

—No, Vale… —dije sin querer—. ¿Qué hiciste?

No me respondió. Salió corriendo escaleras abajo y me quedé solo en el balcón. Me asomé de nuevo y lo vi al padre que se acercaba hasta donde estaba Mora. Habrá escuchado el golpe, pensé. El viejo se quedo parado, casi al lado, mirándola, sin hacer nada. Solamente la miraba. Creo que vi que a Mora empezaba a salirle un hilo de sangre de la boca, que le cambiaba el color de la piel. Valentina llegó corriendo hasta donde estaba el padre y empezó a hablarle: gesticulaba, histérica, pero el viejo no decía nada, no le hacía caso, solamente la miraba a Mora.

Bajé las escaleras corriendo y fui hasta donde estaban ellos en el jardín, cerca de Mora.

—¿Llamamos a una ambulancia? —pregunté con timidez.

El padre giró la cabeza y ni me miró. Tenía las venas de los brazos muy marcadas.

—¡Se está muriendo! —gritó Valentina—. ¡Hacé algo!

El padre no se movió.

—Voy a buscar el teléfono —dije, y quise moverme. Pero no lo hice, no pude.

—Vos no vas a ningún lado —dijo el padre, con desprecio—. Yo tengo… Ustedes… Ustedes no van a hacer nada.

El sol partía el mundo. Miré a Mora, inmóvil, los ojos abiertos. En un momento hizo una pequeña convulsión, como un quejido del cuerpo, y un poco más de sangre le salió por la boca. No podía darme cuenta de si todavía respiraba o no. Valentina empezó a repetir, desencajada:

—Se cayó sola. Sola, sola se cayó.

Por un momento pensé que de verdad estaba convencida de lo que decía.

—Por ahí… —dije—, por ahí si la llevamos al hospital… .

El padre me miró con asco y me dijo que me callara la boca. Empezó a caminar hacia la entrada. Valentina seguía repitiendo que Mora se había caído sola, que no sabía cómo había pasado. El viejo entró a la casa y estuvo adentro cinco, diez, no sé cuántos minutos. Nosotros fuimos hasta el porche y nos quedamos ahí, sin animarnos a entrar.

Cuando salió se acercó hasta nosotros mirando hacia abajo y se nos paró adelante. Quise darle la mano a Valentina, pero mi impulso fue tan débil que la rechazó. Se lo quedó mirando al padre, con los ojos muy abiertos.

—Ya está —dijo el viejo, y nos miró con tristeza—. No hay nada qué hacer. Sos una pelotuda, hija…

—¿Qué decís? —le dijo ella, sin fuerza, casi susurrando—. Yo no tiré a nadie. Ella se…

—Sí, ya sé. Es igual…

Adentró sonó el teléfono. El padre entró de nuevo.

Nosotros nos quedamos contra el marco de la puerta de entrada. Se escuchaba la voz del viejo hablando por teléfono, pero no se entendía qué decía. Miré los pedazos de la foto en el piso. La mesa a medio levantar. La cucharita en la taza de café. Sentí un temblor repentino en los dedos.

El padre volvió después de unos minutos.

—Ustedes dos se van de acá y no vuelven más. Desaparecen. Dos años, tres, no sé. Ahora los viene a buscar Álvarez. Vos lo conocés, Valen. Los va llevar a Ezeiza. Hay un vuelo a Brasil dentro de dos horas. Los acompaño al auto, vamos.

Empezamos a caminar hasta el auto, siguiéndolo, guiados como si fuéramos dos chicos a los que iban a poner en penitencia.

Escribe Guillermo Flores

Guillermo Flores fundó las editoriales 13x13 y 800 golpes, y las revistas culturales Colofon y Arrancar. Hoy trabaja alegremente en comunicación digital.

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