Por Fernando Troncoso
Existe una clase de aficionado tanto al arte de las letras como al cine que, sin ser un especialista, comparte simplemente el gusto por ambas. Es un buscador de historias. A menudo gira entre las librerías o se mete en un cine. Si primero entra un cine y luego va hasta las librerías, o bien todo sucede al revés, es cuestión difícil de precisar.
Con frecuencia el buscador de historias que viene de la librería, se decepciona con las adaptaciones literarias a la pantalla grande. Cree que muchos detalles significativos de ¨su¨ libro se perdieron en el camino o simplemente se ofusca al sentir que alguien metió la mano en el libre juego de su imaginación. Por fuerza no coincidirán jamás los rostros de los personajes, ni la disposición de los lugares, etc. Estos argumentos se multiplican en cantidad y peso cuando se trata de la adaptación de un clásico literario. Cuando la historia ha pasado a ser un objeto reconocido, parece natural que el lector se ponga más exigente con la adaptación.
Quienes sienten mayor inclinación por el cine y saben que el séptimo arte está muy lejos de encontrarse en sus albores -cuando la dependencia con la literatura era casi total- creen, con razón, que las remakes reviven historias permitiendo que una cantidad significativamente mayor de espectadores puedan acercarse a ellas y conocerlas. Por cierto, dicen, nada le impide al lector ir luego al texto. Creo que esto es cierto, siempre y cuando se haga la salvedad de que sólo los niños gustan de la misma historia en lo inmediato.
Me parece que detenerse a pensar sobre la primacía de un arte sobre otro es caer en una dicotomía estéril o bien un modo de abordar esta cuestión que en el fondo me resulta ajena.
En verdad me recuerdo entrando por primera vez a una librería. No tenía ninguna obligación y todavía hoy no sé bien porque entré. Me pasó lo mismo cuando empecé a fumar. Lo mismo. Por ahí es un hábito.
Vuelvo a la librería. Sin brújula y sin una recomendación puntual, primero siento la displicencia de un infinito mensurado. Muchos libros, mucha cantidad. ¿Cómo abordarlos? cómo encarar todo eso cuando ya no importa por qué cuando ya se está adentro. Algo se desencadenó en ese momento. No sé si siempre sucede así, hablo de mi caso sin sugerirle a nadie que me siga. Luego, para establecer un mínimo ordenamiento, empiezo por aquello que siento que perdura. Obras y autores de esas obras, que resisten al paso del tiempo y atraviesan también las fronteras. Un libro, por ejemplo de Dostoiesvski, aguarda en la vidriera de una pequeña librería de provincias en Argentina y me parece que tiene algún valor. Muchas veces luego lo tuvo. Hizo falta tiempo, idas y venidas, conversaciones y problemas para que muchos de esos libros lo tuvieran. Y también para que aparecieran otros libros y todo sea realmente infinito.
¿Qué diferencia podría haber con alguien que siente esto mismo entrando en la sala de un cine? Ninguna. De hecho, si me preguntan por el impacto que me genera ver manoseado un clásico intocable en la pantalla, respondo, no me parece mal, puede no haberme gustado o puede haberme gustado más de otra manera, pero no me parece mal, porque el acento está en otro lado, y seguramente, la más de las veces no llegaría la historia, y la historia quedaría un poco más guardada.
Buscamos interpelarnos. En el sentido más humano, buscamos eso. Buscamos que la historia nos encuentre y pocas cosas resultan tan humanas y verdaderas como salir descolocado de un cine o cerrar un libro y sentir que el infinito está ahí, que puede tratarse de una historia más, y nada más. Pero de pronto es otra historia nuestra.