Dibujo: María Lublin

Check-point en el puente

Pequeña reinvención de un suceso conocido en tierras argentas por Marcelo Zabaloy. Dibuja María Lublin.

El ministro se puso furioso con lo que vio desde el helicóptero. En el horizonte se dejó ver el débil borde rojizo del sol perezoso que se filtró en cielo plomizo del uno de julio. El ruido del motor no le permitió oír los gritos del piloto que con el índice le mostró, riendo entre dientes, el serpenteo infinito de luces viniendo desde el sur en dirección del terreno de juego de los xeneizes. En los ingresos del norte, no lejos de River y del oeste, en los dominios de Ferro, se repitieron los mismos efectos de los controles, millones de individuos detenidos en sus vehículos y comprensiblemente furiosos, con todo derecho. El ministro decidió intervenir, pero desde el cielo le resultó difícil; se comunicó por signos con el piloto y le ordenó descender; el helicóptero descendió y el copiloto retiró del recinto correspondiente el vehículo ligero del ministro: 

–Tome –le dijo–, pero recuerde que no tiene frenos. El ministro lo fusiló con los ojos y rugió: 

–¡Cómo que no tiene frenos! ¿Qué estupideces dice, milico roñoso? 

–¡Qué quiere, che! No tenemos combustible ni presupuesto. Este helicóptero es viejísimo y no conseguimos repuestos y usted pretende que le demos un vehículo con frenos… déjese de joder. 

–¡Respéteme mequetrefe! ¿No se enteró que soy su jefe? –le espetó furibundo el ministro–. ¡Y si con eso no fuese suficiente, le informo que soy médico epidemiólogo con conocimientos quirúrgicos, teniente coronel del ejército, buzo, cinturón negro de yudo, dirigente político y opinólogo de tevé! 

El copiloto, con los oídos cubiertos por un gorro de Vélez, no lo oyó, orinó velozmente entre los yuyos y se metió presto en el helicóptero, que decoló en medio de un terrible estrépito de tornillos flojos y tosiendo por el efecto de los pistones fundidos. El ministro, furioso y ensordecido, terminó lleno de polvo y con el pelo revuelto por mucho que se lo hubiese cubierto como siempre con su típico y untuoso exceso de Brylcreem. Segundos después, entre fuertes toses y estornudos, retorciéndose en medio de un grotesco torbellino de humo y fuego, el helicóptero del ministro explotó y se deshizo en miles de luminosos perdigones sobre el río color león. 

Luego del riguroso minuto de silencio por los difuntos héroes sin frenos, repuestos ni presupuesto, el ministro se persignó, murmuró un credo sin convicción y se cerró el cuello de su Montgomery negro con interior de diseño escocés. Pobre gente, se dijo en su fuero interno. Muertos en cumplimiento del deber. Cumplido este sencillo réquiem, el ministro tomó su moto Norton 500 modelo 1966, dos cilindros opuestos en V y como se dijo, sin frenos, con el firme propósito de intervenir. 

Después de correr sus buenos cien metros impeliendo el terco vehículo descripto, tozudo como él solo, el mismo decidió ponerse en movimiento bien que emitiendo sonoros rezongos y un número no menor de explosiones que produjeron el revoloteo temeroso de loros, teros, peludos, cuises, topos y gorriones, únicos testigos del épico episodio. El fornido motoquero médico montó de un brinco profiriendo múltiples insultos. 

El ministro de lo inferior, en ejercicio de su egregio oficio de buzo y con el firme propósito político de corregir un entuerto, como suele ser común entre los de su noble condición de teniente coronel en retiro efectivo, enfiló su moto Norton en dirección de uno de los puentes que dividen el territorio de los coquetos porteños distinguiéndolo de los dudosos suburbios del sur. Desde lejos vio el desorden producido por los controles de ingreso recientemente dispuestos. Distinguió los reflectores y los pendones de los distintos medios, CLORÍN, TV SINFO, FEIGN NEWS, MIEN TV y OGTV. Un cosquilleó repentino lo estremeció. Corriendo el riesgo de perder el control de su moto, el ministro sonrió y se golpeó el pecho con orgullo, previendo el tono y los contenidos de los noticieros vespertinos y nocturnos. Un perro esquelético se le cruzó de improviso como un espectro y el hombre se desconcentró unos segundos por lo que el bólido serpenteó levemente; el ministro, temiendo lo peor, cerró fuerte los muslos, esquivó el perro cubriéndolo de improperios, retomó el control de su moto y se sumió en sus muy pertinentes reflexiones. 

Esto es un quilombo, pensó; no puede ser que se embotellen de este modo, por kilómetros y kilómetros, todo tipo de vehículos, coches, velocípedos, motos, colectivos y remolques y que los inspectores, sobre un puente, controlen miles de individuos uno por uno como si tuviesen todo el tiempo del mundo. Estos milicos son unos imbéciles, protestó en silencio el médico buzo. 

Por fin, eludiendo miles y miles de vehículos, colectivos repletos de obreros somnolientos y choferes nerviosos, fletes con restos de dolorosos divorcios domingueros, mujeres con moretones y niños dormidos en sus senos, coches fúnebres con muertos en descomposición y remolques llenos de terneros mugiendo en medio de torrentes de estiércol, el médico ministro entró en el puente oprimiendo un frenético y estridente cornetín exigiendo con gritos que le despejen ipso pucho el sendero permitiéndole el ingreso. 

En el revoleo que generó el ingreso intempestivo e impetuoso, es decir intempestuoso, del justiciero en su negro bólido con motor de dos tiempos por el extremo norte del puente en dirección sur, el vehemente yudoctor olvidó el consejo que le dieron los difuntos pilotos del helicóptero que lo posó en los confines del territorio porteño, y oprimió decidido los frenos. Su moto siguió por el puente sin reducir ni un poco el veloz impulso que él mismo le imprimió en los últimos kilómetros, que fue, como él mismo, desmedido. 

Dispénseme el lector que cite en este punto el número de muertos y heridos que produjo el olvido de este sencillo y postrer consejo de los héroes, piloto difunto y difunto copiloto: “Ojo que no tiene frenos”. Es posible que de este poco menos que imperceptible episodio, que no se informó por ninguno de los medios presentes, nos quede un remedo de lección: tened presente siempre los consejos que son fruto del desinterés. Dios os libre de los otros. En fin; perdí un poco el hilo, disculpen. 

El jefe del retén se inclinó sobre el cuerpo inconsciente del ministro sin frenos: 

–Despierte, imbécil –le dijo furioso– mire lo que hizo. El hombre, un efectivo del gobierno porteño, lo tomó del cuello y le prodigó un concierto de sonoros bofetones. 

Conmovido por los muchos bollos recibidos en tiesto, morros y mofletes, el ministro despertó sorprendido y se incorporó de un brinco, indemne sí, pero con el pelo revuelto y el Montgomery desprendido y roto en los codos. Se miró confundido, no pudiendo creer el desorden de sus costosos vestidos. Por su condición de médico, por no repetir sus otros muchos oficios, el montón de cuerpos que sembró con su moto y los quejumbrosos ronquidos de los heridos no lo conmovieron. El ejercicio del deber pensó, suele tener efectos no queridos. Recompuesto, se desentendió del entorno y preguntó con tono firme y severo por el jefe del puesto de control. 

–Soy yo –dijo un señor morocho y feo como un cementerio de noche–Y usted, demente motoquero, ¿quién demonios es? 

–Mire bien con quién se mete –le dijo el ministro, extendiéndole su brevete del ministerio con el que se identificó como ministro–. Soy el ministro de lo Inferior. 

–Muy bien –respondió el jefe– ¿Y qué se propone? 

–He venido en nombre del Intendente con el fin de que se despeje este puente en cinco minutos, como mucho. Le tomo el tiempo; comience. 

El ministro miró su reloj y de reojo vio, corriendo en su dirección, un ejército de reporteros esgrimiendo micrófonos y equipos de televisión. Infló el pecho. Se peinó los rulos como pudo, pero se ensució los dedos con Brylcreem. Se metió los puños en los bolsillos y en el momento justo de ver el foco rojo de los equipos de televisión, empezó su soliloquio enfrente del jefe y los sorprendidos efectivos del check-point: 

–Este puesto de control entorpece el movimiento de cientos de miles de hombres, mujeres y niños convertidos en prisioneros de un grupo de ineptos que los retienen pidiéndoles todo tipo de documentos y permisos que ellos no poseen porque por poco envejecen queriendo obtenerlos on-line. ¡Pst! –Comenzó el ministro exponiendo con los ojos fijos en el monitor de televisión que le pusieron enfrente. 

–Usted no tiene ningún derecho de meterse con nosotros –lo increpó un efectivo con el pecho henchido y repleto de distintivos–. Nosotros sólo obedecemos órdenes del desgobierno porteño. Usted es un intruso. 

–¡Qué intruso ni qué intruso! Yo no veo ese tipo de esperpentos por tevé – se ofuscó el ministro– Yo soy exclusivo de MIEN TV donde pueden verme lunes, miércoles y viernes después de 22.30. Le ordeno que despeje este puente y si no me obedece los meto presos por desobedientes. 

–¡No empuje, obsecuente meterete! Yo sólo recibo órdenes del Prescindente, no de un petimetre con títulos, de un pituco instruido y un irreverente poligrillo como usted. Retírese; no moleste. 

Los cruces se fueron sucediendo y se volvieron intensos y repetitivos. Por ello el ministro epidemiólogo, viendo los bostezos de un grupo de reporteros y conocedor de lo terribles que son los tiempos muertos en televisión se preocupó comprensiblemente. 

En los vehículos circuló el rumor de lo sucedido en el puente; los motores hirvieron y se fueron consumiendo millones de litros de combustible. En un primer momento los medios pusieron en el éter los entretelones del episodio describiendo lo sucedido en vivo y en directo. Desde los coches, los conductores, los belicosos, los violentos y los urgidos, se hicieron oír profiriendo todo tipo de epítetos. Pero con el tiempo el entredicho perdió sustento en los medios y los directores sólo emitieron breves resúmenes precedidos de rojos letreros de URGENTE. 

Entonces el ministro produjo un golpe escénico digno de un filme de Hitchcock: tomó de entre sus pertrechos un reluciente revólver Smith & Wesson 9 milímetros con puño de roble y lo puso en el pecho del inspector en jefe del retén. Los efectivos del puesto de control exhibieron sus rifles y se pusieron en posición de tiro. Los focos rojos se encendieron de nuevo con vivo interés. Los televisores revivieron con el griterío en vivo y en directo. 

–Si no quieren que los liquide, milicos roñosos, despejen este puente y retírense –rugió el inverecundo ministro de lo Inferior, furiente, furioso y furibundo de inferior furibundez. 

En el interín los vehículos, no pudiendo retroceder ni seguir su recorrido, fueron deteniendo los motores con el fin de no consumirse todo el combustible de sus depósitos. Otros miles de vehículos siguieron el ejemplo de los primeros y miles y miles de desprevenidos conductores fueron metiéndose inocentemente en el mefistofélico embudo sin posible retroceso. Imperceptiblemente primero y después menos imperceptiblemente fue creciendo entre los conductores un intenso deseo de comer y de beber. Con el crepúsculo el frío se hizo sentir y se oyeron toses y estornudos desde todos los rincones. Se hizo de noche y en el puente el conflicto entre el jefe del retén y el ministro siguió sin perder colorido ni vigor. Un frenético cruce de insultos, improperios y mutuos empujones se repitió en un vodevil ininterrumpido. El Prescindente no quiso intervenir. El jefe del desgobierno porteño desconectó el teléfono. El Ministerio de lo Inferior desoyó los pedidos de refuerzos que, desde el puente, solicitó el ministro. 

Entre los conductores se impuso el trueque; un kilo de bizcochitos dulces se trocó por tres huevos duros, dos bifes de lomo, crudos, por un litro de leche, medio kilo de dulce de membrillo por diez miñones, un litro de vino bueno por cinco de vino común. El precio tope lo consiguió, comprensiblemente, el líquido elemento en botellones de cinco litros que se negoció en mil quinientos pesos en efectivo o quince verdes, sin trueque. Todo tuvo un precio y el movimiento económico se incrementó. Pronto cundió un comercio subrepticio de todo tipo de bienes imprescindibles que fueron provistos por los vecinos ociosos metidos en sus domicilios en cumplimiento del riguroso DISPO que decretó recientemente el gobierno en virtud de lo que todos conocemos. 

Hubo vehículos que se convirtieron en belén, en otros hubo velorios, en otros, de cierto nivel, festejos ruidosos. Con el tiempo se constituyeron distritos y los distritos, kilómetros y kilómetros de vehículos cubiertos de musgo y óxido, devinieron territorios. Se pusieron pinos, fresnos y olmos. Hubo comicios y se eligieron ediles, concejeros y jueces. Un comité de expertos propuso un pendón que los represente; el diseño elegido consistió en un bloque negro, el extremo de un túnel y un hoyo negro en el centro con dos negros riñendo, como símbolo del desencuentro perpetuo de los urgentinos, el luto perenne y el desequilibrio neurótico producido por el recurrente encierro preventivo forzoso. El diferendo del puente, convertido en conflicto histórico, siguió su curso en el mismo punto donde comenzó. 

–Mire que lo detengo –dijo el jefe del retén, reprimiendo un bostezo. 

–Vengo de obtener el visto bueno del ejército –esgrimió el ministro de lo inferior en un esfuerzo por no dormirse. 

Los inviernos se sucedieron y el bloqueo del puente siguió sin resolverse. Los niños crecieron en los vehículos y se hicieron hombres y mujeres; sus progenitores, como es lógico fueron muriendo o se volvieron locos y prefirieron un higiénico suicidio. Pero en un momento, lustros después, no se supo muy bien cómo ni por qué, un vehículo se puso en movimiento y luego el siguiente y después el vecino y otros, sorprendidos, los siguieron y después miles y cientos de miles, millones de vehículos vetustos y escleróticos, cubiertos de óxido, mugrientos y con los vidrios y los focos rotos, verdes de musgo o desteñidos por el sol, revivieron en un glorioso coro polifónico de polvorientos motores entumecidos. 

En un estudio de televisión, medio siglo después, un viejísimo exministro respondiendo cuestiones sobre este Épico Episodio del Puente, como lo pusieron los periódicos de entonces, dijo sobre su intervención: 

“Escuche bien lo que le digo, jovencito: el que quiere construir éxito tiene que exponerse; el que no quiere tener inconvenientes, que se quede en el molde”. 

Escribe Marcelo Zabaloy

Traductor aficionado y libros traducidos publicados por El cuenco de plata: Ulises y Finnegans Wake de James Joyce y El atentado de Sarajevo de Georges Perec

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El fantasma verde 5

Todos contentos: Lena la llamaba «le pâtisserie», el Flaco «la confi» y los ministros de la iglesia mormona «the bakery», la cuestión era que el barrio entero desfilaba para comprar los productos que salían del horno de Doña Tota

2 Comentarios

  1. Estimado Zabaloy, no sé cómo soporta cargar en su apellido nada menos que dos unidades de la primera letra del alfabeto. Siempre sorprendente. ¡Muy bueno!

    • Merci monsieur Espósito; muy gentil. Es cierto. Tengo que resolver ese pequeño inconveniente, posiblemente con un nom de plume.

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